ESPECTáCULOS › CINE VERANO BIZARRO, DE R. L. KING

Cuando los surfers están intoxicados

Pensado como una fiestita para públicos algo descentrados, el film tiene lo suyo.

 Por Horacio Bernades

Simpática, pasatista, ligeramente banal, sobrevolada por una brisita sarcástica. Así, como una festichola veraniega, es Verano bizarro, pequeña broma cinematográfica que llega a Buenos Aires con unos años de atraso. Ideal para verla en barra, con ánimo de diversión y un drink (o alguna otra cosa) en mano. Por lo cual el cronista debe confesar haberla visto en condiciones de inferioridad, y aconseja reunir esos prerrequisitos para sacarle provecho.
El título original (Psycho Beach Party) expresa a la perfección de qué va la cosa. Basada en una obra teatral off Broadway, la película dirigida por Robert Lee King cruza el género de películas playeras –típico de comienzos de los ’60– con una intriga que incluye asesino serial. O asesina: a la manera de Agatha Christie, aquí todos (o casi) son sospechosos, tanto los chicos como las chicas. Y alguna mamá también. Artefacto más o menos posmoderno (lo cual tiene algo de antigualla), Verano bizarro revisita estilos, tópicos y modalidades de los años ’60, desde una óptica se diría que revisionista. Casi como si se tratara de una sobrina jodona de Lejos del paraíso, la película reproduce miméticamente los signos del género y la época –las mallas de dos piezas, la obsesión por el surf, las leches malteadas y los drive in– en plan de ligero destripe. Destripe simbólico y también literal, ya que la mano asesina que anda suelta por las playas de Malibú es capaz de arrancarle un testículo a un bañista y enterrárselo en la boca.
Como lo hacía la película de Todd Haynes con el melodrama de los años ’50, Verano bizarro hace aflorar lo que el género de surfers mantenía al abrigo de bikinis y bermudas floreadas. Las mamás perfectas –alla Doris Day– lavan lúbricamente los calzones de los muchachos, mientras cocinan tournedos de pollo. Hay aceitados surfistas que se salen de la vaina por sus congéneres, y su líder (Thomas Gibson, conocido por su protagónico en la serie televisiva Dharma and Greg) resulta ser un masoca de aquéllos, al que además le tira la lencería femenina. Por lo demás, en cualquier chica inhibida puede anidar una machaza fiebre uterina. O asesina.
Después están los toques descentrados, sin duda divertidos. La oficial de policía que investiga los crímenes es una suerte de Mosquito Sancinetto californiano, a la sazón el propio autor del guión y la obra de teatro original. La apichonada protagonista sufre de personalidades múltiples, una de las cuales es una dominatrix feroz. Hay un muchacho a quien la picazón testicular le profetiza futuras desgracias, otro al que le da por hablar en verso, una especie de Susan Sontag playera y un surfer, “refugiado del departamento psiquiátrico de una clínica” (sic), que se la pasa interpretando las tablas como símbolos fálicos.
Todo muy divertido, y sin embargo no lo es tanto. Como sucedía con The Rocky Horror Show (a cuya liga pertenece sin duda Verano bizarro), el origen teatral pesa en diálogos escritos hasta la última coma, actuaciones férreamente marcadas (a cargo de actores convenientemente de segunda) y cierto almidón general, que una puesta en escena deliberadamente primaria no hace más que acentuar. Claro que todo esto puede ablandarse, como queda dicho, si se la ve bajo condiciones especiales. Lástima que en las salas de cine no dejen fumar...

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Todo en Verano bizarro llama a la diversión pasatista.
 
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