ESPECTáCULOS › AL CAER LA TARDE, CON PIERCE BROSNAN Y SALMA HAYEK

Para atrapar a otro ladrón

 Por Horacio Bernades

Los ladrones de guante blanco no usan gorra gris. Usan camisas de lino, pantalones playeros, barba cuidadosamente descuidada y sofisticadísimos controles a distancia. Bah, eso es al menos lo que sucede con Pierce Brosnan en Al caer la tarde. Manteniendo la tradición que se remonta a Cary Grant & Grace Kelly en Para atrapar al ladrón (antecedente citado aquí), los protagonistas de esta comedia de robos tienen un aspecto sofisticado, cool, lindo de mirar. Pero allí se terminan los parecidos. En términos de convicción cinematográfica, la distancia que media entre las parejas Grant & Kelly y Brosnan & Hayek equivale casi exactamente a la que separa a Alfred Hitchcock de Brett Ratner, director multiuso de Al caer la tarde.
Con Brosnan en su segundo rol de guante blanco (tras la remake de El affaire de Thomas Crown), la película no se propone ser otra cosa que una mera pompa de jabón, un entretenimiento veraniego, y hasta cierto punto cumple con lo que promete. Pero sólo hasta cierto punto. Ese punto tiene que ver tanto con un momento preciso del metraje, en el que la sonrisa empieza a dejar paso al cansancio producido por la rutina (esto puede suceder hacia la media hora, una hora o nunca, depende de la compulsión a la diversión con la que cada uno desembarque en la sala) como a la limitada capacidad de guionistas y director.
La cosa no empieza mal, con un clásico y sincronizadísimo operativo de robo. El superladrón Max Burdett (Brosnan) intentará birlarle una piedra preciosa a su némesis, el agente del FBI Stanley Lloyd (el siempre simpático Woody Harrelson, aquí obligado a cierta rigidez por exigencias del papel). No es difícil darse cuenta de que la enumeración de todas las condiciones de seguridad con que el agente cuenta a favor cumple la función de permitir al ladrón demostrar por qué es súper. En esa demostración se basa toda comedia de ladrones, y el as que Burdett guarda en la manga es adecuadamente imprevisible. Hasta acá todo bien. La cosa sigue bien un rato más, durante los primeros momentos de la estadía de Burdett y Lola (Hayek, cuya piel se mantiene tan tersa como el resto de su cuerpo) en una isla del Caribe que, para no dar más vueltas, se llama directamente Isla Paraíso.
Entre platos de langosta, mares color esmeralda y drinks “con sombrerito”, los diálogos refinadamente cancheros permiten que el espectador se sienta incluido en la dolce vita de Max y Lola. Dolce vita que, que en su plan de seducción de la mirada, incluye altas dosis de teets & ass por parte de Hayek. Enseguida llega el agente Lloyd, para reactivar el jueguito de gato y ratón que es flor y nata de esta clase de películas. Pero pronto queda claro que al cancherismo le falta chispa, el refinamiento es en verdad bastante grasún (la idea del centro turístico como sucursal del Paraíso), los personajes, de stock (un desperdiciado Don Cheadle, como mafioso ni muy muy ni tan tan) y las peripecias, pura rutina.
Si a eso se le agrega la desatinada derivación final al melodrama amoroso, con música de ocasión y frases como “vos sos mi única joya” (Brosnan a Hayek), se comprenderá que hasta el pasatismo requiere, para ser tal, de alguna inteligencia detrás. Tal vez si sus hacedores, además de mostrar el DVD de Para atrapar al ladrón, se hubieran ocupado de ver más allá de la carátula, este Paraíso se hubiera parecido un poco más a aquél.

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