ESPECTáCULOS › ENTREVISTA CON GRACIELA ARAUJO

Secuencias de un derrumbe

La actriz protagoniza la pieza Agua que, con libro y puesta de Gladys Lizarazu, se estrena hoy en el Teatro San Martín. La acción transcurre en la Buenos Aires de la crisis de 2001 y 2002.

 Por Hilda Cabrera

Aurora sonríe, acaso arrebatada por un recuerdo placentero. Imprevistamente, cambia de ánimo y se frota los labios con furia. “Señora, no haga eso”, amonesta Blanca, la paraguaya que la cuida. “Nunca un beso”, protesta a su vez Aurora, forcejeando con la mujer que le impide reiterar ese gesto desesperado. Vencida, escupe a Blanca. La escena pertenece a Agua, pieza con la que Graciela Araujo –intérprete en 2002 de otro personaje de duras aristas, el de Erna, en Las presidentas, del austríaco Werner Schwab– regresa al Teatro San Martín luego de un intervalo de seis años, cuando participó en Fuego en el rastrojo, de Roberto J. Payró.
Agua, con libro y puesta de Gladys Lizarazu, se estrena hoy en la sala Cunill Cabanellas, donde Araujo actuó en 1989 en El Pelícano, de August Strindberg, dirigida por David Amitín. “En aquella puesta debíamos pisar entre escombros”, apunta, relacionando quizás aquella escenografía con otros derrumbes señalados en Agua. La acción transcurre en Buenos Aires, durante el verano de fines de 2001 y comienzos de 2002, tiempo de crisis institucional, de violencia, muerte y saqueos. Al comenzar la obra, Aurora observa desde su ventana a unos jóvenes que beben y bailan en una terraza vecina. Se inicia así un contrapunto de secuencias paralelas entre mayores y jóvenes, a veces de tinte surrealista, como el empeño de la protagonista de mecer un gato muerto utilizando la semiesfera de un globo terráqueo a modo de cuna. De Lizarazu se vio en 2002 Considera esto, dirigida por Diego Kogan, en el Cervantes, y acredita ser coautora de Woman in Window, una performance sobre la pornografía que presentó en Berlín y Amsterdam. Ideó Agua en Buenos Aires, pero la completó durante su residencia en el Royal Court Theatre, de Londres. En este montaje actúan Fernando Llosas, Isabel Quinteros, Martín Salazar, Carla Crespo, Jessica Bacher, Emiliano Boidi, Pilar Gamboa, Pablo Gasloli y Minko.
–¿Qué exige un personaje en estado límite?
–Aurora percibe claramente la cercanía de la muerte, quebrada por los recuerdos y el paso del tiempo. Interpretar este personaje me sirve como actriz y como persona, porque me obliga a buscar en mi interior y expresarme con mucha verdad. El pensamiento de esta mujer se detuvo en ese pasado en que ayudó a un sobrino militante político. Y lo hizo por razones sentimentales y no por afinidad ideológica.
–¿Por eso, aunque abundan símbolos, el tratamiento es elusivo?
–Ni las historias ni los personajes están explicitados, y me parece bien, porque esos vacíos crean misterio. Podemos imaginar que Aurora perteneció a la clase alta porque su familia era propietaria de una estancia, y que se quedó sola porque su hermana se casó con el hombre que, supuestamente, había llegado a la casa interesado en ella. Tampoco se dice mucho del sobrino Ruco, que se le apareció tiempo atrás con armas y junto a otros hombres, también armados.
–Los temas de la sexualidad, del uso de armas y el consumo de drogas ingresan a la obra como “efectos”: una chica rapada que se expresa en alemán, por ejemplo, o la inclusión de un dj. ¿Cómo percibe esas intromisiones?
–Son situaciones vividas por gente que está muy al borde, aunque algunos podrían salvarse, como la paraguaya Blanca –que sin quererlo traicionó, porque ella a su vez fue traicionada–, y Cleo y su bebé, y el joven Roy.
–¿Cómo es el universo de los mayores?
–Muy potente y de gran contenido. Todos han atravesado experiencias sombrías. De ellos, la más desconcertada es Aurora, y es extraño que no guarde rencores.
–¿Encuentra alguna relación con la Erna de Las presidentas?
–Erna tenía otro humor, más terrible. Schwab era un autor virulento y de una comicidad feroz cuando retrató a la Austria de posguerra. Aquel trabajo que dirigió Manuel Iedvabni me modificó, porque hasta entonces me convocaban casi únicamente para hacer reinas y mujeres distinguidas.
–Hubo excepciones: su papel cómico y satírico en una puesta de La Celestina...
–Esa fue una versión de Jorge Goldenberg que dirigió Osvaldo Bonet (en 1993). Antes trabajé en otra puesta de ese texto de Fernando de Rojas, pero en el papel de Melibea (en 1967, cuando Iris Marga compuso a Celestina). Con el Elenco Estable del San Martín hice muchas obras clásicas y contemporáneas, pero me quedaron pendientes las de autores argentinos. Cada vez que me encuentro con Griselda Gambaro le digo que estoy clamando por hacer un texto suyo. No tengo un título preferido. Me gusta todo lo que escribe: sus obras, las novelas... Pienso en Dios no nos quiere contentos, que escribió en Barcelona en 1979; en Después del día de fiesta, Lo mejor que se tiene, El mar que nos trajo... Digo Griselda, pero también me gustaría actuar en obras de otros autores, de los muy conocidos, de los que surgieron en los últimos años y en los ciclos de biodrama que coordina Vivi Tellas.
–En Agua abundan las referencias a historias abortadas. ¿Cómo influyen en su trabajo?
–Prefiero volcarme al personaje y no perderme en las referencias, en el afuera. Necesito nutrir a Aurora de emociones vivas. La sala Cunill es muy pequeña; el espectador está muy cerca de nosotros y la verdad se descubre en los ojos. Trato de componer a mi personaje desde su soledad, que es también la desintegración de su personalidad. Crear partiendo de una es muy placentero, pero también muy doloroso, porque me enfrenta a mis fantasmas.
–¿Cuál es su experiencia en la televisión y el cine?
–Empecé en el teatro en La Plata. Tuve como maestra a Milagros de la Vega en el Conservatorio de Música y Arte Escénico, que dirigía Alberto Ginastera. El teatro es mi pasión, pero trabajé también mucho en radio, y con grandes exigencias. En televisión participé en telenovelas de Alberto Migré, en ciclos dirigidos por él (Permiso para imaginar, entre otros) y unitarios de María Herminia Avellaneda. En cine me convocaron para Yo, la peor de todas, de María Luisa Bemberg, y Un muro de silencio, de Lita Stantic. Quisiera entrar en el circuito de los realizadores jóvenes y trabajar en sus cortos. Por eso mi intención es invitarlos a que vean Agua, y opinen. Los directores de cine no van demasiado al teatro. Yo amo el cine y veo todo lo que puedo en mi tiempo libre. Valoro el esfuerzo que está haciendo la gente de cine y el trabajo de artistas como Lucrecia Martel y Lisandro Alonso.

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Graciela Araujo regresa al San Martín después de un intervalo de seis años.
 
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