ESPECTáCULOS › “FUERZA BRUTA”, LO NUEVO DE UN EX DE LA GUARDA

Un continuado de escenas y ritmos tomados a préstamo

El espectáculo de Diqui James propone impacto visual y un tratado sobre la resistencia de los cuerpos a un entorno hostil.

 Por Julián Gorodischer

Fuerza bruta, el primer show solista de Diqui James después del boom mundial por De la Guarda, propone imágenes de la resistencia de los cuerpos. Aquí no se plantea una historia lineal ni se contempla un argumento. Y de todo aquello se exculpa el programa de mano bajo el lema posmo: “Nadie sabe el significado de la obra porque no lo tiene”. Lo que llega es el relativismo de la no interpretación, ese rechazo a la metáfora que se compensa con una coherencia desde la forma: los números vivos de seres que vuelan, otros que chocan su cabeza contra el muro o nadan por encima de nuestras cabezas siempre respetando un régimen común. Se ven supercuerpos prerracionales, sin angustias ni registro del daño. Como exige el teatro aéreo (desde La Fura dels Baus a Fuerza bruta), llega un canto al virtuosismo del cuerpo, que aquí resiste una caída al abismo y se reintegra como un Ave Fénix. O que es más fuerte que la materia (el techo) cuando se le viene encima. O más poderoso que casas enteras que lo golpean cuando las trae el huracán, y hasta resistente al agua, a la tormenta, al disparo. Fuerza bruta retrocede a un estadío previo a la subjetividad, anterior a la razón, para componer una misma serie de repeticiones: temblor, sacudida, furia y destrucción de lo construido.
El entorno es siempre hostil. En la primera parte, los cuerpos chocan y atraviesan cosas duras. Luego, se enfrentan a la blandura (telas, superficies flotantes) en movimiento: están en el aire, podrían caerse. El entorno y el sujeto nunca se ponen de acuerdo. Cuando el hábitat es sólido, el hombre enloquece, se sacude, se mueve aceleradamente y tira todo abajo. Cuando el mundo es como una tormenta o un huracán, un fenómeno climático desmesurado (simulado con telas, rocío y arneses), el hombre flota a la deriva como perdido, a punto de desaparecer. La liberación sólo llegará, en cualquier caso, a través de la fiesta o el derrumbe: saltar y bailar como en una rave sobre los restos de una demolición o perderse en la oscuridad como si nunca se hubiera existido. Si la atención se dispersa ante los vuelos de las acróbatas, si no basta con dejarse impresionar por los efectos especiales dignos de una de Spielberg, habrá que reclamarles eso que se inhibe desde el vamos: ¡empiecen a narrar!
Pero el cuentito nunca llega: Fuerza bruta es un continuado de números vivos con préstamos de otros rubros: del circo (cuando las acróbatas voladoras se persiguen volando), del deporte extremo (cuando el corredor atraviesa una casa entera), de la fiesta rave (música ambiental y multitud de parado) y hasta del parque de diversiones (cuando los actores se agitan en una rueda parecida al Matterhorn o el Samba). Por fuera de la narración, sin preguntas sobre el destino de un protagonista ni pintura de personajes, el eje está puesto en el ritmo: la secuencia siempre comienza como una monotonía (una caminata) y deriva a la exasperación (corrida con obstáculos). O se inicia con un arrullo (las telas ondeándose) y evoluciona hacia una naturaleza desaforada (el huracán que arrastra los cuerpos). Luego llega el clímax de las aguas flotantes sobre el techo de vidrio: allí nadan mujeres como en un estanque y, desde abajo, todos las quieren tocar. Llegará una interrupción violenta: las chicas dejan de deslizarse y se tiran haciendo ruido. Cuando la materia usada es el agua, la evolución natural de Fuerza bruta propone un cambio de estado que, en su literalidad, resume a todas las escenas vistas: del estanque al punto de ebullición.

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Las chicas en la escena para querer tocarlas.
 
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