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El chico que creció en público

Era flaco, desgarbado, pobre, desdentado, rosarino y excesivamente inquieto, pero hacía canciones más que decentes. Hace ahora veinte años, Fito Páez no tenía aún veinte años, pero había en él algo que llamaba la atención, un oficio de compositor y letrista por momentos deslumbrante. A partir del momento en el que ingresó al circuito musical porteño, que con rapidez reconocería su talento, debió afrontar un proceso siempre complejo: crecer en público. El crecimiento fue veloz: aquel pibito de la banda de Juan Carlos Baglietto de 1982 llenaba tres años después el Luna Park, en la presentación de su segundo disco, Giros, sin estrategia alguna de marketing, a fuerza del único capital que tenía, sus temas. Charly García lo llamó para formar parte de su banda en la accidentada era de la grabación de Piano Bar. Luis Alberto Spinetta le propuso un año después hacer un disco juntos, y ese disco fue La, la, la. Charly y Luis eran, y son, sus ídolos.
El público lo sabe: un loco asesinó a lo que quedaba de su familia, Páez grabó Ciudad de pobres corazones como un exabrupto y a partir de ahí su figura fue central para la música argentina de los ‘80. El rock ya le quedaba chico, pero no la cultura del rock, de la que formaba y forma parte. Páez fue una esponja, de ahí en más, y un niño mimado de la prensa y el resto de los músicos, salvo aquellos que lo envidiaban. Que, en rigor, envidiaban su talento. Al cambiar la década, en medio de la hiperinflación y de la huida del gobierno de Raúl Alfonsín, el sello para el que siempre había grabado le devolvió el contrato. Le dijo que su prestigio no estaba en discusión, pero que los sellos necesitan artistas que vendan muchos discos.
Dos años después, Páez se convertía en el artista local más vendedor de discos de la historia del negocio en la Argentina, por el impacto de El amor después del amor, que atribuyó al flash de los inicios de su relación con Cecilia Roth, una actriz con quien había fantaseado cierta vez, mirando una hoy vieja película de Pedro Almodóvar. El resto ya se sabe: se hizo muy famoso, ganó mucha plata, adquirió modos de nuevo rico, gritó de más, encontró enemigos sorprendentes, sobre todo entre los críticos, que jamás perdonan el éxito ajeno. Hoy, de vuelta de todo eso, ya no más pobre, pero tampoco más rico, padre de un niño soñado, Páez tiene la mochila de su vida cargada de canciones, que es lo que siempre ocurrió desde aquel año de Malvinas, y sigue intentando domarlas al cantarlas. Sólo una gigantesca conspiración de sordos puede negarle un lugar destacado en el reducido lote de músicos argentinos que siempre tienen algo interesante que tocar.

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