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Condimentos

De la salvia al ketchup, del estragón a la mayonesa, los condimentos pueden dotar a un plato de un aroma sutil o sumirlo en una confusión pastosa. Dime con qué condimentas y te diré quién eres.

 Por Soledad Vallejos

En la variedad está el gusto, pero muy especialmente en los detalles que pueden, pase mágico de una pizca arrojada a escondidas mediante, transformar para siempre la memoria de un plato, de los vapores flotando desde una cocina humeante o de un tentempié salvador en medio del día, cuando el reloj no tiene intenciones de demostrar un poco de compasión. Es más, el secreto para descubrir a un auténtico maniático de la cocina está ahí, en su colección de condimentos, especias y trampas varias disfrazadas de hojitas (frescas, tienen que ser frescas), colores (pasteles, furiosos, apagados), texturas (polvillos, granos, cremas) siempre listas para trastrocar sabores más o menos ordinarios sin dudarlo. Que no por nada, claro, decían los manuales de la escuela primaria que Colón se había empacado en ir de gira con su carabela: para conseguir más y mejores especias para la Corona, ¿para qué más?
Sostienen a veces los defensores a ultranza de la tradición occidental que todo en la cocina, desde los aceites hasta el pan, tiene que haber empezado en su lado del mundo y más o menos a partir de la Edad Media. Pero en el caso de los condimentos y las especias está clarísimo que no. No sólo la mencionan (sinapi se le dice en griego) Pitágoras alrededor del 530 a.C. (se decía que Esculapio había descubierto la manera ideal de prepararla como pasta), Hipócrates y hasta Diocleciano (que en el 301 fijó su precio por edicto), sino que, además, algunos historiadores se juegan la toga asegurando que en la Roma imperial la salsa a base de mostaza ya se usaba para dar unos toques a las salchichas. Es más (y haciendo caso omiso de la polémica sobre el año en que se escribió), la Biblia no ahorra elogios melosos a los granitos de mostaza, aun a riesgo de bordear la herejía: “Es semejante el reino de los cielos a un grano de mostaza que toma uno y siembra en el campo”, enseña en uno de los capítulos de San Mateo. El papa Juan XXII debe haber tomado la metáfora al pie de la letra, entonces, para justificar la designación de su sobrino como “premier moutardier du Pape”. En el medioevo, el secreto de su éxito en la cocina empezó a difundirse con tanta prisa y dedicación (el entusiasmo había llevado a sembrar unas cuantas parcelas con esta planta de flores amarillas en las afueras de París) que cada región, con el tiempo, fue dándole un toque particular y creando las variedades más o menos como las conocemos hoy (y eso que se deben haber perdido casi todas las recetas de las 84 clases que había en Francia hacia 1812). Claro que exagerados hubo siempre, pero debe haber sido fenomenal la indigestión de los invitados al banquete de 1336 con que el Duque de Borgoña homenajeó en Dijon a Felipe el Hermoso... demostrándole que era tan pero tan refinado que no podía menos que acompañar los platos con esos 200 litros de mostaza.
La ruta de las especias, con su largo kilometraje inaugurado, originalmente, durante el siglo V a.C., había dejado que los paladares europeos (acomodados, claro, para los plebeyos alcanzaba con la sal) fueran cayendo en la costumbre de saborear canela, pimienta (apreciada por sus supuestas cualidades afrodisíacas y de tal importancia económicamente hablando que, en 1222, un cruzado propuso a los venecianos trasladarse a Constantinopla para monopolizar su comercio), clavo de olor, jengibre, cardamomo y nuez moscada, pero de azafrán a duras penas empezaron a saber los más selectos entre los selectos a partir del siglo XVIII. Tenía sulógica: no sólo era carísimo sino que convertía cada receta en un símbolo efímero del status por su color oro. Eran ésos unos años agitados para la cocina. Mientras desde las playas de Malasia empezaba a llegar el ketchup a Europa, la manía de Luis XV de ejercitarse él mismo en los secretos de la cocina (aunque se dice que, en realidad, a duras penas sabía preparase su café) para, de paso, bautizar inventos comestibles con su nombre, llevó a otros monarcas, para desgracia de los cocineros reales, a declarar una guerra de sabores. Cada uno quería tener por lo menos una salsa con su nombre, y ahí tenemos a la béchamel, la villeroi, la mirepoix. Pero entonces, casi para ganar la partida, el duque de Richelieu (sobrino del Richelieu más famoso) tuvo la suerte de que, en plena campaña militar en Menorca para arrebatar a los ingleses la soberanía de Mahón, una de las islas Baleares, las incursiones en tabernas le depararan un descubrimiento impar: una salsa levemente amarillenta que, de regreso a Francia, fue bautizada por su gentilicio. (Hay otra versión menos elegante: el duque la habría degustado gracias a la pasión gourmand de una amante suya en Mahón.) La mahonaisse (complemento perfecto para la ingeniosa manera de combinar pan y carne que John Montagu, el cuarto conde de Sandwich, daría a conocer a sus amigos en 1762), entonces, disfrutó de su rol de estrellita en las mesas aristocráticas y más o menos exclusivas durante cerca de dos siglos. Porque hasta empezado el siglo XX el sabor de la mayonesa era cosa de élite, y recién se popularizó cuando las migraciones masivas llevaron al continente americano a millones de personas con otros saberes. Fue Richard Hellmann, un inmigrante de la colectividad alemana, el que se decidió a incluirla como salsa para las ensaladas que ofrecía en su tienda de delikatessen, y tan buena respuesta tenía que al poco tiempo se vio llenando algunos de los potes de madera que solía usar para la manteca para venderla por separado. Estaba a sólo un paso de dar con uno de los hits comerciales del siglo XX, que llegaría poquito después, cuando pasó al envase de vidrio.

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