PLACER › GASTRONOMÍA

Aroma a pan caliente

Pequeñas esculturas de hojaldre que remedan el nácar de las ostras, masas tan leves que se las llama “mentiras”, gotitas de miel que brillan como gemas sobre las confituras; todo eso se puede encontrar en La Pompeya, una panadería tentadora, como todo pecado.

 Por Soledad Vallejos

El aroma que envuelve apenas se cruza la puerta sigilosamente susurra mil y una delicias. Como suele pasar con los mejores recuerdos gastronómicos, adivinar a qué corresponde cada bocanada de aire perfumado es más o menos como acertar la lotería: casi imposible. No se sabe, en realidad, si lo que atrae es la promesa de galletas tibias, el anisado de unas rosquitas, la hogaza de pan dorada en su punto justo o todo eso junto. La única certeza que puede haber es la necesidad imperiosa de oler, de probar, de mordisquear todas y cada una de esas cosas. ¿Quién podría tener la sangre tan pero tan fría como para pensar en una nutrición equilibrada después de semejante trance? Dicen que en la tierra que vio nacer esta pastelería está enterrada una sirena, que ella habrá muerto, pero que su mirada, ah, esa mirada era tan mortal como una helada polar. Sobre esa tumba que mira el mar, reza la leyenda, fue haciéndose Nápoles. Desde esa ciudad venía el barco que traía a Luis Derisso con sus recetas y recuerdos encima cuando pisó Buenos Aires en 1920 y fundó La Pompeya, una de las panaderías más antiguas y tradicionales que se pueden encontrar por las calles porteñas.
Es asombroso que apenas unas cuadras más allá de Corrientes y Callao los árboles de la avenida Independencia (al 1900) den esas sombras de barrio de otro tiempo a la entrada. Es mediodía, y de un segundo al otro las baldosas gastadas quedan cubiertas por montones de pies. Será la distensión del clima de entrecasa, el murmullo de comentarios amables entre vecinos (“¿Eduardo, le da dos flautitas al señor, que está con el perro y no puede entrar?”), la correntada con olorcito a harina amasada que llega desde el fondo, pero algo hace que en el aire no haya corridas ni pedidos a las apuradas. Con esa distensión la mirada se pierde y empieza a recorrer con toda la morosidad del mundo los estantes, los cajoncitos bajo el mostrador, las bolsitas desparramadas en aparadores, los colores opacos, brillantes, pasteles.
El oído presta atención a los sonidos y descubre que esa especie de pequeña escultura en hojaldre que en realidad se llama sfogliatella, que es una especialidad napolitana y se hace sobando la masa de tal manera que, al cocinarla, parezca ir desplegándose de a poquito como las capas del nácar de una ostra. Que se rellena con ricota mezclada con crema pastelera, y debe ser una delicia digna de probar si hay gente que hace más de 30 kilómetros con tal de conseguirla. Las pelotitas doradas encerradas en una cajita transparente brillan levemente. Son los reflejos de la miel que se usó para amasarlas y, después, para bañarlas y convertirlas en magníficas pignolatas. Al lado, una bandeja contiene montones de fragmentos de algo pálido, son como rulitos, apenas tienen peso, saben a copetín que se podría comer durante horas sin sentir culpa ni acusar recibo. “Es una masa frita, pero muy, muy liviana. Por eso podés comer tanto y por eso se llama ‘buggia’, que quiere decir mentira, porque después no te sentís como si hubieras comido tanto”, cuenta Eduardo Frate, el hombre que empezó a presenciar las transformaciones de la harina y el agua cuando tenía 12 años, las abandonó para probar suerte en otros rubros y finalmente volvió, porque lo otro no le gustaba, “y esto... esto es otracosa”. La vez que conoció los entretelones de la panadería llegó de la mano su padrino, el señor que la había heredado de su padre, el inmigrante napolitano decidido a respetar todos y cada uno de los ingredientes originales, los tiempos de cocción y, fundamentalmente, los silencios profesionales. Porque si había algo tan importante como el respeto por los sabores que había conocido en su infancia italiana, eso era cerrar la boca, susurrar los secretos que daban el toque propio sólo a último momento. Así fue como esos saberes guardados con tanto celo llegaron a Eduardo, así él, convencido como está de la necesidad de modernizar y a la vez formar nuevos talentos para que la pastelería napolitana porteña no desaparezca, comenzó a instruir, poco a poco, a quienes lo acompañan diariamente. Dos grupos en dos turnos son los que se encargan de trabajar sobre mesadas larguísimas de madera masas generosas, nacidas de harinas que se seleccionan de acuerdo con el origen y el uso. Entre chistes y resolana de la siesta, Eduardo y los iniciados montan guardia frente a un horno generoso, de cuya boca en este momento están saliendo los taralli, unas rosquitas dulces o saladas anisadas, dulces o picantes, ideales para el café o los tragos del atardecer, y eso por no sugerir qué maravillosos deben ser acompañando picadas.
A un lado del mostrador, custodiadas por una bandera de colores brillantes que recuerda el lugar donde todo comenzó (“Napoli, campione d’Italia”), las “fresas” siguen recordando las costumbres del pueblo que creó las recetas. Son como mitades de un pan deshidratado, cortado al medio en mitad de la cocción y terminado de secar en el horno suavecito. Es algo pensado para guardar, para aprovechar los tiempos de abundancia y reservar en vistas a los más difíciles. Se sirven con aceite de oliva (“porque es el único aceite que se usa en Nápoles. ¿Vos sabés cómo te pueden mirar si pedís aceite de girasol?”), untadas con ajo, salpicadas por ají molido, coronadas por anchoas. Se disfrutan casi tanto como esas hogazas de pan redondas, pesadas porque se elaboran exclusivamente con levadura madre (fermentada desde el día anterior), también como las vainillas y los bay biscuits (que afortunadamente superan la insipidez de sus pares industriales), o los susamiello (un bizcocho típico de Navidad, que combina canela y azúcar negra, y puede también venir en su presentación de biscottino). Eduardo dice que no hay demasiados secretos. Que todo en esta pastelería es dedicarse, darle tiempo al tiempo, respetar las proporciones y los sabores. Que uno de sus orgullos es el pan dulce, que empiezan a elaborar a mediados de noviembre para asegurarse de que en diciembre estará a punto. “Porque en esto tenés que prestarle atención a todo. Lo nuestro es como la cocina de la casa. A veces, las mujeres italianas ven que ellas siguen amasando como siempre, usando lo de siempre, pero que los fideos no salen como antes. ¿Y sabés qué es? Que sus manos no tienen la misma temperatura, y por eso la masa cambia.”

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