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¡Qué moderno!

Por Jorge Puccio *

Uno, íntimamente, se considera moderno y superado. Respeta, o no, los valores que trataron de trasmitirnos nuestros padres, pero nos sabemos con valores distintos y mejores. O, por lo menos, es difícil que no los hayamos adecuado sabiamente a estos tiempos.
Hoy reconocemos como dignas las causas que, en la época en que cursábamos la primaria (terminamos en 1979), no eran tomadas en cuenta o se las consideraba exóticas, degeneradas o ilegales. Hoy nos alegramos por los logros civiles de los homosexuales, reconocemos la superioridad de los derechos humanos sobre cualquier otra ley, aceptaríamos un debate sobre la legalización de la marihuana o el aborto, apoyamos los reclamos de los menos afortunados y tenemos la claridad de reconocer en los políticos (y su relación con los dueños de las fortunas abolengas) la causa principal de los peores males del país y del mundo. Personalmente no tengo vergüenza de decir que soy feminista (a pesar de alguna diferencia metodológica con Valeria). Ilustro con un ejemplo de mi haber. Ni mis hermanas le hubieran pedido a mi padre, ni él hubiera hecho o aprobado que yo lo hiciera: unos meses atrás depilé con cera los primeros pelos de las axilas de Carla (Carla es mi hija mayor, de 11 años y 4 meses).
Uno llora sin pudor en el cine. Uno se siente un tipo regio, posmoderno, progresista. Un tipo del siglo XXI.
¿Quién explica, entonces, que uno se emocione con lo que les pasa, inevitablemente, a todos? ¿De dónde salen los sentimientos atávicos, que siempre atacamos porque sabemos del dolor, la culpa, la injusticia, etcétera, etcétera, etcétera, que nos trajo nuestra educación tradicional?
No sé si con todo esto quiero patalear contra algo que no sé qué es, o contarles que ayer Carla me contó con sus palabras que tuvo su menarca. ¿De dónde saca uno suficiente estupidez para sentirse único sobre algo que le pasa a medio mundo? Para terminar de tirar a la mierda mi modernismo y mi superación, la ex niña me arroja una frase humillante, al verme llorar, cuando la abrazo: –¿Qué te pasa, boludo?
Me pasó que me di cuenta de que podía ir en camino de transformarme en mi cariñoso y conservador padre si insistía en educar a mis hijas adoctrinándolas. Y no dormí pensando estrategias para enseñarles que se rebelen contra los padres y que sean dueñas de su cuerpo y su mente para que se levanten a la mañana sin putear al despertador.
Dedico esta historia a quienes compartieron conmigo la misma edad que tiene hoy Carla, cuando yo no tenía conciencia de lo que les estaba pasando, tal vez, cuando compartíamos un banco, una clase o una vuelta del colegio a casa.

* Lector.
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