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Costumbres argentinas

En su libro Surtido, la fotógrafa Gabriela Kogan intenta capturar esa elusiva cuestión de cómo contar el alma de un país. El resultado es aluvional, pintoresco, nacional y popular.

 Por Soledad Vallejos

¿Qué pueden tener en común El Capitán Piluso, un churrero caminando por la playa, una pantalla catástrofe de Crónica TV y la Casa Rosada? Según el cristal con que se mire, casi nada o prácticamente todo. Hay en este mundo personas con alma detectivesca y ganas de armar rompecabezas, capaces de dedicarse a acechar memorias personales y ajenas con tal de ir consiguiendo que esos retazos vayan delineando algo más o menos conocido. Es el caso, por ejemplo, de Gabriela Kogan, la fotógrafa-detective que abordó, de un día para el otro, una pequeña pregunta (¿cómo se cuenta el alma de un país?) y se puso a rastrear todo lo que oliera a respuesta. Buscaba, como recuerda en el prólogo, dar cuenta de cuáles podrían ser esas íntimas y sutiles conexiones entre personas que comparten cada día un mismo territorio y un mismo lenguaje, aunque más no sea simbólicamente. Elegir aquellas instantáneas que alguien elegiría para guardar en la valija si algún motivo misterioso empujara a abandonar el país o el planeta, ese fue el único requisito para reconocer cuáles serían esos rasgos que Hannah Arendt definía como “lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino con quienes estuvieron antes, y con los que vendrán después de nosotros”. Fue siguiendo esos pasos que Surtido (ed. Del nuevo extremo), un pequeño libro objeto fotográfico que anda dando vueltas desde hace unos días por las librerías, empezó a tomar forma de puente para viajar a través del espejo, para descubrir cuánto del terreno que una suele creer privado y personalísimo tiene, en realidad, los colores, la memoria y el olor de lo público. Será porque esos pasados y esos presentes resultan tan cercanos que asombra comprobar cuánto tienen de compartidos, pero que, en un mismo y acogedor movimiento, permite reconocerse entre pares en el compartir.
Si mirar el mundo para diseñar un tour por años pasados tiene el elevado riesgo del recorte generacional (¿cómo podría alguien de 30 reconocerse en los recuerdos de alguien de 60, o 70 años? ¿cuál es el límite entre lo reconocible y compartido, y cuál el de lo que parece más recién llegado de Marte que afincado en alguna memoria más o menos colectiva?), qué decir de lo que puede suceder cuando de lo que se trata es de apresar lo inaprehendible de un país. Tal vez sea ésa la mayor virtud de perderse en el recorrido de una serie de fotos: descubrir, de golpe y porrazo, que las escenas y los objetos en común son casi tantos como los rituales, y a veces tan aparentemente obvios que resulta difícil ver en ellos algo más que el orden natural de la vida (argentina). Amén del café, el asado y el bife con papas fritas, ¿quién en su sano juicio podría negarle un estatuto prácticamente ontológico del ser nacional (más o menos contemporáneo) a una buena bananita Dolca o a una tapa de la revista Radiolandia con el nunca bien ponderado Cacho Fontana? Porque la Argentina, va siendo tiempo de empezar a reconocerlo, no es tanto ese país de la biblia y el calefón como el del postre vigilante y los granaderos (atinadamente, fotos que comparten páginas), el de la Policía Federal tras unas vallas y el jabón Federal, el que lava más blanco (y que, allá por los años ‘40, regalaba casas a sus afortunadas consumidoras). Si las páginas de Surtido resultan chispeantes es, entre otras cosas, porque descubren una identidad colectiva construida a partir de pares de asociaciones necesariamente existenciales: el postre vigilante y los granaderos, la milanesa con papas fritas en la mesa de un bar y los almuerzos de Mirtha Legrand, las historietas de Mafalda y una publicidad de cuando el Citroën era un auto moderno, los sandwiches de miga y la Bidú cola (en su envase original). Definitivamente, ninguno de esos términos sería lo uno sin el otro; separados, resultarían tan impensables como Nu sin Eve, como Carozo sin Narizota (que vienen a ser a la merienda con galletitas Lincoln frente a la tele, como, valga la repetición, la Chiqui sin sus rosas rococó rosadas).
¿Qué sería de la vida deportiva nacional si el Luna Park no se hubiera edificado, o si el Ludo Matic (“ponga a su adversario en apuro”) no hubiera reunido a las familias argentinas frente a ese enigmático tablero con semiesfera plástica? ¿Qué de la mesa fortuita de un restaurant con mantel de papel sin el pingüino, y qué del almuerzo de los domingos à la Campanelli sin la damajuana de cinco litros? Entre hamacas de jardín, calesitas de plaza, una edición vieja del Facundo y las primeras líneas del Martín Fierro, éste se demuestra como un país con una extraña fascinación por los topos y su mundo (la férrea admiración por el Topo Gigio y la institución del Topolín Sorpresa), la redondez de los caramelos media hora (¿alguien realmente los habrá disfrutado alguna vez?) y las bolitas de colores, la magnitud solemne del Colón y las camisas colorado rabioso de Sandro.
La identidad, a veces, puede ser un país en colores y blanco y negro, poblado de duplas (quizás involuntariamente) desopilantes y complementarias, necesariamente melancólicas y sin embargo presentes, adorables a fuerza de ser reconocidas como insustituibles. No será el ser nacional que tanto vienen buscando los hacedores institucionales de la argentinidad desde hace décadas, pero, la verdad, es bastante cercano a lo que una podría enumerar ante un marciano que quisiera entender de qué viene esta tierra. No es poco, ¿no?

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