PLACER › ALQUIMIAS

Natural, natural

¿Que los vegetales sólo están hechos para acompañar la carne? ¿Que la zanahoria no inspira más que al uso del rallador? ¿Hay algo que se pueda hacer con las berenjenas además de escabeche? El naturismo tiene sus recetas para convertir lo ordinario en manjares que, encima, hacen bien.

Por Marta Dillon

Una primera confesión se hace necesaria para que el texto que sigue tenga sentido, o mejor, para que tenga sentido en una página signada por un título tan errante como subjetivo, placer. Es necesario confesar esa incertidumbre que asalta al común de los habitantes de este suelo –ciudad y alrededores, para no herir susceptibilidades, aunque seguro se puede ampliar– frente a la colorida ofertas de los vegetales, tan tentadores en puestos de ferias, en su presentación orgánica o en las góndolas de supermercados; pero tan inútiles una vez que llegaron a la heladera, cuando la imaginación se fatiga más allá del límite de la mixta con zanahoria. Sólo después de sincerarse frente a la realidad de que sin al menos un curso, cursillo, taller o workshop lo más maravilloso que se logra habitualmente con una berenjena es un escabeche, una lasagna, en la versión más moderna de su uso –y una pascualina, con la espinaca o con la acelga– se podrá considerar un placer la alquimia que consigue transmutar una zanahoria en una pasta de sabor excelso con el simple agregado de unos cuantos trozos de hinojo finamente procesados y unas semillitas de vaya a saber qué, porque ésta no es la introducción al curso necesario para hacerlo sino sencillamente una ventana abierta a la posibilidad de que los vegetales sean algo más que eso que hay que ingerir para balancear la dieta. Algo que hay que saber dar a los niños para que escapen de su destino de consumidores de grasas en locales de comida rápida que están convirtiendo la obesidad en un problema de todos, como tantos otros. Y si además se puede agregar que la ingesta recoleta de estos ingredientes trae la certeza o la ilusión, eso lo sabrán otros profesionales, de estar haciendo lo correcto, lo mejor que se puede por el propio organismo, entonces tal vez sí, tal vez se pueda admitir a los naturistas como magos. A esos seres que con el tiempo parecen ir levando del suelo sólo porque su dieta desprecia las toxinas de la carne –la agresividad que, dicen, lleva escondida como un chasco en su ingesta compulsiva–, los productos envasados –sea en lata o tetra brik, el vidrio todavía puede ser–, los congelados y todos esos que hacen que la comida sea poco más que una recarga de combustible –rápido, por favor– como verdaderos hacedores de milagros, capaces de convertir lo sano en exquisito y lo necesario en elegido.
Es cierto también, y aquí es donde debería caber la confesión de la contraparte, que estos descubridores del corazón de sabores que a simple paladar parecen anodinos, destinados a enfermos o convalecientes, suelen ser dogmáticos, fundamentalistas e intolerantes. Que su desprecio por la maravilla dominguera del asado suele convertirlos en extraterrestres, y ya se sabe lo difícil que puede ser intercambiar experiencias con extranjeros sin ánimo de quebrar sus límites, al menos saltarlos de vez en cuando para no perder el entrenamiento de la aventura. Así es como grupos completos de amigos, familias numerosas y hasta dúos de hermanos pueden dividirse con más encono que clubes de fútbol rivales entre vegetarianos y chatarreros, que es así como se denigra a quienes gozan de las achuras. Es que hay quienes consideran que nada ha cambiado desde Pitágoras e Hipócrates –inspiradores primeros de este sistema de criterios higiénicos y médicos que se basan íntegramente en lo “natural” (?)– y que si una persona no se cura la hepatitis consumiendo arroz yamaní y sopa de algas es porque no pone en ello la suficiente fe. No serán ellos quienes conviertan un montón de vegetales y unos cuantos trozos de pescado –que no, no se pescó con las propias manos– en un manjar propio de quienes se conforten con el tiempo necesario para su preparación, y por supuesto, su degustación. Al fin y al cabo no es necesario darle los votos a la magia para creer que el té de cáscara de naranja amarga es ideal para consumir de noche “porque favorece el sueño y alivia la función hepática” y el de jengibre –cargado, picante– es capaz de subir la presión aun con 40 grados a la sombra.
El secreto del placer lo enuncia Carolina, la dueña de uno de los dos o tres restoranes naturistas que quedan y en los que además se puede fumar en algún sector y tomar vinos sin temor a ser juzgados por bebedores de licuados, es que “se pueden hacer platos que gusten a quienes no suelen consumir alimentos naturistas”. Y como prueba ofrece un “tapeo” en el que las lentejas animan una ensaladita y las aceitunas de la clásica picada, rellenas con queso y rebozadas en avena estallan como amarillos en otoño en cualquier paladar no iniciado. La polenta, en estos platitos, ha perdido fama de llenadora de cualquier olla popular para transformarse en pequeñitos cuadrados con una mota de azúcar negro que todavía se puede coronar con un ajito confitado con semillitas, que sin perder su probada capacidad bactericida trae un regusto exótico y sin culpa por las secuelas del mal aliento. En Artemisia, el restorán de Carolina, la masa no es de harina sino de salmón, o de calabaza, y la albahaca, además de servir para el pesto, ayuda, desde un trozo de hielo alimonado, a limpiar la boca para poder probar una cosita más. Una cosita más que encima hace bien. Las coles para prevenir distintos tipos de cáncer, el ajo a las infecciones, el limón para los virus, la rúcula y todo el resto de los verdes intensos y crudos a la memoria y la fluidez de la sangre. He aquí, entonces, la alquimia; y las ganas de conocer sus fórmulas, la mixtura de los elementos que dejarán de ser lo que son para convertirse en otros, más elegantes, más sabrosos, sin rastros de su destino de dieta obligada por algún mal que no se conforma con medicamentos. Entonces el próximo paseo a la feria municipal puede ser una excursión en busca de coriandro o de jengibre –antes de que su precio termine de trepar las altas cumbres–, de brócolis y zuchinis que, al menos en la primera semana de fanatismo naturista, no serán desechados cuando definitivamente hiedan en la heladera.
El naturismo, dicen los que saben, es una “adaptación inteligente a los imperativos vitales” y una práctica constante “del bien”, entendiendo esto último como lo que contribuye a la mejor “conservación, expansión y reproducción de la vida”. Usted sabrá cómo interpretarlo, cada quien sabe lo que quiere conservar o reproducir. Lo demás es una cuestión de variaciones, que ya lo decían las abuelas, es en donde se encuentra el gusto.

Artemisia está en Cabrera 3877.

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