Lun 03.05.2004

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Mediodías al sol

Por M. D.

Si algo tiene de bueno el otoño es que el sol, al mediodía, se convierte en una caricia suave, casi un abrazo fraterno que envuelve sin asfixiar ni sofocar, trayendo la ilusión de que se puede prescindir de los abrigos, broncearse apenas las mejillas –aunque diez minutos después el sonrojo haya desaparecido como la vergüenza después de los primeros instantes del amor–, entregar la piel a ese calorcito sin pretensiones de infierno, como sucedía hace escasos 30 días. Es el mejor momento, el otoño, para sentarse en las veredas y despejar la modorra con cafecito y diario, para echarse en el pasto de cualquier plaza –o en cualquier otro pasto– completamente vestidos y dejar que el cuerpo presienta lo que va a venir cuando todo sea quietud sobre la tierra. Asados en la terraza sin temor a morir achicharrados, parrillitas puestas a los costados de cualquier ruta sin deseo de sombra ni piletas y vino tinto sin miedo a morir ahogados por caer de cabeza en el primer arroyo cuando el verano es un escándalo de ardor y transpiración. El sol en otoño, al mediodía, es casi como una tregua, un rato de calor antes de que el presagio del invierno sea una sombra sobre la cabeza, un intervalo en el que se agradece haber tenido el buen tino de llevar una remera de manga corta debajo de la maraña de abrigos a que obliga el amanecer. No podría decir que es más brillante el sol en otoño, pero sí que es posible desearlo abiertamente, sin culpa por el cáncer de piel, sin que su presencia exija alguna otra –agua por ejemplo–. Es un regalito efímero y tibio por el que vale la pena escapar de cualquier encierro para concederse esa caricia que permite creer que cualquier cosa es posible (sobre todo la siesta).

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