PSICOLOGíA › ACERCA DE “EL MONSTRUO”, EN LA LITERATURA Y EN LA SUBJETIVIDAD

Frankenstein el poeta

Aquel terror de nuestra infancia, el monstruo, “amasijo de tejidos anónimos”, como tantas criaturas, busca diferenciarse de su creador: “desde el dolor del rechazo” busca su singularidad en la violencia; sin embargo, “habla como escriben los poetas”.

 Por Pablo Fuentes *

“Es como si no hubiese nacido definitivamente, como si siempre estuviese viniendo al mundo de esta vida oscura” (Franz Kafka)

“Un poeta es la cosa más antipoética que existe, porque no tiene identidad, se hace a sí mismo continuamente con distintos cuerpos” (John Keats)

El relato Frankenstein, de Mary Shelley, participa de la modalidad de la literatura narrativa llamada fantástica. En esto coincide casi toda la crítica literaria. Todo cuento fantástico, y el de Mary Shelley es un excelente ejemplo, habla de los límites, de los bordes de lo representable, se pone al borde de otra cosa y enrarece este mundo. Lo fantástico define en términos negativos su relación con las categorías realistas: im-posible, in-forme, in-visible, in-decible, des-conocido, i-rreal. En esta oposición negativa, resuena claramente lo siniestro (Lo siniestro, S. Freud, 1919): se descubre lo que está oculto, y en esta revelación se produce el inquietante deslizamiento de lo conocido en desconocido. Lo uno se transforma en lo otro. Lo siniestro es lo que siempre aparece en un borde, es lo que sólo habita en el umbral. Existe solamente en atención a lo normal y conocido. Toma elementos de lo conocido y los vacía de significación, deja solamente signos vacíos que se empiezan a llenar de otras extrañas sustancias.

Varias bibliotecas de trabajos críticos se nos ponen delante de la lectura de la novela de Mary Shelley. En ese muro de palabras que ha levantado la crítica, podemos leer algunas frases repetidas que hacen referencia a viejos tópicos: novela sobre la inmortalidad, sobre la fragmentación, la omnipotencia de la ciencia, alegoría sobre la derrota de la Revolución Francesa, parodia del gótico, tratado sobre los límites del Iluminismo, documento de un frustrado amor filial, testimonio secreto sobre el incesto, primera novela de cienciaficción, y así. Quizás esta novela sea también todo eso, pero sobre todo, es un cuento de horror. Lo que esas lecturas ponen en evidencia es un eje ineludible: se trata de un texto sobre la disolución de un orden cultural, un orden enmarcado por un fuerte entramado de ideales, un rígido orden simbólico. Y esto se hace mediante un incesante juego de duplicaciones, donde nada se nombra directamente. En el libro todo se duplica y, en cada duplicación, ese orden se degrada y distorsiona hasta la aniquilación.

Y el monstruo pertenece, por origen, a lo más elemental de este mundo: collage de cadáveres (aunque esto no sea explícito en el libro, está sugerido). El monstruo está fabricado con tejidos humanos diversos, materias carnales despojadas de historia y singularidad, los desechos (literalmente) muertos de una sociedad, retazos que no forman unidad. Víctor, al fabricar su monstruo, se guió por un artesanal principio de practicidad (por eso la criatura mide casi dos metros y medio). El producto final, en su imagen, apenas puede disimular su origen fragmentario: de allí su horror visual y el espanto de su aspecto desnaturalizado. Lo que debería estar muerto, vive.

Esta criatura fabricada es una figura de una espesa materialidad, destinada a la trascendencia o a la inmortalidad de su creador, pero resulta sólo una sátira grotesca, producto de un egocéntrico dios menor. Fracaso de un ideal positivo, angélico, asexuado y celestial en su belleza, la criatura no es más que un ángel caído de una mesa de disección, primera víctima de la razón instrumental, mezcla de optimismo iluminista y fundamentalismo ocultista, encarnada por Víctor en sus iniciales entusiasmos.

La animación del monstruo es producto de la ciencia del padre, sí, pero más bien es producida por otro, encarnado por la heterogénea biblioteca de Víctor, donde se entreveran filosofía natural, medicina, galvanismo y alquimia. El monstruo es hijo de los libros, antes que de las torpes manos de su presunto creador. Víctor es presentado como mejor lector que anatomista. Y esta biblioteca se duplica y confronta con la biblioteca de los De Lacey, donde están los textos que forman al monstruo como sujeto, con autores como Plutarco, Goethe y Milton. Lista de libros que forman el manual de obstetricia del monstruo y que también está en el núcleo de su origen como sujeto: inverosímilmente, el monstruo aprende la humanidad escuchando y leyendo libros. Aprende demasiado rápido, porque es un prodigio, es un monstruo, y está ávido.

El Frankenstein de Mary Shelley es, en definitiva, un texto materialista sobre la infiltración de una materia extraña en un mundo perfecto, gobernado por ideales de orden. Pero la materia emerge no del exterior, sino del propio interior de ese pulcro mundo, organizado en torno de un entrelazado de novelas familiares intachables (los Frankenstein, los De Lacey), que se corroen y disuelven.

Desde su educación, en su aventura, el monstruo también busca la desemejanza respecto de su creador. Desde el dolor de la anonimia y el rechazo, descubre que su propia singularidad pasa por romper espejos. Y a eso se dedica; en estado permanente de tensión irresuelta, busca liquidar y perpetuar, a la vez, el juego de duplicaciones, quebrar y seguir soldando el tegumento que lo liga a su hacedor. Y lo hace con la violencia de su acto: mata al mejor amigo de Víctor, a su hermano, a su hermana-novia en la noche de bodas. Todos, dobles metaforizados de su hacedor. El monstruo se encarga quizá del deseo de transgresión de su propio creador, en el intento escapar de la captura imaginaria que le niega un nombre y una historia.

Sin nadie que lo nombre, que le done un linaje, el monstruo busca la significación de su existencia a través del verbo, pero capturado como una paloma: desde la oscuridad, en el mero lugar de espectador de la plácida vida de los De Lacey, la criatura ve la escena del sentido enmarcada en una ventana; la vida se transforma, entonces, en una escena, y su propia historia –como lo sabrá Walton después– en un cuento que tiene también como objeto seducir a su creador para que él mismo conceda fabricarle una esposa-hermana, como la propia Elisabeth, para procurarse luego la gestación de un nuevo mundo que no sería más que la reproducción paródica y grotesca del mundo gobernado por el ideal y el símbolo de Víctor. La negativa de éste a prolongar mediante una nueva y monstruosa creación la propia endogamia no hace más que precipitar el acto criminal del monstruo, el intento desesperado de soltar de cualquier forma la atadura del juego de dobles. Le propone entonces a Víctor un pacto para que se haga Padre de una vez, le propone la creación de una hembra monstruosa como él. Cumplido ese acuerdo, ambos se reconocerán como Padre e Hijo. Cumplido su derecho, el hijo liberará al padre de su condena. Este pacto tiene entonces estatuto de contrato. Víctor, sin embargo, rompe ese contrato y precipita en el monstruo el otro acto, el letal, el que termina en un literal y extremo acto de justicia ante el derecho negado. El monstruo corrige y reescribe la novela familiar de Víctor con sus crímenes. En su novela, Mary Shelley hace realidad anticipadamente el sueño de Rimbaud, yo es otro, pero literalmente, y en una ceremonia interminable, de puro travestismo y horror.

Y ya se sabe: el fin del doble es el propio fin, no se existe sin ese otro de pesadilla. Lo verdaderamente transgresivo de Frankenstein es mostrar ese irresistible derivar hacia un goce de fusión y de disolución de los límites, anterior a todo posible goce sexual. El juego de duplicaciones nunca se cancela en la novela. El fracaso pasa por una imposibilidad: Víctor quiere, pero no puede matar a su demonio; el monstruo tampoco puede acabar con él. Ambos terminan en un trágico acto final, en la soledad y el frío de una región estéril y se unen finalmente en la muerte. Víctor muere y el monstruo se prepara enseguida para inmolarse en el fuego, hará su bautismo en las llamas, que le darán finalmente su nombre.

Piedra que habla

Se nos presenta una piedra con la incuestionable presencia de su materialidad, pero esta piedra habla. Nada más temible que una piedra parlante, porque entonces desea. ¿Y cuáles son los anhelos de una piedra? ¿En qué piensan, con qué sueñan los minerales? ¿Queremos realmente saberlo? El libro de Mary Shelley pone en evidencia la impotencia del espíritu para trascender la materia. “Lo real es el cuerpo que habla”, recuerda Lacan, pero ya no una palabra sostenida por un cuerpo, sino más bien unos tejidos que parlotean y que, por lo tanto, crean una forma de escritura disruptiva, artificial. Un cuerpo bestial que no puede dejar de hablar, y cuando no habla, mata. Frankenstein es el relato de la escritura de un cuerpo, de su incesante y fracasada reescritura, de cómo la materia adviene, literalmente, sujeto.

La criatura de Víctor habla como si estuviera escribiendo (en el original inglés, emplea el anacrónico thou, en lugar del coloquial you), su lengua es un artefacto creado por palabras de otros, con fragmentos de escucha. Enmarcada por la experiencia del dolor, su lengua ya es una jerga separada. No puede comunicar, Víctor no lo entiende, los De Lacey lo rechazan. El engendro habla como si escribiera, habla como poeta. El monstruo, amasijo de tejidos anónimos, en busca de nominarse termina siendo una voz escrita que apenas puede dar cuenta de sí. Palabra de poeta, mirada plana de cadáver, el monstruo no puede ligar mirada con enunciación. Nadie puede escuchar lo que es ahora una pura palabra. O eso, o la mirada de los otros que quedan fascinados por el horror de ese cuerpo.

El monstruo habla como poeta. Si atendemos el largo relato que la criatura hace a Frankenstein sobre sus desventuras y su ingreso al universo de lo humano, verificamos eso. Su lengua artificiosa, hecha más en la escucha de libros que en la conversación, remite necesariamente a una suerte de texto sonoro que tiene la forma de una gramática especial: su relato es una pura invención, el monstruo cuenta cómo se creó a sí mismo y en el proceso de referir esto a su supuesto creador, termina de constituir la obra de sí mismo.

De su cuerpo hecho de fragmentos enajenados en la ciencia, en los textos de un padre-madre reticente y destructor, el monstruo re-crea un nuevo texto, reescribe su cuerpo y lo vuelve a engendrar, se fabrica un cuerpo nuevo que es, de alguna forma, otra vez una versión duplicada y paródica. Ya no el cuerpo de un científico, sino el de un artista. El es su propia creación.

El arte suele trabajar el tema del cuerpo desde la perspectiva de una erótica del dolor, pero no como el cuerpo legislado de las instituciones, ni el cuerpo mensurado de la ciencia, sino como el cuerpo en reescritura permanente de la poesía. El dolor como lo real del cuerpo que habla, como lo real de la pulsión que regresa como resto de la operación sublimatoria. Los bordes de la representación, que los artistas siempre merodean, balbucean, en este grito del cuerpo que duele sin palabras: gritos de Guernica, de Munch, de Bacon.

Los artistas, los poetas, crean nuevos objetos que lanzan al mundo y que viven más allá de ellos. Del lado de los monstruos, los artistas escriben o dibujan en una superficie corporal el trazo de un nuevo sujeto. Los ejemplos abundan respecto de aquellos que han sido creados por su propia obra: desde el Joyce de Lacan, el fugaz Rimbaud, Artaud y su invención de una nueva lengua que se filtra en sus últimos textos, Alejandra Pizarnik y su llamado vano a la obediencia del lenguaje: “Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos”.

Como recuerda la frase de Keats, en el epígrafe de este trabajo, el cuerpo del poeta es todos los cuerpos. En la carta a la que hace referencia la cita, John Keats, el poeta romántico inglés cercano en afecto e influencia al círculo de Mary Shelley, Percy y Byron, y el mejor y más grande de todos ellos, recuerda cómo la escritura poética desliza al poeta de su propio cuerpo y lo hace entrar en otros cuerpos, quizás usurparlos, y, por lo tanto, entrar en otros mundos. Por su escritura, el poeta se convierte en lo todo lo existente y, en su mismo trazo, deviene en lo que aún no existe. En definitiva, se transforma en monstruo: crea y se crea a sí mismo, para horror de un mundo gobernado por el símbolo.

* Extractado del trabajo “Lección de tinieblas. Frankenstein o la poética de lo monstruoso”, presentado en el ciclo “Frankenstein: la ciencia del padre, la invención del hijo” de Nota Azul.

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El monstruo de Frankenstein, encarnado por Boris Karloff. En 2008 se cumplen 190 años del libro.
 
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