SOCIEDAD › FRANCISCO WICHTER, EL UNICO SOBREVIVIENTE
DE LA LISTA SCHINDLER QUE RESIDE EN ARGENTINA

“Sobrevivir para contar la historia”

Fue uno de los obreros judíos de la fábrica de Oskar Schindler que salvó su vida tras perder a su familia y pasar por distintos campos de trabajos forzados. Tras la guerra, se instaló en Argentina donde, muchos años después, en 1993, se reencontró con Emilie Schindler y fue su amigo casi hasta su muerte.

 Por Luis Bruschtein

Francisco Wichter es el único sobreviviente de la Lista Schindler que reside en Argentina. Luego de que su familia fuera exterminada por los nazis alemanes y polacos, y de pasar por sucesivos campos de trabajo forzado, fue llevado a la fábrica que Oskar Schindler había montado en Checoslovaquia y que inspiró la película de Steven Spielberg. Durante muchos años no pudo dar testimonio del genocidio realizado por los nazis y del que fue víctima su familia. Hasta que el reencuentro con Emilie Schindler en Argentina desató la necesidad de dar testimonio. “No es fácil hablar de esa historia, remover tanto dolor, muchos no pueden hacerlo”, afirma. En el prólogo de su libro Undécimo mandamiento señala: “Me llamo Francisco Wichter, Faivel es mi nombre en idisch. Mi número de condenado fue 105.262 KL. Soy judío, creo en los diez mandamientos. Pero en el horror que me tocó vivir, supe que hay uno más: ‘Sobrevivirás’. Esa fue mi consigna y la de todos nosotros. Esa fue la fuerza que nos sostuvo y la que sostiene la historia increíble que voy a contar”.
“Vamos a elegir diez de ustedes para que se oculten en el sótano cuando llegue el momento fatídico, ustedes son los más aptos para sobrevivir y tienen que hacerlo para contar esta historia”, me dijo mi madre luego de que los adultos se reunieran. Al otro día se los llevaron y los mataron y allí empezó esta historia. Yo nací en Polonia, fui un ciudadano polaco, nací cerca de Lublin, una ciudad pequeña donde vivía mi abuela. La guerra empezó cuando yo tenía 13 años cumplidos.
–¿Usted recuerda cuándo llegaron los alemanes?
–Primero fueron los bombardeos, se veían los aviones y nuestra ciudad, nuestro pueblo, Markúsev, fue totalmente destruido porque estaba sobre una carretera que llevaba de Varsovia a Lublin. Para llegar a nuestro pueblo tardaron más o menos dos semanas. No hubo casi resistencia del ejército polaco, no estaba preparado.
–¿Y cómo llegó a los campos de concentración?
–Cada uno tiene su historia. Vivíamos en una aldea de campesinos, donde mi padre, que era zapatero, tenía su clientela, porque el trabajo de zapatero era de temporada, empezaba en otoño y se cortaba en marzo, después ya no tenía trabajo. Fuimos a vivir ahí. La historia de la entrada de los nazis en la guerra empezó en el otoño del ‘43, eran los últimos actos del genocidio, era uno de los últimos pueblitos de judíos que todavía estaba casi intacto en ese sentido, aunque ya habían pasado muchas cosas. El genocidio no se pudo hacer en un día, el infierno nazi llevó hasta seis años de duración.
–¿Usted perdió a su familia en ese momento?
–Sí, eran las fiestas judías. Tres días antes de la Fiesta de la Torá, que es un festejo de alegría, fusilaron a mi padre. Lo acusaron de cualquier cosa, los nazis quisieron hacer algo propagandístico. Lo detuvieron cuando llevaba un ternero al mercado. Nos dieron cinco minutos para que alguien de la familia hablara con él. Mi madre no pudo y fui yo, que era el hijo mayor. Lo vi encadenado, no se podía parar. Me preguntó por la familia y me dijo: “Sos el hijo mayor y ahora tenés que ser el jefe de la familia”, ¿qué podía hacer? Al día siguiente lo fusilaron.
–¿No tomaron represalia con la familia?
–Al otro día recibimos la orden de dejar el pueblo y concentrarnos en una ciudad cercana a seis kilómetros, adonde convergieron judíos de todas partes. Estábamos en la casa de un primo. Nadie hablaba nada, todos presentían que iba a suceder algo grave, porque ya sabíamos lo que pasaba en Polonia. Las casas tenían una especie de sótano para almacenar los tubérculos, porque el frío quemaba todo. A la tarde vinieron los mayores y hablaron entre ellos, mi madre y un tío nos dijeron que diez de nosotros nos ocultaríamos en el sótano. A la mañana siguiente era la Fiesta de la Torá. Era bien temprano, todavía estaba oscuro y se empezaron a escuchar los gritos, los motores de camiones. Bajamos diez al sótano, una hermana mía, dos primos, parados, era un refugio provisorio. Empezó un infiernoarriba que duró hasta la una de la tarde, gritos, corridas y después un silencio sepulcral. Allí permanecimos hasta la noche. Salimos y nos dispersamos, no había nadie en la ciudad, todo oscuro, ni un alma, se habían llevado a todos los judíos. En el centro del pueblo, donde vivían los judíos, no había nadie. Fue la última vez que vi a mi madre con sus hijos, mis hermanos más pequeños, a su alrededor y allí fue cuando me quedé solo, me quedé huérfano.
–¿Y cuánto tiempo estuvieron rondando en ese pueblo fantasma?
–No teníamos adónde ir, estuvimos andando por ahí, buscando dónde, cómo vivir y comer, estuvimos un mes en el bosque. En el camino encontramos algunos judíos que llegaban de distintas partes. Nos enteramos de que en la misma ciudad donde estaba el templo se estaban juntando sobrevivientes como nosotros, que buscaban otros destinos y que allí se había formado un campo para trabajos forzados. Era diferente al campo de concentración, allí teníamos nuestra ropa, nombre y apellido, en el campo de concentración hay un uniforme a rayas y números. Nos concentramos allí. Hicieron una especie de alambrada, pero no había nadie que nos cuidara. Los alemanes esperaban que llegaran más judíos para agarrarlos.
–¿Y no se podían escapar a algún lado?
–No había adónde ir, a los polacos no les interesaba, no se metían. Allí en el campo salíamos a trabajar, hacíamos lo que nos decía el municipio, nadie pagaba esos trabajos, hacer zanjas, arreglar esto o lo otro. Algunos tenían algún dinero y se podía salir a comer porque no nos cuidaba nadie, era una especie de trampa. No tuvimos dónde ir. Una tarde llegué del trabajo, lloviznaba y estábamos hambrientos y nos contaron que habían llegado oficiales de las SS, miraron el campo, recorrieron todo y se fueron. Me pareció raro. Esa noche decidimos con mis primos dormir en el bosque. Mi hermana no quiso acompañarnos. A la madrugada escuchamos el ruido otra vez, la fusilería, ahí se terminó todo. Mi hermana cayó allá, dejaron los cadáveres en una fosa común en las letrinas. Se llevaron los aptos para el trabajo y mataron a los demás. Nos quedamos un mes en el bosque. Pasaron algunas cosas desagradables. Estuvimos en casa de un guardabosque mientras tuvimos algún dinero. Después de un mes se nos acabó y estuvimos tres días sin comer. Por el camino pasó un hombre que era reparador de calzado y a veces trabajaba con mi padre. Me contó que en las afueras de la ciudad de Opole se habían concentrado 18 mil judíos que habían sido expulsados de otras ciudades, muchos venían del gheto de Varsovia. “Si tengo que morir, quiero morir entre judíos”, me dijo. Mis primos se quedaron y yo lo acompañé. Eran 50 kilómetros. Caminamos toda la noche hasta que llegamos al campo. Allí me encontré con muchos judíos que se habían llevado del pueblo varios años antes y que nadie sabía dónde estaban. Ellos habían construido el campo, que se llamaba Poniatosk.
–¿Cómo fue que llegó hasta la fábrica de Oskar Schindler?
–Bueno, el Ejército Rojo ya estaba cerca. Nosotros trabajábamos en un campo cerca de Lublin, el campo de Heinkelberg, en una fábrica de aviones de guerra. Goebbels necesitaba gente para sus fábricas y nos habían mantenido con vida. Nos evacuaron. De allí recorrimos bastante, pasamos por otras ciudades, hasta llegar al campo de Plasciov, donde estaba el comandante Goeth, en un suburbio de Cracovia. El campo estaba sobre un cementerio judío con las tumbas abiertas. Ahí estuvimos dos semanas, éramos más de 600, teníamos que trabajar en esos hornos donde llevaban los cadáveres para quemarlos. Allí escuchamos hablar de Schindler, los de Cracovia sabían quién era, pero nuestro grupo no. Hablaban bien de él, decían que estaba haciendo una lista porque iba a abrir una fábrica en Checoslovaquia y nosotros estábamos en la lista porque teníamos oficio, veníamos de una fábrica de aviones y éramos aptos. Allí empezó la historia de Schindler, éramos 1200, mil hombres, 200 mujeres.
–¿Usted conoció a Oskar y Emilie Schindler en la fábrica?
–Sí, los conocí a él y a ella. —¿Para usted la situación mejoraba al salir del campo para trabajar en la fábrica?
–Fue el destino, nosotros no elegíamos. Pero para nosotros fue como llegar a un oasis en medio del desierto. El trato era diferente, no pasábamos hambre y no teníamos a los nazis encima porque él no lo permitió.
–¿Oskar Schindler los protegía de los nazis?
–A muchos no les gusta porque era del partido nazi, pero no era de escuela nazi. El estaba en la Abswehr, que era el espionaje y contraespionaje. Antes de la anexión de Austria y los Sudetes, trabajaba allá, porque tanto Oskar como Emilie eran oriundos de Checoslovaquia, eran alemanes, pero eran de los tres millones de alemanes que vivían en los Sudetes.
–¿Cómo había surgido la idea de la lista?
–No fue solamente de Schindler, fue un comité internacional judío que estaba en Hungría y en Estambul. Dos personas de Hungría fueron a visitarlo a Cracovia porque había trascendido que tenía buen trato con los judíos que tenía bajo su mando. Vinieron a visitarlo, Emilie me contó después.
–¿De qué trabajaba en la fábrica?
–La verdad, de los 1200 que éramos, muchos no teníamos qué hacer. Yo no tenía trabajo, tuve que inventar uno. La fábrica podía funcionar perfectamente con 500 obreros. Las 200 mujeres nunca trabajaron, no tenían nada que hacer. Hicimos un grupo de doce personas para limpiar el campo y hacer carga y descarga. Nos tocó una buena tarea de llevar carbón a la usina. Porque la fábrica tenía usina propia, estaba bien montada, era una ex fábrica judía, una fábrica grande, tenía calefacción en invierno. Entonces llevaba papas a la cocina, elegía dos papas largas y me las ataba a la rodilla, debajo del pantalón. Aunque no pasábamos hambre, podíamos compartirlas con los demás.
–¿Oskar Schindler les salvó la vida?
–Hizo todo lo que pudo, pero nuestras vidas pendían de un hilo. Estuvimos trabajando hasta el 7 de mayo a la noche. Ese día fue la rendición de los alemanes. Pero no sabíamos nada, sabíamos que algo pasaba afuera, pero nada más. El sabía porque tenía radio, pero no quiso decirnos para no inquietarnos. Veíamos en la ruta un movimiento inusual de camiones del ejército. Antes del fin de abril había llegado un telegrama dirigido al jefe nazi del campo. Pero llegó a la oficina de Oskar Schindler, no del militar. Era una orden del campo central para eliminarnos. Los empleados eran judíos amigos suyos, varios abogados, uno de ellos, que fue juez de la Corte Suprema de Israel después, falsificaba los documentos para que enviaran más provisiones. Oskar abrió con vapor la carta donde decía que el primero de mayo el campo ya no tenía que existir. No entregó la orden. Invitó al oficial, habló con él, le ponía una mesa bien servida, como sabía Schindler, tenía vodka y empezó a emborracharlo y le habló de que se avecinaba el final y poco a poco lo convenció. El 4 de mayo el comandante se escapó. Quedó en su lugar un hombre mayor que no tenía experiencia y tampoco se le entregó el telegrama. No había un contrato de que íbamos a sobrevivir, pero él hizo todo lo posible.
–¿Cómo se enteraron ustedes de que había terminado la guerra?
–En la noche del 8 al 9 de mayo tuvimos una especie de ceremonia, se fueron Oskar y Emilie, antes se despidió y trató de calmarnos, nos pidió que no saliéramos a atacar a gente inocente. Fuera había solamente mujeres y niños, los hombres se habían ido al ejército. Nadie pensaba en eso, aunque algo pasó. Mataron a un capo alemán que habían traído de Aushwitz junto con las mujeres, tres meses después de que llegáramos nosotros. El 8 de mayo, los hombres lo colgaron. Los rusos llegaron al día siguiente. Llegó uno solo a caballo, sería un cabo. Había algunos judíos comunistas que hicieron un festejo con él, pero la mayoría estaba quieta, ¿qué estaban festejando?, ¿que habíamos quedado todos huérfanos? Ese día nosalimos del campo, recién al día siguiente. Salimos cuatro, no sabíamos cómo nos iban a recibir afuera. Empezamos a caminar, pero no había nadie en la calle. Cuando volvimos había un camión del ejército ruso cargando unas cosas y nos pidieron que los ayudáramos. Así lo hicimos y nos ordenaron que regresáramos al día siguiente. “¿Qué vamos a hacer -pensamos–, fuimos esclavos de los nazis, y ahora tenemos que trabajar para los rusos?” Discutimos y fuimos para Cracovia, estuvimos dos semanas y nos dimos cuenta de que allí no había nada que hacer; muchos judíos sobrevivientes fueron asesinados después de la guerra en Polonia. Había mucho antisemitismo.
–¿De allí, adónde fueron?
–Bueno, no es que fuimos solos, la Agencia Judía nos ayudaba. Fuimos en un tren de carga, sin apuro. Cuando cerró la fábrica, cada uno recibió un presente. Schindler nos había dado un corte de tela y conseguimos algo de plata. Llegamos a Roma, había campos para los judíos, pero yo no quería ir a ningún campo y entre varios alquilamos una habitación, allí conocí a mi esposa y nos casamos. Ella tenía visa para ir a Estados Unidos, pero nos enamoramos y se vino a la Argentina, donde vivía una tía mía. No daban visas para Argentina. Me rechazaron dos veces, pero los paraguayos se avivaron y vendían permisos. Viajamos de Roma a Génova y de allí a la Argentina, pero como había revolución en Paraguay, tuvimos que entrar por Paso de los Libres, otra vez clandestinos, sin documentos, sin plata y sin oficio. Era el 4 de julio de 1947.
–Y acá, ¿cómo se las arregló?
–Casado, sin dinero, sin lugar donde dormir, porque mi tía vivía en un conventillo en una habitación. Tenía 20 años. Aprendí un oficio. El cuero me era familiar por el trabajo de zapatero, las herramientas, el martillo, los cuchillos y demás. Estuve trabajando un año y medio, pero ya no quería trabajar para nadie, estaba cansado, no quería recibir más órdenes de nadie y me puse a trabajar en la casa. Empezamos con un taller chiquito en la Paternal.
–¿En todo ese tiempo no supo que los Schindler estaban viviendo en Argentina?
–Algo sabía, pero eran como rumores y no sabía si habían vivido aquí y luego se habían ido. Vi a Emilie por primera vez en el año ‘93 en el noticiero de Canal 7. La reconocí en seguida pese al tiempo y me asaltaron todos los viejos recuerdos. Pasé mal esa noche. La fui a visitar muchas veces. Me costó ubicarla, pero bueno, al final pudimos reunirnos en un acto de la AMIA. Emilie era una mujer muy sencilla, una mujer de campo. Ella había acompañado a su esposo en la fábrica pero no había sido una presencia decisiva en la historia. Y como la pareja no terminó bien y ella criticó en público a su marido, muchos de los sobrevivientes no le tenían simpatía. En el acto me acerqué y le dije que era sobreviviente de la Lista Schindler. Vino a mi casa varias veces, la llamaba todas las semanas.
–¿Ninguno de los dos, Oskar y Emilie, tenían algo de rechazo a los judíos en aquella época en que el antisemitismo se había extendido tanto en Alemania?
–No, para nada. Yo he tenido que defenderla muchas veces ante otros sobrevivientes que no pueden creer que un alemán hubiera hecho eso. Nunca entraron en eso, porque no estaban en ese ambiente. Ellos vivían en Checoslovaquia, que era diferente. Los checos son diferentes a los polacos y a los ucranianos, no tenían odio. Yo creo que lo hizo por agradecimiento, porque cuando se hizo cargo de la fábrica, él no sabía nada de nada, vendía motores eléctricos con su padre. Entre nosotros, en la lista, había dos ex dueños de la fábrica, dos hermanos, él los protegía y se hicieron amigos. El siempre gastó todo lo que ganó y creo que con la fábrica perdió plata.
–¿Pudo despedirse de ella cuando viajó a Alemania, antes de morir?
–No pude, me avisaron cuando estaba en Ezeiza. Ella no quería viajar, quería volver a su casa, pero la gente que la rodeaba pensaba lo contrario. No sé si fue lo mejor.
–¿Usted sintió que la muerte de Emilie cerró ese capítulo de la historia que fue la Lista Schindler?
–Y bueno, esa fue una de las historias que me tocó vivir. Pese a todo estoy conforme con mi vida. Hasta donde llegué y lo que pude hacer. Porque pude cumplir el legado que me dio mi madre. Hay mucha gente que no puede contar esta historia, el dolor los hace llorar o les cierra la garganta. Soy el último sobreviviente de los diez que eligieron para salvarse. Y sobreviví, como me pidió ella, para poder contar esa historia.

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