Dom 18.09.2016
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EVOLUCIóN DEL SALARIO REAL

El serrucho en el tobogán

El salario real de los trabajadores formales no ha podido alcanzar el nivel de 1974 en un ciclo de más de cuarenta años con muy fuertes alzas y bajas.

› Por Enrique M. Martínez *

Tal vez simplificar los números ayude al lector con interés en la política pero sin la misma vocación para meterse en la red de la macroeconomía. Nadie se sonrojará si tomamos el salario real como medida principal de la bonanza popular. Muchos se sorprenderán, sin embargo, si se pone el acento en destacar que el mayor salario real en la Argentina fue el de 1974. Además, en este momento estamos transitando por el quinto ciclo desde entonces, en que se produce una brusca caída, como consecuencia de una devaluación y la aplicación del correlativo paquete de medidas liberales. A esa caída le sucede una recuperación, una suerte de “rebote en el fondo”, cuando el salario llega a un nivel tan bajo que afecta el mercado interno de un modo que resulta inaceptable hasta para los grupos controlantes. Sin embargo, esa recuperación está tan controlada por factores de poder cada vez más concentrados, que en ningún caso se logra siquiera volver al punto anterior a la última caída.

Visto gráficamente, desde 1974 se construyó un serrucho, pero montado en un tobogán. El salario real de 2011/2013 —el mayor del período de gobierno anterior— fue el 89 por ciento del máximo salario del menemismo, que se dio en 1995. A su vez, fue el 70 por ciento del máximo salario del gobierno de Raúl Alfonsín, que se dio en 1985. Y finalmente, fue apenas el 60 por ciento del salario real de 1974. Durante los doce años del gobierno kirchnerista, en definitiva, el logro fue recuperar el salario real de 16 años atrás (1999).

Cuando termine la nueva plaga neoliberal, estaremos seguramente bastante por debajo del máximo nivel alcanzado por el gobierno de Cristina Kirchner. La pregunta pertinente es: ¿qué meta nos hemos de plantear? ¿Recuperar los valores de 2013? ¿De 1995, de 1985 o de 1974? Para llegar a este último deberíamos más que duplicar el salario real que nos deje la ortodoxia.

Deberíamos concluir rápidamente que para un objetivo tan sensato habrá que apelar a una política que supere a las paritarias libres y la inclusión por ingresos de los que no tienen trabajo o trabajan con muy baja productividad. Esa política debe perder el respeto a varios dogmas de la ciencia económica vigente. El primero es la hegemonía del capital, que convoca a interminables debates entre liberales y progre sobre si vendrán capitales a salvarnos o no.

Ni uno solo de esos debates investiga una hipótesis de desarrollo basada en la preeminencia del trabajo, colocando al capital en un papel subsidiario. Si nos animáramos a romper el corsé, emergerían las ineficiencias sociales groseras, acompañadas por las asignaturas comunitarias pendientes, fruto de ordenar nuestra vida en función de la rentabilidad del capital, en lugar de atender un menú ordenado de necesidades comunes.

Descubriríamos que podemos generar la energía en nuestros techos; que podemos comprar nuestros alimentos o nuestra vestimenta directamente a productores; que podemos cuidar a nuestros ancianos enfermos ayudados por vecinas entrenadas; que no necesitamos plantas de tratamiento cloacal de millones de dólares; que si habilitamos tierra urbana al costo a partir de tierra agrícola, millones de compatriotas podrían tener su lote y construir en él como hicieron nuestros padres o abuelos.

Todo eso mejoraría enormemente la cantidad y calidad de trabajo en la comunidad. Sin necesidad de subsidios. Simplemente cambiando la mirada de ejecución de los planes de inversión pública y privada. Dejaría a su vez a los gobiernos en condiciones de entender cómo integrar las cadenas de valor industriales clave, con nuestros recursos y saberes disponibles. No vale la pena seguir. Antes de subir la cuesta, hay que dejar de bajarla.

* Instituto para la Producción Popular

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