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Domingo, 7 de octubre de 2007

EL BAúL DE MANUEL

 Por Manuel Fernández López

El gen económico

Por cierto que la sociedad que nos contiene –en la que los menos extraen sus recursos ultimando a sus semejantes, los más forman sus ganancias comercializando a precios asesinos, y a la autoridad no le importa distinguir entre mentira y verdad– es gravemente conflictiva y no puede esperarse que la economía de tal sociedad lo sea menos. ¿Por qué nuestro grupo social es tan hostil hacia sus integrantes? Si cabe llamar “gen” a los ingredientes de este cóctel tan inestable, subrayo que muchos rasgos de nuestra vida social actual ya aparecieron en anteriores sociedades, no igualitarias ni republicanas o democráticas. En estos días me tocó vivir cómo cada municipio bonaerense opera como un feudo, donde cualquier distraído automovilista puede ser atrapado como mariposa por una red, y ver secuestrado su auto por una razón falsa, a la manera de los peajes medievales que motivaron la expresión laissez passer (dejad pasar). Juzguen ustedes si nuestro sistema de renovación de autoridades se parece o no al de los principados alemanes, donde un Gran Elector señalaba con el dedo a quien le iba a suceder en el trono. Vean también si el uso de los fondos públicos no es el que propiciaba Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII, donde el príncipe fijaba sus ingresos de acuerdo con lo que él pensaba gastar, y no al revés, fijar los gastos según lo que podía percibir. Estos casos acaecieron en unos lados y en otros no. Pero en todos los países europeos nunca la tierra fue del que la trabajaba, sino de algún príncipe, aristocrático o monacal. ¿Ocurrió de otro modo con nuestras mejores tierras? Acaso la mayor diferencia es que los dueños no fueron aquellos príncipes, sino éstos, los príncipes del dinero. Nunca el país se dio una “Ley del hogar”. ¿Cómo se poblaron campos y ciudades? ¿Con seres humanos, sin más? ¿O siguiendo una prolija política discriminatoria, expuesta en obras liminares, por los padres del aula y de la Constitución? Sólo les faltó –como cuando se busca vender un auto usado, aclarar “nunca taxi”– escribir “nunca africanos”, “nunca asiáticos”. En la vieja Europa el estado llano no elegía a su gobernante. El soberano no era el pueblo, sino el rey. Aquí fueron modelos imitados el fascismo y el falangismo, y en efecto hubo presidentes que se creyeron Mussolini o Franco. Lo que hoy somos se enraíza en modos de ser que el mundo ya conoció y desechó, y reemplazó por otros mejores.

El intercambio desigual

En el 1800 los escritores rioplatenses más lúcidos (Cerviño, Moreno) opinaban que el atraso local se debía a la falta de intercambio. La exportación de los productos del suelo a mercados donde se vendieran a buen precio sería una fuente inagotable de riquezas. En 1950 el más lúcido autor argentino acusaba al intercambio realizado por no haber rendido al país los frutos que se esperaban de él: “La realidad está destruyendo en la América Latina aquel pretérito esquema de la división internacional del trabajo que, después de haber adquirido gran vigor en el siglo XIX, seguía prevaleciendo doctrinariamente hasta muy avanzado el presente. En ese esquema a la América Latina venía a corresponderle, como parte de la periferia del sistema económico mundial, el papel específico de producir alimentos y materias primas para los grandes centros industriales. No tenía allí cabida la industrialización de los países nuevos. (...) La discusión doctrinaria, no obstante, dista mucho de haber terminado. (...) Es cierto que el razonamiento acerca de las ventajas económicas de la división internacional del trabajo es de una validez teórica inobjetable. Pero suele olvidarse que se basa sobre una premisa terminantemente contradicha por los hechos. Según esta premisa, el fruto del progreso técnico tiende a repartirse parejamente entre toda la colectividad (...) Mediante el intercambio internacional, los países de producción primaria obtienen su parte en aquel fruto” (Raúl Prebisch). Nuestros primeros economistas creyeron que, con buena y abundante tierra, el intercambio estaba asegurado. Pero la tierra no es materia de intercambio, sino sus producciones, y para llevar esos productos al mercado de ultramar hacen falta medios de transporte (ferrocarriles y puertos), instalaciones y equipos rurales, y mano de obra competente para labrar la tierra. Capital y trabajo, dicho brevemente. Y el que aporta el capital, más que el que aporta tierra, es el que controla la producción y la encamina a sus propios fines. De ahí que Inglaterra pudo considerar a la tierra a la que le exportaba capital como una virtual prolongación de su propio territorio: “Inglaterra halló conveniente producir trigo y carne (y con ese fin exportar capital) en la Argentina” (J. Henry Williams, The Theory of International Trade Reconsidered, The Economic Journal, v. 39, Nº 154, junio de 1929).

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