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Domingo, 11 de noviembre de 2007

EL BAúL DE MANUEL

Cárceles y horror

En la segunda mitad del siglo XVIII, diversos economistas orientaron sus reflexiones a dilucidar las condiciones para una sociedad mejor, o más deseable, por lo que sus escritos eran una forma de economía normativa. Una sociedad sería mejor si el crimen no existiera, o al menos fuera castigado de manera adecuada. El tema del delito y su castigo no estaba, pues, excluido de sus pensamientos. Bentham proyectó un panóptico, o cárcel perfecta. Mercier de la Rivière fundó el orden social en la fórmula “propriété, sûreté, liberté”. La conocida fórmula del artículo 18º de la Constitución Nacional, “las cárceles... serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”, nunca modificada, no la debemos a Alberdi, ya que está presente en los precedentes constitucionales desde 1811. Tampoco la debemos a Juan H. Vieytes, como ha opinado H.A. Cordero, ya que el patriota argentino la halló en las cartas de Valentín de Foronda sobre economía política y leyes criminales, publicadas hacia 1789 (“leyes criminales” era sinónimo de “penología”). Allí Foronda se revelaba como un persuasivo divulgador del principal libro de Mercier, El orden natural y esencial de las sociedades políticas (1767), quien incluía el tema de las cárceles –y por tanto la penología– en la “sûreté” (hoy nombre de la policía secreta francesa). El tema no es menor, ya que el paso de la edad moderna o de los absolutismos a nuestra edad contemporánea se marca por el día del ataque a una prisión, donde reyes y ministros encerraban a sus enemigos políticos. Ni tampoco parece todavía resuelto en los términos que exige la Constitución, a juzgar por las varias decenas de presos muertos en un mismo día en una cárcel de Santiago del Estero. Varios patriotas se inspiraron en Mercier: Manuel Belgrano, poco antes de la gesta del Exodo Jujeño, llamó alistarse a los ciudadanos de 16 a 35 años: “Cuando el interés general exige las atenciones de la sociedad, deben callar los intereses particulares; éste es un principio que sólo desconocen los egoístas, los esclavos y que no quieren admitir los enemigos de la causa de la patria; causa a que están obligados cuantos disfrutan de los derechos de propiedad, libertad y seguridad en nuestro suelo, debiendo saber que no hay derecho sin obligación y que quien sólo aspira a aquél, sin cumplir con ésta, es un monstruo abominable” (14 de julio de 1812).

Mercier de la Rivière

Ortega y Gasset expresó: “La claridad es la cortesía del filósofo”. Cabe suponer que el pensador español –gran lector de los textos más crípticos–- sentía gran placer al encontrarse con textos claros, sin por ello perder precisión. La Fisiocracia no se caracterizó precisamente por un lenguaje claro: hablaba de “clase estéril” para designar a artesanos y comerciantes, de “intereses de los avances primitivos” en lugar de depreciación del capital, etcétera. Ello sumado al rito de encontrarse los martes a la noche en un lugar de París, su adoración por Quesnay y el Tableau Economique, llevaron a muchos a considerarlos como una sociedad hermética, la “secta de los economistas”. Quienes alguna vez fuimos estudiantes de economía política podemos testimoniar, en nuestros intentos por entender nociones difíciles de esta disciplina, cuánto debemos a autores como William Baumol. El “Baumol” –por así llamarlo– de la Fisiocracia fue Pierre-Paul Mercier de la Rivière (1720-1793), quien en su libro El orden natural y esencial de las sociedades políticas (1767) integró en un único sistema las doctrinas de Quesnay y sus discípulos. Mercier, que nació en el momento de la gran crisis financiera de John Law, tenía padres financistas. Llegó a ser gobernador (1759-64) de la Martinica, cuando Quesnay daba a conocer el Tableau. En 1765 se convirtió en prominente fisiócrata. En su libro de 1767, admirado por Adam Smith, aclaró términos y conceptos fisiocráticos, y aun aportó ideas originales, como la llamada “ley de Say”. En el capítulo X de El orden natural, decía: “Al considerar el comercio como una multitud de ventas y compras realizadas en dinero, nadie es comprador sino en la medida en que es vendedor; y como comprar es pagar, nadie puede comprar sino en la medida de lo que vende, pues no es sino vendiendo como se obtiene el dinero para pagar lo que se compra. Por cuanto todo comprador debe ser vendedor, y no puede comprar sino en la medida en que vende, resulta evidentemente un segundo axioma: y es que todo vendedor debe ser comprador, y no puede vender sino en la medida en que compra; y así cada vendedor debe, con las compras que a su vez realiza, proporcionar a los demás el dinero para comprar las mercancías que él quiere vender”. Y resumió su argumento así: “Todo comprador es vendedor, y todo vendedor debe ser comprador. Las sumas de estas dos operaciones deben ser iguales entre sí”.

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