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Domingo, 28 de febrero de 2016

ESCENARIO › ESTADO Y EMPLEO PúBLICO

Ñoquis y grasa militante

 Por Diego Rubinzal

El debate acerca de cuál debiera ser el rol estatal “adecuado” es interminable. La controversia será eterna porque no se trata de cuestiones técnicas sino político-ideológicas. El Estado tuvo funciones muy acotadas hasta la crisis de 1930. El sector público se limitaba al cumplimiento de tareas puntuales y específicas: seguridad, justicia, educación, infraestructura, arquitectura jurídica para “aceitar” el funcionamiento de los mercados como principal mediador social.

Antonio Barros de Castro y Carlos Lessa explican en su clásico libro Introducción a la economía. Un enfoque estructuralista que el Estado proporcionaba “el esqueleto jurídico-institucional en tanto que los individuos y los grupos particulares suministraban la sustancia económica del sistema”. El crac de la Bolsa neoyorkina provocó la crisis del “Estado gendarme” y minimalista. La implementación del programa “New Deal” en Estados Unidos inauguró la tendencia mundial al creciente peso y diversificación del sector público. A su vez, la publicación del célebre libro de John Maynard Keynes (Teoría General del Interés, la ocupación y el dinero) le dio sustento teórico al mayor activismo estatal. El texto planteaba que el desempleo crónico era inevitable a menos que el Estado interviniera en la economía capitalista.

El neoliberalismo impuso un drástico cambio de paradigma. En los noventa, el Consenso de Washington auspició un modelo de ajuste estructural basado en el Estado mínimo. El fracaso de esas políticas impulsó, a fines de esa década, un moderado viraje teórico. Por ejemplo, el Banco Mundial en el documento El papel del Estado en un mundo en transformación sostenía que “sin un Estado efectivo el desarrollo sustentable, tanto económico como social, es imposible”. Esa tímida revalorización del rol estatal se produjo en el marco del enfoque “neoinstitucionalista”.Sin perjuicio de eso, los organismos financieros internacionales mantuvieron su desconfianza atávica hacia el sector público. El gobierno macrista comulga con esa visión.

El presidente Mauricio Macri afirmó, en sus conversaciones en la embajada de Estados Unidos, que el PRO era el primer partido “pro mercado” con fuerza electoral en la Argentina. Las calificaciones de “ñoquis” y “grasa militante” están en línea con esa concepción. “A esos argentinos que hemos encontrado escondidos, que no vienen pero cobran un salario, tienen que saber que van a tener un lugar... yo sueño con un país donde cada uno encuentre el lugar donde ser feliz”, sorprendió Macri en conferencia de prensa.

El macrismo plantea que el crecimiento del empleo público, verificado en los últimos años, no sería “genuino”. La idea implícita es la existencia de un sobredimensionamiento del plantel estatal. Ese discurso pretende legitimar la decisión de despedir a miles de empleados. Los despidos cumplen con dos objetivos simultáneos de política económica: 1) ajustar el gasto público e 2) incrementar el desempleo para moderar los reclamos salariales en las próximas negociaciones paritarias. Por otra parte, los sondeos de opinión revelan que la medida tiene amplio apoyo social. Ganancia pura. La mayoría de la población convalidaría la idea, según esos relevamientos, de que hubo un crecimiento desmedido del empleo público en los últimos años.

Ahora bien, ¿es cierto que existe un exagerado número de trabajadores públicos? Verónica Ocvirk sostiene en El empleo público en debate que “aunque no hay una forma de saber cuál es el tamaño óptimo de un Estado, el índice de trabajadores públicos de acuerdo a la Población Económica Activa (PEA) puede ser un buen indicador para comparar con otros países” (Le Monde Diplomatique, febrero 2016). “La cantidad total de empleados estatales en Argentina se calcula en 3,7 millones, lo cual, considerando una PEA de 22 millones, arroja que cerca de un 17 por ciento de los argentinos que hoy trabajan lo hacen para el Estado. Esos valores demuestran que nuestro país no escapa a la media de la región, y que está por debajo de los países desarrollados como Noruega (donde la relación entre empleo y fuerza de trabajo es del 34 por ciento), Dinamarca (32), Suecia (26), Francia (22), Canadá (20) y el Reino Unido (18)”, concluye Ocvirk.

Los datos duros desmienten ciertos mitos construidos por dirigentes políticos y medios de comunicación.

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