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Miércoles, 22 de abril de 2009

TEATRO › LAS MúLTIPLES FACETAS DE LORENZO QUINTEROS

“En el teatro todo siempre está a prueba”

Tras la experiencia de conducir su propia sala, el actor y director encara en estos días tres proyectos bien diferentes. “A veces las obras me llevan a una complejidad que me asusta”, dice, a la vez que señala su desazón por no ser convocado para interpretar textos de comedia.

 Por Hilda Cabrera

Redescubrir desde la dirección la vida y obra de una poeta uruguaya que murió asesinada por su marido, “no se sabe bien si en un acto suicida de la pareja” o por la desesperación del hombre al perderla; apuntar al divertimento con una comedia que bucea en la idiosincrasia de los argentinos y afrontar el papel del Marqués de Sade, revoluciona mentalmente a un artista. Sin embargo, a Lorenzo Quinteros se lo ve calmo cuando enumera tanta batalla propia. Aquella poeta baleada por su marido Enrique Job Reyes (entonces ya su ex), en una cita concertada, era Delmira Agustini (1886-1914), personaje de la burguesía montevideana que inspiró a la autora y actriz Adriana Genta su obra La pecadora. La joven poeta que anhelaba con fino erotismo “el aletazo del abrazo magnífico”, “el abrazo de cuatro brazos que la gloria viste de fiebre y de milagro”, fue saludada en vida con loas por el modernista Rubén Darío, poeta nicaragüense que en el prólogo a la edición de 1913 de Los cálices vacíos –tercer libro de poemas de Agustini– la comparó con Santa Teresa, la canonizada monja carmelita de Avila, por la exposición directa del sentir femenino. Agustini es eje de la obra que Quinteros dirige y estrena este sábado en el Teatro del Pueblo.

La otra puesta de este actor varias veces premiado por sus trabajos en teatro y cine es Tango turco (“una pareja de amantes tangueros en el desierto turco”), de Rafael Bruza, que se verá también a partir del sábado en la Sala María Guerrero del Teatro Nacional Cervantes. En cuanto al célebre personaje del Marqués, habrá que esperar algunas semanas. Se trata de un nuevo montaje de Marat-Sade, obra de 1964 del dramaturgo alemán Peter Weiss (1916-1982) que, dirigida por Villanueva Cosse, subirá a uno de los escenarios del Teatro San Martín. Este es otro ejemplo de “teatro dentro del teatro” y de un encuentro imaginario donde los protagonistas centrales son el revolucionario Jean-Paul Marat (asesinado por Charlotte Corday) y el Marqués de Sade, preso en el Hospital Psiquiátrico de Charenton, que escenifica con los internados la persecución y asesinato de Marat. Una pieza que pone en primer plano opiniones antagónicas de orden político y filosófico. La tarea que le cabe a Quinteros no es fácil, pero el actor y director se atreve. En su opinión, la pieza de Genta apunta a un período crucial de la corta vida de Delmira: el de su casamiento y quiebre sentimental, el pedido de divorcio (vigente entonces en Uruguay), el regreso a la casa materna y su enamoramiento del escritor y político argentino Manuel Ugarte, “que negó que hubiera habido contacto físico, pero el enamoramiento existió”, observa el director.

–Como lo prueban las cartas...

–Y otros documentos sobre los que Genta construyó la obra. Ella le dio mucha importancia al vínculo que esta poeta del modernismo del siglo XIX mantuvo con su marido Enrique Job Reyes –personaje alejado del mundo literario y de visión conservadora–; con el argentino Manuel Ugarte y con su madre, que la protegía. Ellos conforman un cuarteto donde el centro es una historia pasional.

–¿Genta participó de la puesta?

–Asistió a los ensayos. Participó poco pero con intensidad. Ultimamente concibo la dirección como producto de interacciones e influencias, por eso la versión con Pompeyo Audivert de Fin de partida, de Samuel Beckett, con la que después de la temporada en Buenos Aires hicimos una linda girita que terminó en el Teatro Vera, de Corrientes. Cada vez creo menos en una única cabeza llevando adelante un proyecto teatral. El teatro está hecho en comunidad y es pura interacción. En La pecadora aproveché todas las observaciones de Adriana.

–¿Favorece esa disposición el hecho de ser actor?

–Sí, claro, el actor está acostumbrado a las indicaciones y a modificar permanentemente su trabajo. Por eso a veces me enojo con los músicos, los escenógrafos o los iluminadores que se resisten a esa mecánica. En el teatro todo está a prueba y nada es definitivo hasta que cuaja. Cuando esto se da nos queda esperar la mirada del espectador que completa la obra y para quien finalmente trabajamos.

–Sin embargo, acostumbra formar pequeños equipos, con el músico Rick Anna por ejemplo, que participa de La pecadora y Tango turco.

–Es cierto, y con la escenógrafa Gabriela Fernández. Rick fue también el músico en una puesta mía de Viejos tiempos, de Harold Pinter. Con él trabajo bien porque es como un actor: corrige hasta que se da cuenta o nos damos cuenta todos de qué es lo mejor para la obra. Pero no creo en los casamientos de equipo. Cada obra necesita su gente.

–¿Y cómo se prepara para Marat-Sade?

–Mi personaje no es poca cosa. Hay momentos en que quisiera tener todo el día para Sade.

–¿Se las arregla con tres obras a la vez?

–Sí, pero duermo mal, aunque eso no es nuevo en mí, tengo el sueño liviano y a veces insomnio. A la noche hay que parar la máquina y dormir, pero se me ocurren cosas... Además, el trabajo aísla un poco y uno desearía estar más tiempo con los que quiere.

–¿La actuación roba sueño?

–El trabajo del actor es complicado: por un lado el actor es el cuerpo donde vive la libertad en escena, donde todo fluye, y por otro es quien debe memorizar y ajustarse a la letra. Me refiero, claro, a la actuación en el teatro que acostumbramos hacer. Esta ambivalencia se me da con el personaje de Sade. Tiene tanta letra que se convierte en un problema, y al menos durante los ensayos me acorrala. Sé que hay que aprender la letra para después olvidarla como texto, pero esto no es fácil sino algo realmente serio, más allá de la capacidad de cada uno. Me llama la atención que de pronto me asalte el deseo de hacer un teatro improvisado y dejar de utilizar la palabra como primer elemento de significación. Claro que entonces aparecería otra cosa en lo gestual, en lo sensorial...

–¿Algo semejante a su actuación en La metamorfosis, sobre el relato de Franz Kafka?

–Allí había mucho texto, pero la expresión a través del cuerpo también era fundamental en esa adaptación. En cambio, en Marat-Sade lo primero es la palabra, lo cerebral. Se trabaja sobre un mundo de ideas, sobre conceptos.

–¿Es fácil perderse?

–¿Dónde? En la vida puede ser; en la actuación el guía es el director Villanueva Cosse, que tiene ideas claras sobre los personajes y sobre los campos que trata Weiss: los de la locura y el poder, donde se entremezclan los discursos de Marat y Sade.

–Y entre todo eso un divertimento a la argentina...

–Tango turco es una obra de Rafael Bruza que me llegó porque Villanueva, el convocado, no podía dirigirla. No le daban los tiempos. Tango... es muy argentina, pero no al estilo de las comedias que ya conocemos. Esta es una obra con sello personal. El de Bruza, claro. Refiere un viaje que se inicia con una huida por un hecho delictual y cuenta un retorno, también a causa de un delito. La puesta no es sencilla porque necesité incorporar maquinaria. A veces las obras me llevan a una complejidad que me asusta. Me interesa actuar y dirigir comedias, aunque como intérprete no soy convocado. Los productores me ven cara seria y confunden mi cara con mis posibilidades expresivas.

–¿Qué quedó del teatro que rescata lo popular? Se recuerda su puesta de Hormiga negra, inspirada en el folletín de Eduardo Gutiérrez, donde compartió la dramaturgia con Bernardo Carey, tomó textos del poeta Osvaldo Lamborghini, apostó a la broma e incorporó aromas camperos.

–¡Hasta el de un churrasco que los actores cocinaban a la plancha! Alguna gente recuerda esa obra por los olores. Esa forma de teatro popular la estrené por gusto. La dimos en mi teatro El Doble.

–Hubo otra, en el circuito oficial, Florita, la niña perseguida, de Carey, donde introdujo elementos del teatro itinerante y rudimentario.

–Ahí, para mostrar los distintos paisajes en los que transcurría la historia, utilicé un rodillo con una cinta sinfín, donde aparecían dibujados los fondos de escena. Siempre me gustó trabajar sobre ese teatro precario y primitivo, aunque a veces me traiga problemas, porque si bien la concepción es sencilla, cuando se lo traslada a una sala convencional la situación cambia. Hay que controlar el ruido que produce la maquinaria en movimiento, conjugar las luces... En El Doble me encantaba experimentar. El teatro era mío y podía tirar abajo una pared si lo creía necesario.

–¿Le dijo adiós a la sala propia?

–El Doble me dio satisfacciones, pero ahora veo esa etapa terminada. Quise volver al trabajo itinerante. Desde que cerré El Doble, hace ya unos tres años, volvieron a convocarme para dirigir y actuar. Mientras tuve el teatro se olvidaron de mí. Este fenómeno se ha dado con otros colegas que fundaron teatros. Uno desaparece para los otros; piensan que ya tiene su reducto y no le interesa nada más. Ese reducto se puede transformar en encierro. En los últimos años hice algo en TV, teatro en diferentes lugares y hasta apareció un proyecto para cine. Estoy bien, aunque reconozco que a veces me vuelven ganas de tener un galponcito.

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Imagen: Bernardino Avila
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