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Miércoles, 10 de junio de 2009

TEATRO › MARCO ANTONIO DE LA PARRA Y TELéMACO O EL PADRE AUSENTE

“Una palabra al filo de lo poético”

Así define su autor el tono de la pieza que se exhibe en el Teatro Nacional Cervantes, y explica cómo logró retomar “obsesiones que quería revisar, como el lenguaje del inconsciente y la estructura gramatical del sueño”.

 Por Cecilia Hopkins

“Escribí Telémaco en Madrid, cruzando y descruzando fronteras”, detalla el chileno Marco Antonio de la Parra antes de pasar a explicar las circunstancias en las que se inspiró: una noche debió rescatar a un muchacho detenido por la policía del aeropuerto porque “cometía el pecado de tener rasgos indígenas, de no tener tarjeta de crédito y ser un poeta invitado a Barcelona”. Tampoco a Teo, el protagonista de la obra concebida luego de aquel suceso, le resultará sencillo entrar a Europa, donde ha llegado desde un lugar incierto de América del Sur. El adolescente viaja, igual que el hijo de Ulises que lleva el mismo nombre que la pieza, para encontrarse con su padre, a quien no ve desde la infancia. Bajo la dirección de Dora Milea, el estreno mundial de Telémaco o el padre ausente se produjo hace un mes en el Teatro Cervantes. La obra, “una lectura transatlántica del exilio y la frontera”, según su propio autor, tiene por intérpretes a Patricia Palmer (la madre del viajero) y Patricio Contreras (el cónsul), además de Ricardo Díaz Mourelle (un detective que investiga un caso de asesinatos en serie), Joselo Bella (el amante de la madre), Mariana Giovine (la hermana del adolescente), Roxana Berco (una prostituta) y Nicolás Mateo en el rol de Teo, el joven que parte sin rumbo fijo en busca de su origen.

Definida por el propio autor como un raro cruce entre viaje metafísico y thriller, la pieza presenta un entramado abierto compuesto de una serie de escenas en las que los personajes actúan como si no fueran siempre los mismos. En la entrevista, el premiado autor de La secreta obscenidad de cada día afirma que esta obra vuelve sobre “algunas obsesiones que quería revisar, como el lenguaje del inconsciente, la estructura gramatical del sueño, la posibilidad de contar una historia y muchas otras posibles variantes de la misma”.

–¿Cuáles son los asuntos que incluyó conscientemente en la obra?

–Mezclé mi amor por las obras de familias disfuncionales, mi ajuste de cuentas con Madre y Padre y mi obsesión por la novela negra, aparte de algunas vengancillas sobre el lado oscuro del mundo diplomático. Tardé tan poco en escribir Telémaco que me di cuenta de que la sequía había sido solamente la incubación de un planteo estructural novedoso que me permitió varias obras posteriores como Ofelia, que también fue estrenada en el Cervantes.

–En Buenos Aires, la obra se presenta con el nombre de Telémaco, pero su título se completa con la palabra Subeuropa. ¿Por qué la llamó así?

–Se llamaba Subeuropa tal como otra obra se llamó Subamérica, paralela a ella. Tiene que ver con submundos, los que no salen en las noticias, los que no constituyen sujeto histórico, los sitios donde sucede lo subterráneo o –clara es la metáfora– lo subconsciente, lo que las palabras no alcanzan a decir y por eso precisan una escritura al filo de lo poético.

–¿El padre de Teo es un exiliado?

–Y un renegado y un perseguido y un fugitivo. Mientras más dobleces tenga en su lectura mejor. Es un exiliado, sí, pero también uno que estuvo metido en lo más duro, es un muerto también y en ciertas obras mías los muertos caminan. Quizás es un traidor y un héroe, un delator, quizá sencillamente un cobarde o el valiente que pensó en volver infiltrado.

–¿Qué ligazón existe entre la obra y la historia política de su país?

–Toda la que nuestra generación lleva como cicatrices mal cerradas y para siempre. No es algo solamente político ni histórico. Es la pregunta sobre el poder, sobre el bien y el mal, sobre el silencio de cualquier dios, sobre la peligrosidad del ser humano.

–¿Qué representan los personajes del cónsul y el detective?

–Figuras paternas oblicuas, enfermas o deformes, como los amantes de la madre. Cambiantes figuras que no se consolidan y se tornan amenazantes. El cónsul es el victimario y la víctima del mal, lo lleva en su sangre. Me pregunto, acerca del mal: ¿cómo mi vecino, mi familia, yo mismo, entramos en su juego? ¿Basta con equilibrios macroeconómicos para recuperar la inocencia? ¿O la perdimos para siempre? Como Teo, que parece un niño insistiendo en perseguir lo inabordable, en leer una historia que es ya una pérdida de tiempo. El cónsul es el espejo oscuro del detective y el detective, también, es la ley del Padre. Lacan interviene desde la sala. Se me aparece en sueños. En esta obra más a menudo de lo que quisiera.

–¿Por qué lo dice?

–Cito a Lacan y mal porque lo he leído más a través de comentarios que directamente; por eso nace el chiste de que Lacan siempre está mirando misobras y corrigiéndolas. La ley del Padre, el nombre del padre, está inmerso en Telémaco, cuyo título lo dice todo pero nadie se llama así en la pieza. Nadie tiene nombre. Solo él y su padre y es el mismo nombre Teodoro, el que adora a Dios. Y el nombre de Dios y Bergman y la pregunta sobre los silencios están en muchas de mis piezas más duras. Sí, tal vez se necesitaría un detective teólogo o filósofo o por lo menos filólogo.

–¿Cuáles son los aportes que realiza a la pieza la puesta de Dora Milea?

–Le otorga una fuerza emocional que me ha resultado conmovedora. Construye una tensión en el triángulo Cónsul, Teo y Madre que trabaja como una máquina de dolor y de ternura y de crueldad. Hace avanzar la obra como si no tuviera protagonista –que no lo tiene si se revisa como una estructura clásica– porque cualquiera puede serlo. Acá el Cónsul y la Madre se fragmentan, se fracturan, se transforman y cuentan y recuentan la historia. Dora Milea los dirige espléndidamente y consigue que cada escena tenga más tensión que la anterior, en medio de una densidad inquietante que me ha encantado, ciertamente.

–¿Cómo dialoga este texto con el resto de su producción, en función de similitudes y diferencias?

–Es dentro de mi creación una obra muy importante. Una pieza bisagra que conecta viejos temas, como los familiares, con el tema político y la relectura del thriller perpetuo en que nos dejó la dictadura. Siempre buscando un cuerpo, siempre buscando un asesino, siempre contando un caso policial. La historia del Cono Sur se convirtió en novela negra. Raymond Chandler cuenta mejor lo sucedido en nuestros países que alguien como Eduardo Galeano. En algún instante el poder se rozó con la mafia y los cuerpos sepultados parecen de una película de Scorsese. Nuestra actual épica está entre lo gangsteril y lo místico. Falta un héroe gangster santo, una especie de relato como el de los hermanos Coen en Muerte entre las flores. Por eso estoy obsesionado con el mal cuando leo a Cormac McCarthy.

–¿Algo más acerca de su pasión por la novela negra?

–La referencia a la novela negra tiene que ver con la pluma de Chandler. Se acerca mucho más al tema del poder y lo siniestro que otros géneros. Permite indagar en lo oculto, en el juego sucio, en los aspectos turbios del capitalismo. Pienso en los largos y enjundiosos diálogos de El largo adiós, la novela perfecta de Raymond Chandler, donde el detective y el jefe de policía van sintiendo y resintiendo el escepticismos feroz ante el sistema económico.

–Le interesan, entonces, las implicancias y el clima que generan estos textos.

–La novela negra, que no tiene interés real en quién cometió el crimen, sino en la atmósfera y el ambiente. Es un género mayor confundido a veces con ciertas novelitas súper vendidas donde el detective consigue su hueso y ésa no es la situación de lo que podría ser la novela negra nuestra, retorcida, tormentosa, como la que armo en medio del cruce de caminos de Telémaco.

–¿Y entre los autores latinoamericanos?

–En Roberto Bolaño, en 2666, en el largo capítulo de las muertes de Juárez, el aire de novela negra sin desenlace posible reproduce nuestras violencias, nuestras dictaduras. Pienso en Rubem Fonseca y en Ricardo Piglia. Pienso en esa colección maravillosa que era y es “El séptimo círculo”. A veces me pregunto si se puede escribir de otra manera la historia política de nuestro tiempo si no es cruzando la novela romántica del siglo XIX con la novela negra del siglo XX. Pasiones y poder, el mal y el adulterio, la escritura de la traición y la muerte.

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De la Parra define su texto como “una lectura del exilio y la frontera”.
 
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