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Jueves, 2 de febrero de 2006

TEATRO › ENTREVISTA CON MORIA CASAN, DE TEMPORADA EN MAR DEL PLATA

“Cuando salgo del teatro me siento la Difunta Correa”

La diva dice que se siente así porque tres generaciones de argentinos la veneran “como si fuera una estampita”. A los 54 años, Moria habla de su carrera, de su padre militar y de su condición de profesora de piano, afición que espera retomar algún día. “He trascendido mi cuerpo”, confiesa.

Desde Mar del Plata

“En un ratito viene la señora”, dice una mujer antes de desaparecer por uno de los corredores de la casa de veraneo, como si paseara entre bambalinas. En sentido contrario hace su entrada Valentino, un caniche teñido de verde, azul y rosado que perturba la blancura del ambiente con el cascabeleo de sus patitas. Parece acostumbrado a las visitas. Olfatea, mueve la cola una vez y se va; mientras el sonido de un par de tacos revela que alguien se acerca con pasos largos y rigurosos.

El guión de la rutina dice que, si hay tacos, debe aparecer una pollera. Pero la mujeraza que entra exhibe un vestido de red negro sobre un bikini mínimo y a tono. Moria Casán, Moria, M-O-R-I-A (como rezan en grandes letras los carteles del teatro) llega, con sus aires de lolita al revés, y saluda analizando las caras. Sin vueltas, se zambulle en la entrevista con la única condición de salir y ver árboles mientras habla. “Hace rato que me corrí del rol de vedette”, arroja inmediatamente. La voz toma velocidad: “El culo y las tetas se te van a caer aunque estés divina, por eso he trascendido mi cuerpo. Ahora soy showoman”, se define la diva.

–¿En qué momento se dio cuenta de que iba a ir más allá del papel de vedette?

–No hubo un momento. Nunca me creí lo del objeto sexual. Usé el escenario para crecer, no para calentar a los señores. Y si bien sé que no debuté en el Teatro San Martín sino en El Nacional, también sé que siempre estuve consciente de que tenía que trascender el cuerpo si quería ser algo más que un adorno.

–¿Cómo era el hogar donde creció?

–Era una casa de clase media con padres de mente abierta. Mi madre había sido actriz de teatro vocacional. Mi papá era militar, un sargento ayudante muy open minded que iba a las fiestas de los oficiales para que bailara “la nena”, que era yo. El me dio las primeras nociones de teoría y solfeo musical, y nos sacaba abono para el Colón. No sé si sabés que después me recibí de profesora de piano...

–¿...?

–Por supuesto. Tengo diez años de conservatorio. De hecho, en los setenta, cuando Verdaguer hacía monólogos, a veces lo acompañaba tocando. Espero tener la oportunidad de demostrar otra vez mis dotes de pianista.

–¿No hubo roces entre la visión militar de su papá y sus proyectos?

–No, en absoluto. El me motivó un toco. Además yo amo a los milicos. Me calientan. Lo lamento si algunos lectores de Página/12 piensan distinto, pero no todos los milicos han sido torturadores. Mi viejo era muy bohemio.

–¿Cuándo decidió que no se iba a conformar con la vida de una mujer corriente?

–Mirá, yo fui a un colegio religioso durante el jardín de infantes y la primaria, como corresponde a toda chica a la que después le gusta mostrar el cuerpo. Ya desde ese momento me destaqué, porque los monjes franciscanos me aceptaron en el coro y me decían “caramelo”, por lo dulce. Y una monjita me pegaba con una tablita (hace puchero). A los doce años me gustaron unos zapatos y decidí mi independencia económica. Empecé a dar clases de danza en el garage de mi casa, frente a un espejo que conseguí. Nunca volví a pedir dinero a mis padres.

Entre las cosas que mantienen vivo un mito está la capacidad de servir a muchos como brújula para interpretar el presente. En ese sentido, no puede dejar de reconocerse el rol que cumple Moria como figura popular que marca modelos a seguir. “Lo mío es como una monarquía”, dice la diva. “Salté a la fama en 1973 –rememora– y ya son muchos años de conocerme con mi público. Cuando salgo del teatro me siento la Difunta Correa. Tres generaciones me veneran como si fuera una estampita.”

–En la época de los talk shows confirmó su capacidad para generar un buen feedback con los sectores más humildes. ¿A qué atribuye eso?

–Yo sé interpretar el más leve temblor en una risa. Sé ver en qué momento un duro está escondiendo lágrimas. Pensaba “en cinco minutos éste se dispara para otro lado”, y zas, pasaba. Lo que más me gusta en la vida es la psicología; sin embargo yo no los escuchaba como una profesional sino como una amiga, y eso los liberaba. Creo que el gran secreto es que soy sumamente intuitiva.

–¿Pero qué comparte usted con ese público?

–Una se sube al escenario para que la quieran, básicamente porque se siente desvalida. Es una paradoja, porque por un lado una tiene un narcisismo muy grande, y por otro quiere sentirse amada, protegida. Esa necesidad de protección puede ser un punto en común. Otro factor es que yo siempre traté de dirigirme a los demás como si fueran mis superiores. Como digo siempre: yo no compro lo que vendo.

La impresión que deja la entrevistada es la de una mujer que duda poco. Es difícil perseguirla cuando se escabulle hacia los lugares en los que se siente cómoda. Desde sus primeros pasos en el mundo del espectáculo fue así. Un día fue a dar un examen de tercer año en la Facultad de Derecho y al salir se fue, sin avisar en casa, a debutar al Teatro Nacional, donde se presentaba un espectáculo de Adolfo Stray.

–¿Qué sentido tiene para usted estar sin ropa?

–Sacarse el corpiño es sacarse una atadura de la cabeza. El problema del argentino es que siempre vive del decreto ajeno. Hoy hay todo un sistema de revistas que te dicen cómo tiene que ser tu cuerpo y qué ropa ponerte, y creo que los que somos medio gurúes tenemos que marcar una propuesta en sentido contrario, de relajación y libertad. De todas maneras, últimamente en el teatro me tapo más el cuerpo y desnudo la experiencia que me han dado los años. Ahora que se destapen las niñas...

–¿Cómo es un día de verano en su vida?

–Acá cambia mi ritmo de vida debido a que todos los días son trasnoche. Me acuesto a eso de las seis y me levanto a las dos. Tomo sol desnuda en casa, no voy a la playa. Tengo mi rutina de gimnasia diaria y no hay para mucho más, porque todos los días tengo dos funciones. Los días libres me gusta ir al cine. El resto del año vivo en un bosque muy tranquilo. Y siempre leo mucho.

–¿Qué cosas le gusta leer?

–Siempre estoy con tres o cuatro cosas a la vez. Estoy leyendo varias cosas de Osho, La paseadora de perros, de Leslie Schnur y La inutilidad del sufrimiento, de María Jesús Alava Reyes. Siempre tengo algún libro en el camarín, algún otro en casa y, por supuesto, alguno en el baño. El baño es mi biblioteca. Me paso horas ahí. Conecto la catarsis del baño con la lectura.

–¿Es una persona religiosa?

–Creo en Dios, en Cristo, en Buda y en la Kabalah. Algunos días es Dios, otros días son estas virgencitas (muestra varias medallitas de plata que se miniaturizan en su escote). Otro día me harto de las vírgenes y me pongo esto (señala una cintita roja vinculada a la Kabalah). Pero no voy a misa ni me trago la hostia; ni voy a confesar a la jerarquía eclesiástica mis pecados. A veces, cuando estoy sola, voy a una iglesia vacía y me quedo ahí un rato.

La entrevistada adivina el final de la charla y posa para las fotos en el jardín de su casa, sin permitir que el viento altere la exactitud de sus gestos. Afuera, periodistas de varios medios hacen guardia. “Hay... ¿Cuántos son? ¿Qué me van a hacer?”, dice la diva, mientras imita con fidelidad erudita a la Coca Sarli. Algo hace que la frase sea levemente perturbadora. Dos segundos después, Moria sonríe. Quizá sabe que su mito ya se ha mezclado con el magma inextricable de las fantasías colectivas.

Informe: Facundo García.

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Moria está presentando Los locos mandan, junto a Nito Artaza, en el teatro Atlas de Mar del Plata.
 
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