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Sábado, 24 de diciembre de 2011

TEATRO › UNA RECORRIDA POR LA ACTIVIDAD TEATRAL ARGENTINA EN 2011

El país como material escenico

El cruce de disciplinas y estilos, el abordaje de clásicos con resultado dispar, el aumento en la cantidad de ciclos y coproducciones y la tendencia de los teatristas jóvenes a organizarse y ocupar espacios signaron una temporada marcada por el eclecticismo.

 Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins

El país se subió al escenario, como los temas universales del amor y el desamor, el dolor y la muerte. Y esto en una sociedad que aplaude la impostura. Al momento del balance, toda visión sobre el año teatral es parcial y subjetiva, aunque se intente justificar tal falencia con la imposibilidad de verlo todo. Una característica que pervive en algunos sectores es el abandono de lo homogéneo, que atrae tanto como el juego entre el sentido y el sinsentido. La dramaturgia nacional suele ser recurrente. En 2011 también, cuando, por ejemplo, reparó en las familias disfuncionales. Ninguna novedad. Lo demostró La familia argentina, feroz retrato de una sociedad corroída por la impunidad. La familia... fue escrita por Alberto Ure a fines de los ’80, pero se estrenó este año, dirigida por Cristina Banegas. La historia del país siguió dando letra. En Borges y Perón, del santafesino Jorge Ricci, el escritor y el general jugaron al truco y pusieron a prueba el humor de cada cual. Apátrida. Doscientos años y unos meses, de Rafael Spregelburd, reflotó un debate de 1890 a través de un pintor y un crítico que discuten acerca de la existencia o no de un arte nacional. Código de familia expuso un tema de todo tiempo y lugar: en esta pieza de Ponciano Funes (seudónimo del abogado Daniel Llermanos), dirigida por Eva Halac, la conclusión es que se puede defender lo indefendible.

La escenografía se atrevió también con la historia argentina en Escenas iluminadas, el rompecabezas de un tiempo de brutalidad y ceguera. Estas instalaciones, vistas en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, surgieron de una propuesta que coordinaron Marcelo Valiente y Javier Margulis. La acuciante reposición de Potestad, obra de Eduardo “Tato” Pavlovsky, replanteó la figura del apropiador de niños durante la dictadura. En otra línea, La isla, de Carlos Gamerro, en una puesta de Alejandro Tantanian, señaló –entre desmesuras– el despojo de las islas Malvinas, los años de la dictadura militar, los ’90 y su tendal de pobres. La escena sumó más obras y autores nuevos a los ya experimentados, con un lenguaje tangencial o directo. El autor y director Mauricio Kartun descolló con Salomé de chacra, “teatro pampero”; y Eva Halac propuso una historia de inmigrantes, dirigiendo Aquellos gauchos judíos, de Roberto “Tito” Cossa y Ricardo Halac (de Cossa se estrenó una nueva versión de Yepeto). El cordero de los ojos azules, de Gonzalo Demaría, dirigida por Luciano Cáceres, mostró –ambientada en el Buenos Aires de 1871– el clima que se vivía cuando la fiebre amarilla asoló a la ciudad y desató la discriminación contra los extranjeros; Picnic 1955, de Diego Kogan y Solana Landaburu, se ocupó del bombardeo a Plaza de Mayo del 16 de junio de 1955, y el creativo grupo Catalinas Sur cerró la temporada con Del califato a la pingüinera.

El pasado y el presente del país y sus personajes fueron protagonistas de otras puestas. Por nombrar sólo algunas, se vieron El aire del río, de Carlos Gorostiza, uno de los trabajos más completos por su excelencia, tanto en la dramaturgia como en las actuaciones y la dirección, en este caso de Manuel Iedvabni. La complicidad de la inocencia, de Adriana Genta y Patricia Zangaro, dirigida por Carlos Ianni, sumó calidad. La inquietud se renovó en Ausencia, de Adrián Canale, inspirada en la Orestíada y en textos sobre la militancia de los ’60 y ’70; y en Mariano Moreno y un teatro de operaciones, de Manuel Santos Iñurrieta, comedia política que conectó con aspectos sociales del presente. A su vez, Sócrates, el encantador de almas, hizo contacto con la actualidad al mostrar sociedades que toman como natural la corrupción.

Esta dinámica de la escena tradicional y alternativa da cuenta de un eclecticismo que estimuló actividades afines, como la producción y publicación de obras y ensayos y la conformación de mesas de debate y charlas abiertas no necesariamente organizadas por “capillas”. En un año teñido por la política electoral surgieron leyes en apoyo de la producción y el trabajo de sectores del área artística, en tanto no se concretó la anunciada reapertura del Teatro del Picadero. En la renovación del Complejo Teatral de Buenos Aires, Alberto Ligaluppi, nombrado director artístico, asumió la dirección general tras la muerte del titular Carlos Elía, compartiendo responsabilidades con Francisco Baratta, director adjunto. Las demoras en la ejecución de varios de los asuntos que atañen a la comunidad artística fueron señaladas por las agrupaciones hoy activas.

Los reclamos no distrajeron a los teatristas, que siguieron fieles a la metáfora y a la poesía, y ofrecieron espectáculos muy bellos, como Los Poetas de Mascaró, recital de poesía en homenaje a Haroldo Conti, a 35 años de su desaparición, en una puesta de la actriz Leonor Manso. Poeta en Nueva York, unipersonal de Lidia Catalano, recordó a Federico García Lorca, y en Parte de este mundo, Adrián Canale y elenco tomaron textos y poemas de Raymond Carver.

En conjunción con la poesía y la danza, la música y el arte de la narración y de las marionetas, se vieron Caer en amor, de Mónica Viñao, sobre textos de William Shakespeare. Marcela Fraiman, Martín Ortiz y Alan Robinson rescataron vida y obra de Jacobo Fijman, el poeta que murió en 1970 tras casi treinta años de internación psiquiátrica. En el unipersonal Esqueletos transparentes, Rodrigo Malmsten trabajó con música en vivo y dramaturgia de Susana Torres Molina. Las actrices Ana María Bovo, Ingrid Pelicori, Cecilia Rossetto y Mónica Cabrera se lucieron en unipersonales, y Norma Aleandro recuperó Sobre el amor... y otros cuentos, espectáculo estrenado años atrás, para realizar una gira por localidades y ciudades del interior y finalizar el periplo en Buenos Aires. También en viaje, pero en otro registro, se ofreció una adaptación de Eva y Victoria, de Mónica Ottino, codirigida por Graciela Dufau y Hugo Urquijo; y entre los trabajos destinados a espacios no convencionales anduvo de gira La empresa perdona un momento de locura, de Rodolfo Santana y dirección de Julián Cavero.

Las diferencias entre el circuito comercial (exitoso, como lo prueban Toc toc, Lluvia constante y Espejos circulares) y el alternativo o independiente siguen siendo profundas, pero actores, directores y autores no rechazaron el cruce. Filosofía de vida, con Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán y Claudia Lapacó, atrapó al público. Dirigida por Javier Daulte, esta pieza de Juan Villoro se prodigó en frases ingeniosas e ironías para reflexionar sobre los caminos que la vida propone y los que se toman o rechazan. Daulte estrenó también obra propia en el Cervantes, 4D Optico, en torno de la ciencia y el sentido de responsabilidad. El estadounidense Arthur Miller fue uno de los autores preferidos en el circuito comercial. Se vieron El precio, con Arturo Puig y Pepe Soriano, conducidos por Helena Tritek, y Todos eran mis hijos (sobre los negocios que generan las guerras), dirigida por Claudio Tolcachir. Obras que, cada una a su manera, mostraron cuánto influyen en los individuos los males de la sociedad. Diego Peretti, Erica Rivas y elenco dieron vida a los personajes de Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams, dirigidos por Daniel Veronese; y Viaje de un largo día hacia la noche, obra de otro estadounidense célebre, Eugene O’Neill, no hizo trayecto comercial: se presentó en el Teatro San Martín, en una puesta de Villanueva Cosse. Y la lista siguió en la calle Corrientes con Vuelo a Capistrano, de Carlos Gorostiza, dirigida por Agustín Alezzo, quien a su vez mantuvo El círculo, de Donald Margulis, en su teatro independiente El Duende.

Entre las piezas que combinaron humor y música (sin ser teatro musical, que posee entidad propia) se destacaron Lo último que se puede esperar, fantasía sobre el fin del mundo, por el grupo La Noche en Vela, dirigido por Paco Giménez, quien estrenó además Charada, con un elenco de actores rosarinos, platenses y porteños. ¡Todo a la basura!, por Los Macocos, se inspiró en un texto de Martha Gavensky y la dirigieron Ricardo Talento y Martín Salazar. También Los Macocos reiteraron Don Juan de acá. Escrita por Gabriel Pasquini y Mariano Cossa, Spaghetti, conducida por Rubens Correa, retrató con humor y abundantes datos históricos la vida de Leonardo Da Vinci en la corte del rey Francisco I. Sobre guerras y supervivencias, Negra leche del alba reunió dos monólogos de Patricia Suárez, bajo la dirección de Corina Fiorillo; La fragua, de Cristian Palacios, propuso hablar del sacerdote y militar Fray Luis Beltrán, en una puesta de Antonio Célico, y La exhalación, de Fernando Noy, dirigida por Martín Alomar, creó una fábula sobre el significado de patria. El amor y la ausencia tuvieron cabida en Desde el alma, de Alejandra Copa, dirigida por Santiago Doria, y en Por amor a Lou, de Mario Diament, conducida por Manuel Iedvabni. Otros conflictos reflejó Blackbird, de David Harrower, una puesta de Alejandro Tantanian centrada en una relación calificada de abuso sexual.

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Nadie lo quiere creer, conmovedora pieza de La Zaranda.
 
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