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Domingo, 6 de agosto de 2006

TEATRO › TOMAS GONZALEZ, ESCRITOR COLOMBIANO

“La realidad suele ser más interesante que la ficción”

“El secreto mejor guardado de la literatura colombiana” vino a presentar su novela Primero estaba el mar, inspirada en el asesinato de su hermano.

 Por Silvina Friera

“Esperaba encontrar nieve en Buenos Aires... ¡lo que es la ignorancia!”, bromea el colombiano Tomás González. Es tímido, de hablar pausado –con las palabras justas, como cuando escribe– y en un tono muy bajo, como si levantar la voz fuera un acto de prepotencia ajeno a su condición de hombreal que le gusta la armonía del campo. En su primera visita a la Argentina, vino a presentar la novela Primero estaba el mar (Norma). Los modos de promocionar a un escritor muchas veces se reducen a slogans publicitarios, aunque en el caso de González se comprueba fácilmente por qué se lo considera “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana”. Empezó a escribir sin parar a principios de la década del ’70, pero como publicaba sus poemas, cuentos y novelas en pequeñas editoriales, sus lectores formaban una suerte de clan y su difusión era más bien subterránea, contracultural. “No me daba a conocer por timidez, pero también porque para escribir en paz era mejor estar guardado y que sólo hubiera retroalimentación entre mis amigos”, cuenta en la entrevista con Página/12. “Ahora me estoy dando a conocer un poco más porque mi época de formación ya pasó.” Y desde que empezó a salir de su guarida de Chías, el pueblo en el que vive (cerca de Bogotá), hasta la escritora austríaca y premio Nobel de Literatura Elfriede Jelinek lo ha elogiado públicamente.

Primero estaba el mar (frase que tomó de la cosmología kogui, de los indígenas de Santa Marta) fue publicada en Colombia en 1983, cuando González ya se había ido a vivir a Estados Unidos (primero estuvo en Miami y después se instaló 16 años en Nueva York). La historia que cuenta es una tragedia alla colombiana inspirada en el asesinato de su hermano. Jota, el protagonista, decide dejar atrás su vida en la ciudad y junto a su mujer, Elena, se va a vivir a un pueblo de la costa. Pero las ilusiones iniciales se irán apagando con el deterioro de la relación de pareja, la soledad de Jota –el alcohol y los amores fugaces con los que tratará de atemperar el “fracaso”– y la fatalidad de un desenlace anunciado a partir de la llegada del violento administrador que se hará cargo de las tareas domésticas de la finca. “Cuando mataron a mi hermano Juan, en Urabá, me di cuenta de que a pesar del dolor insoportable que sentía, una parte de mí analizaba los hechos en frío, como si estuviera examinando un árbol caído”, confiesa el escritor.

–¿La historia de su hermano era atípica o muchos colombianos dejaban las ciudades y buscaban el paraíso en el campo o en las islas?

–Todos éramos un poco hippies, izquierdistas y bohemios, y como sentíamos nostalgia por el campo, nos íbamos de las ciudades. Traté de ceñirme tanto como pude a lo que realmente había pasado, como si estuviera haciendo periodismo. Donde tenía lagunas, entraba a hacer ficción, pero a veces pienso que el personaje real, mi hermano, era mucho más complejo. Esto nos pasa mucho a los escritores: tenemos la sensación de que no estuvimos a la altura de la riqueza de la realidad, que lo que sucedió fue más impresionante y más grande que lo que apenas logramos contar. La realidad siempre es más rica que la ficción.

–¿Por qué prefiere más el material de la realidad que hacer ficción cuando escribe?

–El alma de lo que escribo pasa por mi vivencia personal, aunque a veces esté muy transformada. Pero sé de dónde partí, y casi siempre o siempre es algo que viví o sentí, y es muy bueno porque eso evita que me pierda. La literatura sin la experiencia sería demasiado superestructural, por decirlo de alguna manera, sería literatura sobre la literatura y eso a mí no me interesa, a pesar de que se pueden hacer cosas muy buenas. No es una cuestión de principios sino de gusto personal.

En La historia de Horacio (también editada por Norma), González consigue que los lectores no se cansen de reír con las vicisitudes de ese hombre que “nació para ser nervioso”, el Horacio de la historia, un coleccionista de antigüedades que tiene una relación entrañable con sus dos vacas (cuando está de buen humor les daba nombres como Lola, Lola Puñales, Ay Carmela o Cleopatra). Horacio juega como loco a los caballos, les pide dinero prestado a sus hermanos –antes que vender alguna de sus antigüedades–, prende un cigarrillo tras otro, duerme mal y siempre trata de escapar del “mujererío en el poder” de su casa, y sobre todo de una de sus cuñadas, una solterona que vende cosméticos Avon y que embadurna con cremas a todas las mujeres de la familia. El colombiano retrata con notable ironía las pequeñas obsesiones cotidianas de este personaje que pronto morirá. “El hecho de que haya habido épocas en que la muerte estuvo tan presente en la sociedad colombiana me hizo ver que la sombra de la disolución está detrás de cada cosa que mires, veas o puedas nombrar”, subraya el escritor.

–¿Es un tema recurrente en su obra el hecho de que sus personajes se escapen de la ciudad?

–Sí, porque me interesa. Cuando estaba en la ciudad cada vez que podía “vivir” en el campo, aunque más no fuera de una manera literaria, lo hacía. Es un interés espontáneo que tengo por el campo, por su belleza, por la armonía de la vegetación y de los árboles. Es muy posible que todos sintamos aquella nostalgia por la selva, por una “edad de oro” de la que conservamos el recuerdo en el corazón.

–¿En quién está inspirado el personaje de Horacio?

–En un tío que se llamaba Jorge y al que le costó mucho trabajo morirse. Vivía enamorado de la vida y la vida misma lo mató.

–¿Y también tenía una particular relación con sus vacas?

–Sí, como todos en mi familia. Mi papá tenía dos vacas, una de ellas chiquitica, muy lindas.

–¿Y usted?

–Quisiera tenerlas, estoy en eso, voy a comprar unas tierritas cerca de Bogotá, más en el campo, en una zona calentica para tener mis vacas.

González explica que en Medellín, donde nació, hay una manera muy gráfica de escribir que caracteriza la región. “Aprecio mucho la manera rápida de usar el lenguaje, los giros verbales que son muy propios de allá”, agrega el escritor. “En Medellín las señoras son muy cómicas, muy graciosas y utilizan un lenguaje muy colorido. En La historia de Horacio quise recuperar todos esos modismos con el riesgo de que fuera muy local.”

–¿Hay una corriente en la literatura colombiana que tiende a neutralizar los modismos regionales?

–Sí, eso existe porque no quieren asumir el riesgo de ser locales, no quieren que les digan que son demasiado colombianos. Y para mí eso le quita fuerza a nuestra literatura porque no aprovechan la frescura del habla de nuestras regiones.

–¿Por qué prefiere trabajar con un lenguaje económico, breve y conciso?

–Hay escritores que quieren poner todo, pero yo soy de los que quieren quitar tanto como pueda (risas). Alguna vez traté de escribir poniendo todo y no funcionó. Mi método es pasarle el cepillo a lo que escribo hasta dejar los elementos necesarios para contar la historia. Debe ser por lo callado que soy, por mi forma de ser (risas).

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“Traté de ceñirme a lo que había pasado, como si estuviera haciendo periodismo”, dice González.
 
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