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Jueves, 27 de diciembre de 2007

TEATRO › CONTRA VIENTO Y MAREA, LOS ESCENARIOS ARGENTINOS CONFORMARON UN IMPACTANTE ABANICO DE PROPUESTAS

Telones bien abiertos, en un año de efervescencias

En un panorama en el que pudieron identificarse ejes temáticos como los conflictos familiares, el desarraigo y las ideologías autoritarias, la creación teatral argentina volvió a demostrar su capacidad para realizar una notable construcción colectiva, abundante en puestas excepcionales.

 Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins

Vital y desordenado, diverso en estéticas, sensible a un entorno social precario y hostil a pesar de algunos brillos, con alguna que otra aspiración al cambio pero poniendo a resguardo la continuidad, el teatro que se ofrece en Buenos Aires mostró en 2007 tendencia a rastrear en los conflictos familiares, el desarraigo y los efectos de ideologías autoritarias. Así, un clásico contemporáneo como La muerte de un viajante adquirió real vigencia en la puesta de Rubén Szuchmacher que protagonizó Alfredo Alcón. Componiendo al jaqueado Willy Loman, despedido a los 60 años por viejo, después de haber comprado ilusiones a una sociedad que las vende en cuotas, el actor sintetizó el desengaño que para Arthur Miller era también el de una clase social y un país. No fue la única pieza del estadounidense: El último yankee, dirigida por Laura Yusem, apuntó desde el título al wasp (blanco, anglosajón y protestante). Personajes impiadosos recorrieron la trama de un espectáculo que bajó de cartel de forma imprevista a pesar de su calidad: Atendiendo al Señor Sloane, de Joe Orton, donde se lucieron especialmente Verónica Llinás y Alejandro Urdapilleta. La versión de Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen, dirigida por Sergio Renán, resultó atractiva al destacar estrategias de corrupción y mostrar a dos personajes hermanos en contrapunto. Acaso más incisivo fue el enfoque sobre la relación padre e hijo en Los padres terribles, de Jean Cocteau; El trompo metálico, de Heidi Steindhardt, y Manifiesto de niños, de El Periférico de Objetos, en torno del abuso sobre la infancia.

La indefensión de los más chicos es clave en La persistencia, una pieza oscura y poética de Griselda Gambaro que nació de una crueldad real: el asalto a una escuela de Beslán por un comando checheno independentista, y el sangriento rescate llevado a cabo por fuerzas de seguridad. En ese ataque fueron masacrados 186 niños. Entre las obras que apuntaron a la perversión y la violencia interesaron Camino del cielo, del español Juan Mayorga, trabajo que surgió de un episodio también real, pero en el campo de exterminio nazi de Terezín, cercano a Praga. En esos años de autoritarismo se enmarcó Un día muy particular, de Ettore Scola, montaje que derivó en un episodio de vandalismo en el Teatro Lorange, supuestamente porque a modo de ambientación sonora se incluyeron fragmentos de discursos de Hitler y Mussolini. Otra pieza marcada por aquella época fue Todo verde y un árbol lila, basada en testimonios concretos, con dramaturgia y dirección de Juan Carlos Gené.

Aquel capítulo de la historia fue centro y periferia en Trilogía del nazismo, montaje de Alejandro Ullúa, y Las mujeres de los nazis, de Héctor Levy-Daniel. No se soslayaron tampoco las traiciones del stalinismo al ideario de la Revolución de Octubre. Estas fueron reflejadas en Variaciones Meyerhold, creada y actuada por Eduardo Pavlovsky, y Cartas de amor a Stalin, de Mayorga, con dirección de Enrique Dacal. El relato de la supervivencia bajo los rigores del autoritarismo se encarnó en Yo soy mi propia mujer, del estadounidense Doug Wright, donde Julio Chávez personifica al travesti y coleccionista de antigüedades Charlotte von Mahlsdorf. Dirigió Agustín Alezzo, quien además inauguró un teatro, donde desde hace años funciona su taller, con el estreno de Independencia, una puesta de Lizardo Laphitz.

Obras acabadas, pulidas y otras en proceso de elaboración no dejaron asunto sin tratar, entre otros el gozo de la propia esclavitud. Esto se vio en La venus de las pieles, traslación de la novela de Leopold von Sacher Masoch, dirigida por Claudio Quinteros. Entre los rescates figuran Los monstruos sagrados, de Jean Cocteau, con un histriónico pero efectivo trabajo de Claudia Lapacó (dirigida por Szuchmacher); Luz de gas, de Patrick Hamilton, y Cleansed y Aniquilados, de la inglesa Sarah Kane, piezas que se supone exorcizan la humillación y el abuso.

Las masacres y traiciones también fueron argentinas, e influyeron en Bálsamo, cuya historia transcurre en un museo de la Patagonia y hace referencia a la campaña de Julio A. Roca. Desde otro ángulo, Asunción, de Ricardo Monti, con puesta de Jorge Rod, señala el surgimiento de la América mestiza, y La tentación, de Pacho O’Donnell, y dirección de Santiago Doria, reflexiona sobre hechos vinculados al fusilamiento de Manuel Dorrego. Se estrenaron y repusieron otras piezas de autores argentinos, como Teatro para pájaros, de Daniel Veronese (centrada en el ambiente teatral alternativo), dos trabajos de Susana Torres Molina (Derrame, dirigida por Mónica Viñao, y Manifiesto vs. Manifiesto, con dirección de la autora); Finales felices, de Eduardo Rovner; reposiciones y estrenos de Eduardo Pavlovsky, piezas de Rafael Spregelburd, Javier Daulte, Víctor Winer y Pedro Sedlinsky. Hubo una vuelta al pasado con clásicos como Los invisibles, de Gregorio de Laferrère, y Patria nueva, de Armando Discépolo, que inauguró el TST San Telmo.

Ante la expansión de la actividad teatral es natural preguntarse si existen espectadores para tantas obras. Está claro que no, pero se mantienen circuitos con un público fiel capaz de multiplicarse asistiendo a festivales, encuentros y homenajes, y entusiasmarse con espectáculos que integran actuación y movimiento, como Refugio para pecadores, de Mariano Moro (por el Grupo Krapp); Milagro, por Rancho Aparte, equipo integrado por egresados de la escuela de circo de Gerardo Hochman; Sucio, de Carlos Casella, Guillermo Arengo y Juan Minujin, dirigidos por Ana Frenkel y Mariano Pensotti, también autor de Los muertos, en colaboración con Beatriz Catani; Suerte, unipersonal de Marcelo Savignone, y Konga, music hall de Jean François Casanovas y Eduardo Solá.

El humor crítico y oscuro –también expresado en el musical– asomó en obras de gran producción y en piezas modestas. Sagaz y verborrágico, Enrique Pinti presentó Pingo argentino, con dirección de Ricky Pashkus, y Roberto Carnaghi cumplió su descacharrante papel en un aporteñado La jaula de las locas, de Jean Poiret, vodevil que tira dardos al matrimonio burgués. Convocaron Cabaret y Diario de Adán y Eva (pieza de humor amable); Verona, de Claudia Piñeiro; La maña, con Damián Dreizik; los ya habituales matches de improvisación y las presentaciones de cómicos stand up en todas sus variedades, incluido el judío, con Diego Wainstein, Dalia Gutmann y Rudy.

De clásicos infaltables, como Anton Chéjov, se estrenaron dos puestas sobre La gaviota, y de Carlo Goldoni, la festiva Arlequino, servidor de dos patrones, dirigida por Alicia Zanca. De Tennessee Williams, otro imprescindible, el director Oscar Barney Finn llevó a escena La gata sobre el tejado de zinc caliente, y del siciliano Luigi Pirandello se estrenó ¡Así es!... Si te parece, donde actuó Juana Hidalgo. De los clásicos españoles se pudo ver una singular adaptación de La Celestina, con Elena Tasisto, Julieta Díaz y Sergio Surraco, dirigidos por Daniel Suárez Marzal. El teatro de títeres para adultos reeditó sus encuentros anuales e incidió como disciplina en obras para actores, como en La que necesita una boca, de Román Caracciolo. Se multiplicaron las funciones de teatro callejero de grupos y los ciclos dedicados a un autor. Entre otros, Festival Beckett, dirigido por Patricio Orozco, y La Semana Jean-Luc Lagarce. En éste se vieron piezas en semimontado que trascendieron en funciones el evento, como Las reglas de la urbanidad en la sociedad moderna (traducida por Ingrid Pelicori, con interpretación de Graciela Araujo y dirección de Szuchmacher, organizador de La Semana...), y un music hall sobre textos de Lagarce y aportes y actuaciones de Marilú Marini y Alfredo Arias (argentinos residentes en Francia), Enrique Pinti, Daniel Fanego y otros actores, bailarines y cantantes. Una fiesta para quienes asistieron a las funciones del Teatro Maipo.

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La muerte de un viajante, de Arthur Miller, adquirió real vigencia en la puesta de Rubén Szuchmacher.
 
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