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Domingo, 13 de diciembre de 2009

CULTURA › OPINION

Resumen porteño

 Por Eduardo Fabregat

Los músicos suelen decir que los discos no se terminan, se dejan: un buen día deben frenar la noria creativa, mezclar, masterizar y dejar así plasmado el documento de ese momento de su carrera, que ya cuando el disco llega a la calle es levemente diferente. ¿Por qué no atreverse a desafiar la tiranía del calendario, y decir que en materia de música 2009 no terminó, pero ya lo podemos ir dejando? La poderosa andanada de Manu Chao, AC/DC y Spinetta y las Bandas Eternas fue como el moño, concentró tal cúmulo de sensaciones que sólo parece dejar espacio al reposo del guerrero. Sí, Andrés Calamaro y Gustavo Cerati, nada menos, están aún despidiendo la temporada con sendos y multitudinarios shows. Pero parecen la coda, generoso postre servido por dos grandes de la escena: hay una sensación de final en el aire. Eso que flota en las calles mientras las vidrieras se llenan de lucecitas navideñas made in China, las últimas postales. Resumen porteño.

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La escena tiene lugar en una cafetería de Belgrano, al lado del local de una cadena de gimnasios. El parroquiano desprevenido ve afuera el camioncito del canal América y apenas llega a preguntarse qué hace allí cuando entiende el motivo: hablando de postales, de figuritas repetidas, ahí está el último exponente de la larga galería de esperpentos que nos ha dado a las Farjat Sisters, a los Süller, a Oggi Junco, a Matías Alé, a Zulma Lobato y un gaterío variopinto. El parroquiano desprevenido tiene un ataque de paranoia: ¿no alcanza con que aparezca a toda hora, en todo canal, también tiene que encontrarse en persona a Ricardo Fort? La noche anterior, el animador lleno de dientes, olvidado de las preocupaciones sociales que lo llevaban a discursos enérgicamente moralizantes, comandó una nueva puesta en escena de esos escandaletes de cartón pintado que tan bien rinden en las planillas de Ibope. Ayer la inseguridad y los muertos a manos de los criminales desharrapados, hoy la obscena exhibición de riquezas de un Max Steel tamaño natural, rebosante de botox. El tiempo es tirano, señora. La TV es muy dinámica.

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Facebook y los blogs arden de comentarios, exhiben fotos y videos aficionados, tratan de dejar testimonio de la enormidad de lo ofrecido por Luis Alberto Spinetta en Vélez. La emoción, el recuerdo de los placeres artísticos, relega al fondo de la escena otras instantáneas de la noche: cualquiera de los asistentes podría haber sido un Mark David Chapman de las pampas, armado con su metralleta favorita. Tras atravesar el tortuoso laberinto de vallas diseñado por Stevie Wonder, nuestro Mark ingresa al estadio sin que nadie pregunte por el contenido de su mochila y empieza a los tiros, empezando por las pantallitas de Playmobil que provocan risa –es una manera de decir– en los escalones superiores de plateas y populares. Los diarios titulan “Inseguridad en el rock”. A dúo, Ricky y Marce piden justicia. El jurado saca cartelitos aplazatorios.

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Corren días nefastos para el medio rockero. Las muertes de Melisa La Torre en Ferro y Rubén Carballo en Vélez mantienen sobre el tapete la cuestión de la producción de recitales. Algunos tratan de meditar con auténtico interés cómo hacer para recuperar el delicado equilibrio que debe existir en esta clase de eventos; otros aprovechan para llenar de agua el molino de represiones fáciles. Brotan expresiones escandalizadas por el mal comportamiento del público argentino actual, como si a Miguel Abuelo le hubiera partido la ceja un húngaro, como si los que desataban el caos en La Falda en los ‘80, los que lanzaban monedazos, naranjazos, choclazos a los músicos que no les gustaban en los festivales de antaño hubieran sido holandeses. El público argento nunca tuvo un 10 en conducta: ocurre que hoy es exponencialmente más numeroso, y hay una generación que exhibe las consecuencias de la pauperización social, laboral y educativa, profundizando los costados más irracionales del accionar en masa. La calaña del nuevo ministro de Educación porteño, que haría palidecer a Lombroso, no alienta los mejores pronósticos al respecto.

Alguien, al menos, muestra intención de aprender: hasta que se aclare qué fue lo que sucedió en Ferro, Las Pastillas del Abuelo canceló todos sus shows. Ca$hejeros ya confirmó su participación en el Cosquín Rock.

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La TV, mientras tanto, construye ciudadanía. Movileros que arengan a los vecinos de un barrio para que no se queden quietos, para que vayan a la comisaría a pedir que rueden cabezas y de paso produzcan un buen material para llevarle al productor. Analistas que jamás vieron un recital de cerca se alarman ante el pogo y el apretujamiento, señalándolo como otro signo de la decadencia de estos tiempos (de la cual, por supuesto, los únicos responsables son los K). Opinators que ensayan su mejor gesto de horror ante la comprobación de que los pibes toman tetra brik y fuman porro, pero nada dicen de los ríos de bebida fina que corren en otra clase de encuentros, donde jóvenes de excelente posición social salen y se ubican tras el volante colocados con drogas de diseño y con el dosaje alcohólico de un cosaco. Cabezas parlantes que citan de manera inconsciente a Los Piojos, pongamos policías, pongamos policías, y luego dejan el estudio y por eso se pierden el segmento en el que los muchachos de azul reparten home runs a diestra y siniestra. Y Doña Rosa en la verdulería y Don Roberto en el taxi que repiten esto no da para más, hay que reventarlos a todos, tiene que volver la colimba para ponerlos en vereda, antes esto no pasaba.

La cajita de colores tuvo la gentileza de amplificar hasta la teoría más delirante sobre la familia Pomar. Lo que mató a los Pomar fue una clase de inseguridad que se lleva centenares de ciudadanos al año. Pero para qué hablar de la seguridad vial cuando se puede pedir la cabeza del boludo que no vio el auto ahí volcado.

Ah, la Divina TV Führer.

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El radiopasillo rockero, entretanto, parece una sumatoria del reciente show de AC/DC y el doblete de Metallica que abrirá 2010. La extraña foto que juntó a músicos y productores con Mauricio Macri y Hernán Lombardi –con Mario Pergolini de aparente mediador– pareció un signo de concordia, pero nada más lejos de la realidad. En Time 4 Fun y Popart llevan hecho un curso completo de rappel por las paredes de las oficinas, echando pestes por la limitación de diez conciertos en River, la prohibición de utilizar a GEBA y el Club Ciudad y la sugerencia de que la actividad festivalera se traslade al Parque de los Niños o el Roca, una pesadilla logística por ubicación, por accesos, por cuestiones de, ejem, seguridad. Así planteadas las cosas, con el decibelímetro en la sien y el sambenito de la inseguridad colgando, el panorama para el rock 2010 viene cargado de niebla. Hay insistentes versiones de que habrá cambios de peso en una productora. Se dice también que hay un conato de rebelión, que algunos músicos se negarán a participar en los festivales veraniegos del gobierno porteño, como respuesta a lo que ya se define como una persecuta hecha y derecha. Pero no falta el pesimista que escucha esa teoría, sonríe con sorna y habla de las quintitas bien cuidadas.

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El episodio más extraño de este fin de año, al cabo, no sucedió en el rock sino en el terreno de la música infantil. El 28 de noviembre, en el Auditorium San Isidro se apersonaron un inspector de Sadaic, una escribana y el abogado de Analía Mabel García, autora registrada de la canción “El sapo Pepe”. El objeto de la visita era impedir la reproducción pública del hit a cargo de la cantante Adriana: en un comunicado posterior, la música y el productor Sergio Strauch manifestaron su pesar por la desilusión de los niños presentes, a la vez que señalaron que siempre cumplieron con el pago de derechos (porcentaje sobre un borderó que incluye el discutible cobro de entradas a menores de 2 años). Quizá la señora García presiona de ese modo para conseguir una porción del enorme merchandising generado a partir del registro de marca del célebre batracio. Quizá algún espíritu avispado ya esté investigando si el Elefante Trompita está registrado como marca. Pero parece que Doña Rosa y Don Roberto tienen razón: ya no se puede confiar ni en los animalitos parlantes. Incluyendo a Ricky, a Marce y al ministro.

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Imagen: Daniel Jayo
 
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