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Miércoles, 21 de mayo de 2008

OLE MARTIN HOYSTAD, AUTOR DE UNA HISTORIA DEL CORAZóN

Sobre el latido como símbolo social

El escritor noruego trazó una historia de las ideas alrededor del órgano, que abarca desde juegos de palabras hasta relatos sobre cardiólogos, notas sobre filosofía y religión.

 Por Facundo García

–Che, operaron del corazón a Henry Kissinger.

–Dios mío, ¿qué habrán encontrado?

Dicen que así respondió Julio Cortázar cuando le dieron la noticia de que el célebre ex secretario de Estado norteamericano había pasado por el quirófano. Y la anécdota no sólo habla del buen humor del escritor. También es una muestra de que –al menos en el plano de las ideas– los corazones bombean mucho más que sangre. A lo largo de la historia, hombres y mujeres sintieron cómo los saltitos de ese pedazo de carne anunciaban el amor o la violencia; entonces le dedicaron músicas, dibujos, poesías y hasta aprendieron a “trasplantarlo”. Menos común ha sido, en cambio, que pensaran en toda la carga cultural con que rodeaban al cuore. Ahí es donde sale al ruedo el noruego Ole Martin Hoystad, doctor en Literatura, a quien no le tembló el pulso cuando decidió embarcarse en un viaje intelectual que lo llevaría a publicar Una historia del corazón (Lengua de Trapo - Manantial). Se trata de una investigación que intenta acercarse a un elemento que “por ser tan cercano, a veces tiende a esconder que en el fondo es también una construcción simbólica”.

Delator, blanco, de león, de oro, clandestino: al bobo se lo ha asociado con decenas de cualidades. Incluso es frecuente que a una misma característica se le haya dado sentidos contrapuestos de acuerdo con distintas épocas y lugares. Hoystad cuenta que para los faraones egipcios, por ejemplo, tener “un corazón de piedra” era índice de virtud. Por el contrario, el Antiguo Testamento –que menciona al órgano más de ochocientas cincuenta veces– invita a evitar esa dureza y a reemplazarla por ternura (Ezequiel II, 19-20). En cuanto al tamaño, hay que decir que en este asunto siempre importó, como también ha importado el hecho de que no se pare. Una vieja historia nórdica, llamada La saga de los hermanastros, cuenta cómo fue abierto el pecho de un guerrero muerto para ver si tenía corazón de valiente, es decir, si lo tenía pequeño. Nada más lejano al famoso “tiene un gran corazón” con el que tías y abuelas han tratado de enganchar a las muchachas casaderas en los últimos siglos.

“Pasa que nunca podemos olvidarnos de él por demasiado tiempo”, justifica Hoystad. “Es una presencia sumamente compleja, un síntoma de lo que nos pasa individualmente y a la vez un símbolo social; un músculo, pero también una metáfora. Lo loco es que nunca sabemos a cuál de todas esas cosas estamos siguiendo cuando creemos que escuchamos la voz del corazón”, añade. De todas formas, algo del orden de lo innombrable permanece a través de esa cadena de sentidos que surge una y otra vez en distintas sociedades. “Esa constancia es para mí uno de los enigmas de la humanidad –comenta el investigador–. ¿Como explicar la sensación súbita que tenemos cuando nos cruzamos con alguien que habla otro idioma y vive en otro país y, sin embargo, sentimos que lo que siente en su corazón está llegando de alguna forma al nuestro?”

Para Hoystad hay ahí una suerte de código. “Desde el punto de vista de la antropología, no se puede decir que haya algo completamente natural en el hombre, aunque sí pienso que hay una especie de base común, que tiene que ver con reacciones que compartimos y que pueden facilitar la paz”, señala. Si existe, este método de comunicación es de verdad antiguo, porque alguna mano que hoy es polvo escribió, 2000 años antes de Cristo, que el héroe sumerio-babilónico Gilgamesh había ofrendado un corazón a los dioses en su momento más dramático. De ahí para adelante, los sentimientos que se asociaron al músculo indispensable nunca dejaron de surgir. Hubo desde sacrificios humanos –como en el caso de los aztecas– hasta cartas de amor llenas de palpitaciones –como en la época del amor cortés–; pasando por mensajes de Dios que se grababan con latidos, a la manera en que lo cantaron los poetas sufíes del Islam. “Y cómo no recordar –propone el hombre, entusiasmado– conceptos como el cor inquietum de San Agustín, ese latir que le dice no al descanso, en tanto la injusticia y el mal no hayan sido desterrados social e íntimamente. Es una perspectiva maravillosa, y le digo esto aun cuando soy muy crítico de la Iglesia y del cristianismo en general.”

Una historia del corazón también tiene páginas reservadas a los cardiólogos. Sin ir más lejos, se relata el caso de Christian Barnard, que en 1967 hizo el primer trasplante cardíaco exitoso. Su paciente, Louis Washkansky, sobrevivió al cambiazo, aunque murió dieciocho días después... de pulmonía. La paradoja no termina ahí, porque quien al final se murió de un infarto –en 2001– fue el propio doctor Barnard. Ninguno de esos inconvenientes impidió que, a paso lento pero seguro, se inaugurara una nueva era. Hoy el bochín que vibra bajo las costillas ya no se interpreta como lo más íntimo e irreemplazable que tiene una persona. “Los trasplantes y las cirugías –reconoce Hoystad– han hecho que podamos intercambiar piezas. Por eso, ahora se nos hace difícil situar el alma en partes del cuerpo, como lo hacían los antiguos.”

No obstante, el signo sigue circulando y siempre regresa. No en vano el suicidio de René Favaloro –de un tiro en el pecho– sigue conmoviendo a la opinión pública luego de ocho años, con la persistencia de un mensaje cifrado. Ahora mismo, por hache o por be, alguien siente que su centro estalla en ritmos de emoción o de pena. “Es nuestro órgano más personal. El que nos confirma que estamos vivos y nos da señales afectivas segundo a segundo. En esa dimensión, el corazón todavía no ha podido ser reemplazado”, concluye el entrevistado.

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Ole Martin Hoystad: el corazón como “construcción simbólica”.
 
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