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Martes, 19 de agosto de 2008

PIAZZOLLA ’55 - ’57. SU ORQUESTA DE CUERDAS, EN EL TEATRO AVENIDA

Aquella marca inconfundible

Después del rescate de la primera orquesta de Troilo, se presentó otro importante trabajo de recuperación promovido por el 10º Festival de Tango. La Camerata Bariloche con Suárez Paz y otros músicos notables recrearon una etapa clave en la formación de Piazzolla.

 Por Santiago Giordano

Después de que el sábado se reavivara el proverbial “siempre estoy volviendo” de Aníbal Troilo con la reconstrucción de su típica del ’41, el domingo, siempre en el Teatro Avenida, se presentó otro importante trabajo de recuperación promovido por la dirección del 10º Festival Buenos Aires Tango. La Camerata Bariloche, junto a Fernando Suárez Paz (violín), Marcelo Nisinman (bandoneón) y Nicolás Ledesma (piano), interpretó a uno de los Astor Piazzolla posibles: el de París, el de mediados de la década del ’50, el de la orquesta de cuerdas. El artista irredento que en el cruce entre la tradición tanguera, su formación académica y una implacable percepción de lo que vendría promovida por las noticias del mundo trazaba las perspectivas de un futuro que mucho –pero mucho– más tarde, y después de innumerables polémicas y porfías, el tango sabría asumir como propio.

El minucioso trabajo del pianista Nicolás Guerschberg, que para reconstruir las partituras se valió de los discos editados y de algunos manuscritos de Piazzolla oportunamente cedidos por el bandoneonista radicado en Francia Juan José Mosalini, tuvo los mejores intérpretes posibles. El sonido consistente y equilibrado de la Camerata, la pronunciación sensible de Suárez Paz –aparcero de Piazzolla durante una década en el Quinteto Nuevo Tango–, la solidez de Ledesma y la sorprendente cercanía de Nisinman al gesto encrespado y fibroso del Piazzolla intérprete de sí mismo, además de su fraseo abierto en los momentos de lirismo, recrearon de la mejor manera aquellas ambiciones de marca inconfundible.

Tras las palabras introductorias de Gabriel Soria –vicepresidente de la Academia Nacional del Tango–, el concierto empezó con “Contrastes”, “SVP” y “Chau París”, piezas escritas y grabadas en Francia. El trabajo solista del bandoneón, apoyado en la elaboración rítmica del piano, se acunaba en el tapete sedoso o en el pizzicato puntual de las cuerdas. Los contrastes entre arrebatos rítmicos y momentos de franca excursión melódica pusieron en acto una característica expresiva que explotaría con “Tres minutos con la realidad”, empujón infernal de un Piazzolla que en 1957, ya de regreso en Buenos Aires, pensaba también en Bela Bartok y en Alberto Ginastera. En poco más de tres minutos, el torrente rítmico y una articulación formal jalonada por solos instrumentales que llevaban la música al borde de su propia disolución –excelentes Ledesma y Nisinman– desplazaban otra vez las fronteras del tango hacia el lado más ancho del mundo.

La segunda parte de una noche que a esa altura, a juzgar por el fervor de una sala repleta que aplaudía cada tres minutos, había colmado las expectativas más exigentes, comenzó con “Lunfardo”, otro codazo creativo a la tradición. Nicolás Guerschberg tocó como invitado en el piano y Suárez Paz sacó un solo delicioso, en el que desplegó buena parte de su arsenal expresivo. “Marrón y azul” mostró al trío de solistas, nuevamente con Ledesma, en perfecta comunión; e “Imperial” puso en juego a una orquesta que con su sonido versátil y sin fisuras una vez más atildó la música del marplatense.

La muestra del Piazzolla menos conocido había terminado, pero quedaba tiempo para celebrar al más popular. “Adiós Nonino”, para el suspiro de la dama y la satisfacción del caballero, marcó el cierre. Nisinman atacó el solo introductorio con la sutileza que le permite su dominio del fueye, y enseguida se sumó Suárez Paz para esbozar el tema central, antes de que la orquestación se inflara para respirar al unísono con un público emocionado. Para responder a la ovación, el bis de rigor llegó con “Oblivion”, la penetrante melodía que Piazzolla compuso para la película Enrique IV, de Marco Bello-cchio. Música ideal para silbar a la salida del teatro y en el camino de regreso a casa. Una de esas modestas formas de la alegría tras haber escuchado un gran concierto.

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Para esta presentación se reconstruyeron las partituras que se habían perdido o disgregado.
 
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