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Domingo, 18 de diciembre de 2005

EL ESCRITOR BOLIVIANO EDMUNDO PAZ SOLDAN Y “EL DELIRIO DE TURING”

“El cambio va a suceder con o sin políticos tradicionales”

Su novela, presentada días atrás en el Malba, muestra varios nexos con la actualidad política y social de su país, que hoy vive una elección clave.

 Por Silvina Friera

Edmundo Paz Soldán pensaba dedicarse a la política, pero su vida cambió cuando llegó a Buenos Aires en 1985. Se hizo hincha de Boca por el jugador boliviano Milton Melgar, mientras cursaba Ciencia Política en la universidad. Hasta que le picó el bicho de la literatura, en plena Feria del Libro. “Veía tantos chicos que iban a las charlas o compraban libros, que me despertó una envidia saludable. Si esto es lo que me gusta, ¿por qué no lo hago?”, se preguntó. Y empezó a escribir cuentos breves, después novelas y cuando quiso darse cuenta ya era un escritor, “uno de los mejores de la nueva generación”, según opina Mario Vargas Llosa. Aunque vive en Estados Unidos desde 1988 –actualmente es profesor de Literatura Latinoamericana en Cornell–, sus últimos libros están anclados en Bolivia, más precisamente en la ciudad de Cochabamba, donde nació en 1967. “Necesito ese contexto, pero no tiene que ver con la nostalgia. Al estar fuera del país, la distancia me ayuda a escribir y me permite ver todos los factores en conflicto”, señala Paz Soldán en la entrevista con Página/12. El escritor boliviano presentó en el Malba El delirio de Turing (Alfaguara), novela que transcurre en Río Fugitivo durante la revuelta popular contra el alza de las tarifas de energía aplicada por la empresa transnacional GlobaLux.
A las habituales manifestaciones callejeras, se añade un nuevo tipo de resistencia comandada por Kandinsky, mítico líder de un grupo de hackers que combaten al gobierno y a las transnacionales con virus informáticos, y que aspira a convertir a Río Fugitivo en la nueva Seattle del continente. Al Turing de la novela de Paz Soldán lo apodan así por el famoso criptoanalista inglés que logró descifrar Enigma, la máquina que garantizaba a los nazis el envío secreto de sus mensajes en la Segunda Guerra Mundial. Pero se llama Miguel Sáenz y es un oscuro burócrata que ha servido a dictadores y a presidentes democráticos desde la Cámara Negra, organismo especializado en interceptar y traducir mensajes de la oposición en los violentos años ’70, ahora reciclada como una dependencia que lucha contra el ciberterrorismo. Novela atípica y compleja por el despliegue de personajes y “subtramas”, el juez Cardona, ex ministro del dictador Montenegro, quiere vengarse de quienes con su trabajo silencioso permitieron que se torturara y matara a un grupo de revolucionarios en 1976. Y él sabe que Turing tiene las manos manchadas de sangre.

–¿El tema de la responsabilidad de los burócratas es una deuda pendiente en Bolivia?

–Sí, con Turing pensé en lo que llamo “la culpa de los sin culpa”. Cuando se ha podido acusar o llevar a juicio a los responsables de la dictadura, han sido los que dieron órdenes o a los que han apretado el gatillo, pero la gente que ha trabajado en la burocracia no se siente responsable porque no vio la sangre, no ha visto la última consecuencia de su propio trabajo. Lo que ocurrió con las dictaduras forma parte de nuestro presente: muchos se han reconvertido a la democracia sin haber asumido sus responsabilidades.

–¿Por qué a pesar de necesitar como telón de fondo el contexto social y político boliviano inventó un lugar mítico, Río Fugitivo?

–Mis primeras tres novelas transcurrían en Cochabamba, pero llegó un momento en que una amiga mía me dijo: “Esta calle que tú mencionas ha cambiado de nombre”. Los años no pasan en vano, la Cochabamba literaria que aparece en mis libros era la de mi infancia y adolescencia, la tenía como congelada, pero la ciudad seguía cambiando, había más edificios y centros comerciales. Me di cuenta de que en Bolivia iban a leer mis novelas demasiado pegados al referente real, entonces pensé que si inventaba un lugar que se llamara Río Fugitivo iba a tener libertad para equivocarme, descontextualizar y encontrar cierta autonomía para mi mundo literario, desligado del referente, pero al mismo tiempo, con ciertas semejanzas que lo convertían en una especie de alter ego de Cochabamba.

–¿De qué manera impactan las nuevas tecnologías en la vida cotidiana?

–En Latinoamérica tenemos esa obsesión o ambición de modernidad que muchas veces es inalcanzable, pero parte del problema es que vemos la modernidad sólo en términos económicos. Quizás haya una especie de compensación simbólica, por pertenecer a la periferia, que nos haga sentir que somos parte de esa modernidad. Pero la verdadera modernidad tiene que ver con la erradicación de los prejuicios. Lo veo mucho en la clase media boliviana: todo el mundo tiene cable y vive muy conectado, pero no se ha modernizado desde lo social y conserva los mismos prejuicios en relación con el indígena. En Bolivia hay una modernidad postiza. Nosotros adoptamos estas nuevas tecnologías por el hecho de que son nuevas, pero no nos cuestionamos a qué nos llevan y cómo cambian nuestra relación con el mundo.

–¿Qué rol cumplen los hackers en ese modo de relacionarse con el mundo?

–Hay algo utópico en los hackers “activistas” que utilizan las tecnologías como una forma de protesta social. Aquí todavía existe una visión un poco romántica del hacker que supone que ellos tienen conciencia social, aunque no tengan una ideología muy formada. Estos hackers sólo saben que tienen que protestar, y quizá eso sea un nuevo signo de estos tiempos: nos hemos desideologizado, estamos desencantados con el modelo neoliberal, pero nos cuesta pensar otra alternativa. Pero la mayoría de los hackers usa la tecnología para demostrar su capacidad, sus conocimientos, son individualistas y están desconectados del mundo.

–En la novela plantea un final abierto respecto de la situación política. ¿Cómo relaciona este final con la realidad boliviana?

–La sociedad boliviana no se ha enfrentado a sí misma, tiene un 60 por ciento de población indígena y nunca tuvo un presidente indígena. Si bien hubo una revolución, cincuenta años atrás, que le dio el voto y derechos civiles al indígena, no se dejó de lado el racismo. Este es el problema de fondo; algunos opinan que es sólo una cuestión de tiempo, que los indígenas ya tienen el 30 por ciento de la representación parlamentaria y que, tarde o temprano, van a conseguir la presidencia. Las clases tradicionales sostienen: “Ya hemos hecho muchas concesiones, ¿qué más quieren?, ¿por qué siguen quejándose?”. En el Parlamento hay cuatro lenguas oficiales desde hace más de diez años: el quechua, el español, aymará y el guaraní. Es cierto que se han conseguido muchas cosas, pero todavía falta mucho. El cambio se está acelerando, hace cincuenta años hubo una revolución, pero fue una revolución de la clase media bienintencionada. Lo que está ocurriendo desde hace cinco años, aunque todavía no se haya planteado en estos términos, es una revolución indígena. Los que tienen el poder nunca lo abandonan fácilmente y muchos políticos de los partidos tradicionales no se dan cuenta de que el cambio va a ocurrir con o sin ellos.

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“Nos desideologizamos, estamos desencantados con el modelo neoliberal, pero nos cuesta pensar otra alternativa.”
Imagen: Silvana Miyashiki
 
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