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Domingo, 21 de agosto de 2005

OPINION

Diegó, Maradó, el Dié, Dios

Por pablo alabarces *

Vayamos por partes, a ver si llegamos a un todo:

1. El programa de Maradó tiene todos los vicios de la TV argentina y mundial, algunos agravados y exasperados: por ejemplo, el narcisismo descomunal de su conductor, el conglomerado indigesto de fragmentos que nadie sabe de dónde vienen ni a dónde van (¿qué hacía la Cuccinota por ahí?), la ausencia de todo sentido de las preguntas y las respuestas (si es que hay alguna), esa lógica de invitación que pasa por el famosismo y el amiguismo, la yuxtaposición de estéticas (una mezcla de Cirque du Soleil y bailarinas berretas de Pipo Mancera), la emoción como último horizonte del pensamiento. Además, aburrido.

2. Pero, ¿a quién le importa todo esto? No hablo de sus cifras de rating, que eran previsibles, y que nunca justifican nada (salvo que pensemos en el viejo asunto de los millones de moscas que comen caca). Como todos sabemos, millones ven a Los Roldán o a Tinelli y eso no los transforma en buenos programas (son aún peores que el de Maradona). Aunque su transformación en conductor televisivo nos permita someter a Diegó a un análisis estético y televisivo, hay por ahí algo que se nos resiste. Con Maradona, no es nada novedoso: ya tengo demasiado escrito sobre Maradona, y siempre se escapa por algún lado, siempre me obliga a repensar mis hipótesis y mis análisis.

3. Y no me vengan con que ése es el problema, justamente, con que “a Maradó hay que sentirlo y no pensarlo”: porque en ese caso, bajamos la persiana y damos rienda suelta a los instintos.

4. Hubo, sí, dos claves interesantes en el programa: la primera, que en una pantalla tan blanca como la del 13, Diegó sentó en primera fila a toda la familia. Todos ellos ostentando eso que hizo del Dié el símbolo plebeyo de la patria: justamente, su plebeyismo. Suena populista y no lo es: esa exhibición de Fiorito enchufada en la cámara, de prepo, todavía marca una ilusión democrática, y esa ilusión (el atorrante que sale de la pobreza para llegar a la fama sin olvidar a los suyos) es la marca central del mito Maradona. Bienvenida, entonces, su actualización, pero... (pasar a 7).

5. La otra es esa provocación con Pelé: cuando O Rei le pregunta por el bidón, el Dié repregunta por Havelange o por las desventuras del hijo descarriado. Por allí aleteaba ese Diegó negrito, respondón y deslenguado de los 80 y 90, su mejor recuerdo.

6. Y es que no hay nada que hacer: el análisis de Maradó insiste en no ser estético. Ese programa era una celebración, un rito colectivo donde el propio Lázaro celebraba su resurrección en cámara, renovaba su compromiso emotivo y amoroso, el pacto que lo une con sus feligreses (millones). Un pacto cada vez más pavote, basado puramente en el agradecimiento por el pasado de grandeza y por la ausencia de la muerte. Nada más: ¿nada menos?

7. Pero queda claro que se trata solamente del pasado. Un pasado gigantesco y desbordado, en el que Diegó significó la Patria, pavada de significación, y por eso su perduración. A Maradó, capturado por la industria cultural como mercancía, sólo le queda un poco de plebeyismo al que la lógica de los medios ha ido limando lenta pero consistentemente. La semana que viene no va estar ni la Tota. Y ese toqueteo con la política (el tatuaje del Che, por ejemplo) se recubre con Dalma y Giannina, las gordas. Mercancía, en suma, adecentada y adocenada, pasada por el implacable filtro de Adrián Suar.

8. Por suerte, el Dié no es ningún dios (que dicen que no se equivocan). Y con él nunca se sabe. En una de ésas, mañana me tengo que desdecir de todo esto, para alegría de mis amigos que me vienen puteando bajito desde el lunes pasado. Por ahora, sigo prefiriendo los recuerdos.

* Profesor UBA, investigador Conicet.

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