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Martes, 31 de mayo de 2016

CINE / TV > LUIS ORTEGA, HISTORIA DE UN CLAN, LULú Y ROBLEDO PUCH

“Hay tanta violencia que tenés que subir mucho la apuesta”

Más allá de la broma de subastar su Martín Fierro en Internet, Ortega sigue peleando palmo a palmo por la financiación de sus proyectos: “Que una película te salga mal es un peso muy grande, no es como un poema que escribís para vos”.

 Por Diego Fernández Romeral

Hasta hace dos semanas, cuando cambió el número de su celular, Luis Ortega recibía entre cuatro y cinco llamados por día desde distintas cárceles. Cada vez que atendía, las voces del otro lado querían convencerlo de que tenían secuestrado a alguno de sus familiares, de que podían torturarlos, de que debía llevarles una buena cantidad de dinero para que todo terminara bien. Con el tiempo, el método de robo se repitió hasta convertirse en una rutina morbosa. Un año atrás, cuando Ortega comenzó a recorrer los pasillos de las cárceles para dar vida a sus personajes en la serie televisiva Historia de un clan, con la que acaba de ganar el Martín Fierro como mejor director, su teléfono comenzó a circular entre los presidiarios, y su apellido, cargado también con el prestigio que le dio la serie, parecía garantizar un buen dinero para cobrar.

Luego de haber terminado de filmar Historia de un clan, las recorridas de este cineasta de 35 años por los presidios del país continuaron junto al periodista Rodolfo Palacios, autor del libro El ángel negro. Vida de Carlos Robledo Puch. Ambos están escribiendo el guión de la próxima película de Ortega, basada en la historia del asesino serial criado en Olivos, que antes de cumplir los veinte años fue condenado por cometer once homicidios, diecisiete robos y una violación. “Todavía estoy tratando de ver por qué tengo esa afinidad con el mundo de la delincuencia. Tampoco sé bien qué me pasa con el acto de matar”, dice hoy Luis Ortega. “Es algo que empezó a estar en Historia de un clan. Hay algo raro en esa atracción que siento por la cosa estética de la violencia, que no sé si es violencia reprimida, o quizás es la necesidad de expresarse de una manera que esté a la altura del modo en que nos violenta la realidad. Estamos rodeados de tanta violencia y tanta realidad que tenés que subir mucho la apuesta en una película”.

Sentado en un amplio sillón de cuero negro en su vieja casona de Almagro –que con ironía lo señala como el símbolo de “haber alcanzado el éxito”–, Ortega prepara unos vasos de gin tonic sobre una mesa ratona en la que hay algunas películas de John Cassavetes, un libro de Jack London y discos de Bob Dylan. Alrededor, un salón apenas amueblado y sin nada colgando sobre sus paredes blancas está calefaccionado con dos estufas eléctricas que no pueden enchufarse al mismo tiempo, porque se corta la luz en toda la casa. Su perra Panza, a la que encontró en la calle, corre a un gato negro haciendo crujir los pisos de madera, y Ortega pone algunas canciones de Tiene vida, el disco que va a sacar este año con una tapa en la que se lo ve escribiendo junto a un bebé que se mete una pistola en la boca. Entre las once canciones del disco, todas compuestas por él en un pequeño órgano y producidas junto a Daniel Melingo, hay una inquietante versión de “Fantasma” –la cortina musical de Historia de un clan– cantada por Pity Alvarez. Las canciones se escuchan de fondo y van dando paso a una charla que comienza con el estreno de su sexta película, Lulú (por Lucas y Ludmila, los protagonistas), que aparecerá este jueves en las carteleras de cine, al mismo tiempo que se estrenará la serie El Marginal –emitida por la TV Pública, producida por los fondos de fomento del Incaa que el nuevo gobierno congeló–, de la que Ortega dirigió el primer capítulo.

–En Lulú, además de dirigir la película, usted escribió el guión. ¿En qué momento se encontró con la historia?

–Hace unos años volvía caminando por esa zona donde está la casita ocupada en la que viven los personajes, en el medio del parque que está al lado del Palais de Glace. Tenía la historia de una pareja de adolescentes que todo el tiempo están viendo hasta dónde pueden empujar los límites de su libertad, y si en realidad eso no termina siendo tramposo. En la puerta de la casita vi a una mina en piyama fumándose un faso, que vivía ahí con su familia. Me hice un poco amigo de ellos y les terminamos pagando un hotel el tiempo que estuvimos filmando, pero en el medio la tiraron abajo. Es una zona rara, porque es Recoleta pero ultra lumpen, está en manos de nadie. Ahí conocimos a un tipo que se llama “El Muerto”, que vive entre las raíces de los árboles, y terminó caracterizado en la película. Una noche de filmación vinieron unos pendejos, agarraron a otro y le empezaron a meter un palo en el culo. Y para que no se metiera nadie le empezaron a gritar “violín”. Es medio una zona “dromómana”, y cuando la encontré se me terminó de armar la historia.

–¿A qué se refiere con esa idea de que la libertad puede volverse tramposa?

–Aparece más que nada con él, que no puede parar. Está buscando algo que no va a encontrar nunca, porque quizás ya tiene consigo un poco de esa libertad que busca, que es “hago lo que quiero y nadie me va a decir nada”. Pero se pierde en esa búsqueda, y termina siendo una libertad inútil. Con Lulú hay una idea de fondo que tiene que ver con el camión lleno de cadáveres que aparece, con el fin de la inocencia, y con una idea de la muerte muy presente en la adolescencia. Creo que la libertad no existe, en términos de que naciste con algo bastante predeterminado: una genética que va determinando tu manera de pensar. Todas esas cosas que no elegís. Y no meterse con eso es lo que lleva al personaje a terminar mordiéndose la cola.

–En relación a algunas de sus anteriores películas, dijo en varias oportunidades que sintió mucha frustración al verlas proyectadas, y eso lo hizo buscar otros modos de contar. ¿Cree que en Lulú logró encontrarlos?

–Que una película te salga mal es un peso muy grande, no es como un poema que escribís para vos solo y lo terminás tirando a la basura. Es un problema de ego: “¿cómo yo hice algo tan malo?”, pero a través de esas frustraciones creo que aprendí a contar mejor una historia. Yo siempre estoy atrás de mi alma para tratar de ponerla en lo que filmo. Pero en el medio encontré que me faltaba otra cosa, el oficio de narrar, donde muchas veces toda la carga emocional que tenés atenta contra la estructura narrativa. Y en eso me sirvió mucho la experiencia que tuve con Historia de un clan, pude pulir la manera en la que cuento una historia, distanciarme un poco de las historias y tener otra perspectiva. El romanticismo de la juventud, donde vos te das cuenta quién sos, en el cine necesita de un proceso más, que es el de llevar adelante la realidad de una producción en la que pueden trabajar 150 personas o donde vos tenés que pedir 1 millón de dólares, como los que necesito ahora para poder filmar una película de época como la de Puch. Es una prueba muy contundente en el terreno de la cordura la que tenés que pasar para seguir adelante con una película, que tiene que ver con algo emocional que termina ligado a algo industrial en donde solo hablás de días, plata, presupuestos. Es un proceso brutal. Mucha gente se volvió loca o terminó sucumbiendo frente al hecho de hacer películas.

–Desde ese lugar, ¿se considera parte del llamado “cine independiente”?

–Independiente soy porque no me queda otra. A mí me encantaría que venga un canal de televisión y haga difusión de mi película, pero no me atienden el teléfono. Yo quiero hacer esto, que son películas, pero no tengo esa posibilidad. Entonces las hago así. ¿La independencia estaría en que yo sea millonario y no esté esperando como ahora que me aprueben un guión? Pero me hace bien la prueba, porque quizás yo no escribo lo suficientemente bien para juzgarme, y necesito que otro me diga: “Mirá, está todo bien con el poema, pero yo te voy a poner toda esta guita. Fijate que la película se entienda, que sea una historia que vaya para adelante, que tenga ritmo”. Entonces tenés que ver cómo vos no perdés lo que querés contar y a la vez encontrar una estructura que te permita comunicarlo, y que la puedas proyectar en el Village Recoleta, ponele. La gente que ve mis películas es gente que no va al cine a consumir pochoclo. No consume nada… o consume otras cosas. Pero a su vez yo quiero que mis películas se den en esos cines, porque es la mejor manera de verlas.

–En esa búsqueda puede aparecer el riesgo de comenzar a repetir estructuras que “funcionan”, que son redituables económicamente.

–Sí, pero estamos hablando de un negocio que es el cine. Vaya a ver las películas argentinas más vistas de hoy. No tienen ninguna cercanía con una emoción sincera del que las está haciendo. Pero para que me sigan queriendo producir películas –porque yo no puedo hacerlo–, no considero que tenga que rebajar mi oficio a otra cosa. Creo que puedo mejorarlo, porque sino te quedás en esa de que “no te entienden”, y pensás que nadie las ve porque son unos boludos. Pero podés hacer cosas muy buenas y que te pongan en un lugar desde el que después no tengas que hacer tantas concesiones. Hay películas que te plantan. Badlands, de Terrence Malick, es una de mis películas favoritas. Y él logró montar una obra a partir de ahí. Yo en diez años no quiero estar padeciendo esta situación, donde el otro puede hacerte creer que no sos lo suficientemente bueno para combinar las dos cosas y pertenecer de algún modo a una industria, porque sino tenés que filmar para tu mamá y proyectarla en un bar.

–Usted dijo que Historia de un clan fue lo mejor que filmó, ¿sigue pensando que es así?

–Con perspectiva no sé si diría eso. Supongo que es lo mejor en un sentido narrativo y mío en cuanto a dirección de actores y a escribir bien y rápido. Empezamos a filmar con cinco libros y cuando teníamos esos cinco capítulos no había más libros, así que tuvimos que escribir las escenas casi en el momento. Quizás fue lo mejor a nivel profesional, pero a mí lo que más me gusta es Dromómanos, o por momentos Lulú.

–¿Por qué?

–En esas películas estoy más cerca de los personajes que en Historia de un Clan. Eso hace que una película sea quizás más imperfecta, pero me siento más identificado con ellos que con los que ya tienen una vida armada de rugbiers o de empresarios. Hay algo de esas personas que las hace ya estar actuando. Entonces tenés que desarmar dos mundos: interpretar el personaje sabiendo que esa persona ya está mintiendo, porque pertenece a un mundo que lo obliga a fingir. Es más trabajoso y por eso me sentí exigido. Es un desafío llegar al corazón de esos personajes. Pero contar la historia de gente transparente, que si los mirás a los ojos sabés lo que les pasa, sabés que no te están mintiendo, me exige menos a nivel diálogo, que es un elemento que encripta un montón de cosas. Y eso me atrae más.

–¿Identificarse con los personajes no puede resultar problemático al momento de contar sus historias?

–Hay un momento en que decídís si filmás o no, con $1000 o con lo que tengas. A partir de ahí hay una imposibilidad de parar, que hace que vos te involucres tanto con la película que no tengas una distancia no solo como narrador, sino como realizador. Tenés que filmar, traer la cámara, bajar lo que filmaste, ver si las fotos salieron bien, si se escucha. Terminás envuelto en una cosa que no tiene que ver con lo que vos sabés hacer, sino con algo heroico que es hacer la película sin apoyo de nadie. Y todo por algo inútil, por una batalla perdida. Pero que no podés dejar de estar ahí. Como espectador vos asistís a ciertas frustraciones que tienen que ver con todas esas situaciones. Y como realizador aparece la imposibilidad de alejarse, porque si te alejás se muere esa película, porque nadie la va a producir. Ahora, como bloque de emoción, yo me quedo con esas películas, que tienen el corazón expuesto, que son más difíciles de ver y en el momento parece que te dejan menos. Pero a largo plazo creo que son las que más terminan habitando, más que aquellas que tienen una estructura perfecta.

–¿Cómo se planteó la película de Robledo Puch en relación a la distancia que va a tomar de él?

–La estamos pensando de la misma manera que hicimos Historia de un Clan, tomando la distancia suficiente para poder profundizar y no sentir compromisos con los personajes. Por eso vamos a necesitar un presupuesto que nos permita abocarnos a contar la historia. Filmar la serie me hizo dar cuenta de que puedo poner mejor una bomba como infiltrado. Ahora está muy extendida esa idea de que no hay que juzgar, pero para mí es importante juzgar, que no es mandarlo al muere, pero te hace darte cuenta en qué momento se está empezando a mandar las cagadas el personaje. Robledo es un pibe de 15 años que no mata por placer. Se van dando las cosas de una manera en donde un pibe que no tiene necesidad de robar se encuentra colando en casas, de escruchante. No necesariamente para todo el mundo matar a alguien es un problema. Hay gente que puede matar y que sea una abstracción, y eso no sé si lo hace un hijo de puta. Tiene un dispositivo en donde a la noche cierra los ojos y se duerme. Entonces hay que ver qué sucede con eso.

–En Historia de un clan, a la par del alto nivel de violencia y tensión sexual, estaba la carga filosófica que ponía el personaje de Arquímedes Puccio, ¿Robledo Puch es un personaje que puede tener esa misma función en su historia?

–Si se escucha una conversación real de Arquímedes negociando con la familia del “fantasma” –como le dicen ellos–, el tipo no puede decir dos palabras. No sabe ni hablar. El artificio ahí somos nosotros. Está Rodolfo Palacios, Pablo Ramos (guionista) y yo. Ése no era Arquímedes. Por eso sirve para mi agarrar un hecho real, que todo el mundo conoce y en un punto lo que vos lográs es meter a la gente en tu mundo, cuando en realidad ellos compraron por otra cosa. Y si hacés las cosas bien, no van a poder salir. ¿Qué gano yo? No sé, morbo, expresarme, sentir que estoy vivo. Pero no sé de qué sirve, si tiene una función. Quizás el otro también siente que está vivo. A mí no me interesa cien por cien el caso real. Yo no podría filmar la crueldad porque sí, sin ese contenido filosófico, sin que estés diciendo algo más. ¿Qué sentido tiene? Para eso está el noticiero o Youtube. ¿Por qué poner en escena un acto extremo como es dispararle a un bebé, como pasa con Robledo? Es lo más descabellado que escuché en mi vida, pero cuando lo escuché, pensé “acá hay una película”. Un pibe que le dispara a un bebé no tiene ningún tipo de explicación. Y algo que no tiene ningún tipo de explicación amerita una película.

–¿Y cuál es el trasfondo filosófico que encontró en la vida de Puch?

–Yo creo que todo es una purga. La pesadilla de estar vivo, por momentos fantástica, no puede ser otra cosa que una purga. ¿Qué es toda esta matanza que ves todos los días? No puede ser otra cosa que algo que en algún momento va a terminar en un lugar donde no exista violencia, mentira, careteada, que no tenga todo este enjambre de dudas en el que nadie sabe qué hace, quién es. Si no, no le encuentro ningún sentido. Quizás representándolo aceleramos el camino hacia eso. Yo no veo a nadie feliz, nunca en mi vida vi a nadie feliz. Entonces, ¿qué tenemos para perder? Y en el medio te sentís ridículo, expuesto, te sentís un pelotudo, “¿para qué hago esto?” Pero no queda otra. No sé, hay gente que quizás la pasa bien sin hacer nada, pero a mí nunca me pasó eso.

La subasta del Fierro

Durante la última entrega de los premios Martín Fierro, Historia de un clan –producida por Underground y ganadora del concurso Prime Time de Fomento TDA– se llevó seis estatuillas, entre las que estuvo la de Mejor Director para Luis Ortega. Sin embargo, al momento de la entrega, quien subió al escenario fue Alejandro Awada (que además se llevó el de Mejor Actor Protagonista). “Decidí no ir básicamente porque es un lugar donde sabía que la iba a pasar mal. ¿Para qué me voy a someter a un martirio?”, dice Ortega. “Se trata de estar dos horas con una cámara al lado de la cara a ver si ganas un premio o no. Pero pareciera que tenés que pedir disculpas por cosas que son más que evidentes, cuando lo más normal es no ir a ese tipo de eventos”.

Tres días después de la ceremonia, el premio ganado por Ortega fue publicado en la página web de Mercado Libre, en una subasta que alcanzó los $500.000. “Yo no sé ni entrar a Mercado Libre. El productor me dijo si le podía regalar el Martín Fierro y le dije que sí, porque el premio de última es el reconocimiento que tengo en la calle”, asegura el director. “Me dijo que la iba a vender para terminar de distribuir Lulú, y como productor de película independiente me parece que estuvo brillante. Lo hice yo, pero fue su idea. Después Clarín subió el link de la película, que yo si le pongo 100 lucas no lo sube. Fue un rebusque de productor, y estuvo buenísimo. El premio andá a saber dónde queda.”

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“Yo no veo a nadie feliz, nunca en mi vida vi a nadie feliz. Entonces, ¿qué tenemos para perder? Y en el medio te sentís ridículo, expuesto.”
Imagen: Joaquín Salguero
 
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