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Domingo, 10 de junio de 2007

SERGIO PUJOL HABLA DE SU LIBRO “LAS IDEAS EN EL ROCK”

“Me impulsó la sorpresa ante la vigencia del rock”

El autor de Rock y dictadura fue invitado a abordar el género en una serie de charlas en la Facultad Libre de Rosario: allí nació la idea de volcar todo ese material de análisis en un libro que intenta una visión académica y universal, que saca a la Argentina del centro y echa una mirada profunda sobre la evolución de la música joven a través de las décadas.

 Por Roque Casciero

“Es difícil establecer con precisión el momento de emergencia de una nueva subjetividad ‘joven’, que aún a lo largo de los ’50 es bastante minoritaria. Pero no hay duda de que, de todas las vías de esparcimiento a disposición, la música popular se erige como la más seductora; es ahí, en sus fueros, donde los jóvenes se sienten parte de un colectivo diferente. Por encima del condado, la escuela y la pandilla del barrio está la audiencia del rock’n’roll. En ella, todos son jóvenes. Sucede que al contar con mayores recursos –los chicos tienen más dinero en sus bolsillos que antes–, la juventud reenvía a la industria del entretenimiento señales de ansiedad cultural. Una vez más, la ley de oferta y demanda. ¿Dónde mejor aplicada si no en los Estados Unidos?” El fragmento corresponde al flamante Las ideas en el rock, un libro en el que el historiador y crítico musical Sergio Pujol se preocupó por dejar sentado desde un punto de vista académico un cúmulo de pensamientos acerca del rock y su cultura. El trabajo surgió con un pedido de la Facultad Libre de Rosario, que se cristalizó en ocho clases en las que Pujol analizó desde las fuentes del grito que significó el rock hasta un presente (o un pasado reciente) “alternativo y globalizado”. Después de las charlas, el paso siguiente fue volcar ese material en un libro, que el autor tomó como “un desafío personal”, el de dejar sentado un análisis académico del rock como fenómeno universalista, pero visto desde aquí.

“Observaba que buena parte de la producción periodística argentina de los últimos tiempos se centra mucho en la escena local, e incluso mi libro anterior (Rock y dictadura) era sobre eso”, explica Pujol. “Si se piensa en los libros que se han escrito en la Argentina sobre rock, algunos muy buenos, son todos del rock de acá. Es como si para afirmarse en nuestro país, el rock no hubiese necesitado solamente de los grupos pioneros, de los creadores y de que las canciones fueran escritas en castellano, sino también del apoyo de la prensa, de ciertos periodistas especializados que tomaron esto como una cuestión casi política. Tal vez por eso se descuidó un poco la reflexión sobre las tendencias mundiales. Se perdió un poco de vista el hecho de que el rock nace como un fenómeno mundial por parte de los jóvenes. Ese halo universalista del rock está en el origen, que ha sido siempre la fuente de inspiración. Pero quizá por las impugnaciones que se le hicieron en su comienzo al rock (‘foráneo’), o quizá porque el discurso de los ’70 tenía una gran dosis de nacionalismo, la relación del rock argentino con el exterior fue un poco acomplejada. Por eso me pareció interesante salir del foco argentino y ver el foco como lo conocimos los de mi generación.”

–El fenómeno de los últimos años es que hasta las bandas empiezan a alimentarse sólo de rock “nacional”.

–Sí, hay una cosa un poco endogámica en el rock argentino de hoy. Y es una contradicción con el espíritu del rock, esa cosa de apertura, de libertad con la que se vinculaba la experiencia del rock. Lo que sucede es que, finalmente, el rock se convirtió en un fenómeno de masas, en un género popular. La escala en la que hoy se produce y se consume rock era impensable en los ’70.

–En su origen, el rock confrontaba contra la música de la generación anterior. Hoy sería impensado para un adolescente oponerse a la música de sus padres, porque se opondría a Los Beatles, los Stones, los Doors y Jimi Hendrix.

–Claro, ya no puede medirse en términos generacionales. Hasta los ’70, en la Argentina, la música de los padres era la de otra generación. Por otro lado, valdría preguntarse si hoy tiene sentido seguir hablando de una música de sesgo generacional, como fue en otros tiempos. Lo que pasa es que muchos de los músicos que siguen grabando y que llaman la atención son personas que rondan los 60 años. Ahí hay un fenómeno biológico que ha sido bastante traumático para el rock, porque es una música que nació como grito de la juventud y como tradición propia ya tiene más de cuarenta años. Eso obligó al rock a diferenciarse y a establecer esas parcelas, esas fragmentaciones que antes no existían. Antes hablábamos de una sola cultura rock.

–En el libro, usted habla de los dilemas ideológicos del rock, como el que existe con el mercado y la industria.

–Ese tema es muy interesante y está presente a lo largo de toda la historia. Por ejemplo, cuando hay una entrevista a algún artista que grabó con un sello grande, nunca faltan las preguntas sobre las presiones del sello. Es una pregunta que a ningún periodista se le ocurriría hacerle a un músico de tango, jazz o clásica. Pero siempre está entre lo que la industria quiere imponer –que sería el gesto pop– y lo que el músico de rock quiere decir con toda soberanía. Esa lucha por hacer el disco como a mí se me canta, con el productor que yo quiero, es parte de una sorda lucha ideológica que se da constantemente en el rock. Y creo que eso diferencia, más allá del lenguaje y los sonidos, lo que es pop de lo que es rock.

–El control sobre la propia obra tiene que ver con la autenticidad que es requisito rockero, que usted aborda varias veces.

–Ese es el núcleo ideológico, el valor supremo del rock. Y no deja de ser curioso, porque el rock aparece como una cultura construida, no heredada. El músico de rock no es como Leda Valladares, que buscaba las bagualas de hace 200 años. Más allá de la fecha que consideremos como originaria, el rock tiene un momento de gestación que es bastante claro: no siempre hubo rock. Pero, a la vez, es algo en lo que los músicos y el público ponen muchas expectativas, de ahí lo de la autenticidad: ésta es nuestra cultura, le hemos dado esta forma y vamos a defenderla a muerte. Eso es como un principio que no se negocia en el rock. Podemos hacer un videoclip, todas las giras que quieran, ya no tenemos problemas con la televisión, pero no se metan con nuestro disco, porque nuestra identidad está en nuestra música.

–¿No le parece que el tema de la autenticidad tiene más fuerza hoy en países como la Argentina que en aquellos donde se originó el rock?

–Sí, es así. El rock fuera del eje anglosajón ha conservado cierto énfasis que tal vez se ha perdido en las capitales del mundo. Es posible que la autenticidad en estos tiempos posmodernos sea un valor muy devaluado. Por otro lado, está el tema de la legitimidad social e institucional que el rock ha tenido en la Argentina después de la dictadura. Y ahí la cuestión de lo auténtico ha tenido un peso importante.

–Ya dijo que hoy en día el corte no es generacional. En la Argentina, ¿no es una cuestión de clases sociales?

–Creo que sí. Hay discusiones muy álgidas entre quienes defenestran el rock chabón, como Fito Páez o Litto Nebbia, entre otros, y quienes lo viven de una manera muy intensa. Pero eso sucede porque la sociedad argentina se ha vuelto clasista, se ha quebrado en dos: están los que se salvaron en los ’90 y los que se hundieron. Entonces, como la sociedad se polarizó en ricos y pobres, el rock también se dividió. Hasta los años ’90 el rock era un fenómeno de clase media, no había un fenómeno masivo con los chicos y chicas de clase baja. Hoy el rock es música popular, en todos los sentidos de la palabra: por sus fuentes, por razones genéricas, pero también por el público al que llega. Y existe la idea del aguante, de tomarte veinte cervezas y hacerle el aguante a la banda. Eso también es producto de la falta de horizontes. Si más del cincuenta por ciento de la juventud argentina no termina el secundario, ¿qué puede esperar esa juventud del país, de la música? A veces, cuando se explica ligeramente cierta barbarie que hay en el rock del 2000, no hay que perder de vista cuál es la situación educacional en la Argentina y cuáles son las expectativas que tienen quienes motorizan la industria del rock, que siguen siendo los adolescentes.

–Con una situación educativa como la de la Argentina, pensar en el rock desde lo académico, ¿no puede convertirse en explicarles cómo es el rock a los chicos ro-ckeros?

–Sí, ese riesgo siempre está cuando nos metemos con fenómenos de cultura popular. El riesgo es hacer del objeto de estudio una mariposa clavada en una pared. Para evitarlo, intenté analizar el rock con una cierta distancia crítica. Por eso me propuse no escribir un libro nostálgico, sobre qué maravillosos fueron los años en que yo era joven. Por otro lado, no soy ingenuo, sé que quienes asistían a mis cursos eran personas universitarias, en una universidad como Rosario, y estábamos hablando sobre un fenómeno musical de cuatro décadas. Pero, en la medida en que los jóvenes que siguen a Callejeros o bandas así se vinculen con la historia del rock y lleguen a ciertos discos, quizás eso les dé otra visión del fenómeno y los enriquezca. Y lo digo sin pretender caer en una actitud sarmientina, porque no es que por escuchar El lado oscuro de la Luna se les va a abrir la cabeza, van a conseguir laburo y les va a cambiar la vida. No digo eso. Pero sería bueno que ellos lograran insertar esa experiencia que es tan urgente, tan intensa, dentro de una gran historia: que vean que hubo antecedentes, que en otra época hubo bandas que se expresaban de un modo similar. Eso va a darles una noción de pertenencia un poco más amplia y generosa que la que tienen ahora. De algún modo, eso también es una responsabilidad pedagógica.

–El libro no es nostálgico, pero lo cierto es que...

–Les dedico más espacio a los discos de los ’60 y los ’70, sí (se ríe). Ahí también hay una valoración artística. Un amigo que leyó el original me decía al respecto: “Eh, pero entonces el rock murió”. Uno no puede tener la actitud soberbia de decir “esto ya terminó”, pero la historia de las artes nos demuestra que los géneros tienen ciclos y que hay relevos, que unas músicas suplantan a otras. Si no, seguiríamos escuchando los valses de la época de Strauss. Por otra parte, los géneros mutan: quizá con el hip hop y la electrónica se esté gestando una música que en el futuro reemplace a esto que entendemos por rock. Llegará un momento en el que se sentirá que la palabra rock no sirve para dar cuenta de lo que está pasando en la música. Y entonces habrá que hablar de rock en tiempo pasado, definitivamente.

–Para que eso suceda, ¿no debería haber una nueva clase de adolescentes? Porque los de hoy todavía se sienten identificados con el esquema de rebeldía que planteó el rock desde sus inicios.

–Es posible. A mí me sorprende que se tomen los mismos gestos de rebeldía que en la época de Elvis, y honestamente, no tengo una respuesta para eso. Intento hacer una descripción de lo que es el rock, de sus ideas y valores musicales. Pero lo que me impulsó a trabajar en este libro fue la sorpresa ante la vigencia del rock, porque en todo momento me di cuenta de que estaba escribiendo sobre un artefacto que está vivo. Y eso no me pasa con otros géneros u aspectos de la cultura. Lo interesante es que está vivo con el pasado integrado, porque escuchamos como si fueran contemporáneos esos discos que tienen cuarenta años.

–El año pasado, la filósofa alemana Mercedes Bunz dijo en Página/12 que le parecía legítimo que las nuevas generaciones repitieran las experiencias de las anteriores. ¿No se convierten así en un gesto carente de sentido?

–Quizá sea un gesto anti rock, una traición al espíritu del rock. Un ejemplo burdo sería éste: si se impone el cover sobre el original, ahí el rock termina. Por lo menos, ésa es la idea del libro: Elvis prepara el terreno, pero la cultura rock nace en los ’60, cuando aparecen las canciones, Dylan, y el rock se despoja de esa connotación un poco frívola que tenía en la década anterior. Y aparece una exigencia de autoría y ejecución. Eso es muy diferente de lo que sucedía antes, donde había una división del trabajo en la música: estaba el que escribía la música, el que hacía la letra y el intérprete. Eventualmente coincidían en los roles, pero no era una exigencia, como a partir de los ’60.

–Y no sólo para el rock: a partir de Dylan se traslada a otros géneros de la canción popular.

–Es cierto. Por eso se dieron fenómenos tan contradictorios como que haya un folklore de autor, cuando son términos que se contraponen. Pero Ricky Martin, por ejemplo, es un intérprete a la vieja usanza. En cambio, si escuchás a cualquier rockero, sabés que está comprometiéndose con lo que canta, como autor, compositor e intérprete. Bueno o malo, es material original. Cuando se acabe esa relación de originalidad con lo que se canta, entraremos en otra cosa. Por eso, el fenómeno de los DJ, sin dudas muy interesante, está empezando a atacar ciertos principios básicos de la cultura rock, como el tema de la autoría. Hay que ver que la escena electrónica es la primera que se piensa como diferente al rock.

–Y es una cuestión hasta de procedimientos distintos.

–No hay más que recordar la famosa discusión de Pappo con DJ Deró, por más que se haya planteado en términos un poco primarios.

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