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Lunes, 8 de agosto de 2005

“EL BARBERO DE SEVILLA”, DE ROSSINI, CON REGIE DE WILLY LANDIN

Puesta con barras en contra y a favor

 Por Diego Fischerman

Una comedia es una comedia. Y mucho más cuando, como en las óperas cómicas de Rossini, todo era más o menos intercambiable y dependía del éxito o fracaso de un aria o un libreto y de los cantantes de los que se disponía. Reclamar un respeto filológico por algo que nunca fue parte de la obra es, por lo menos, un acto de ignorancia. Y, en ese sentido, los sonoros abucheos de los barra brava del Colón a la brillante puesta de Willy Landin y, sobre todo, a uno de sus mejores gags, resultó, en la función del estreno, un verdadero viaje al pasado. No a la de la época de Rossini, por cierto, sino apenas al de las tradiciones de comienzos y mediados del siglo XX a las que se aferran como si se tratara de verdades no sólo fundamentadas –lo cual es falso– sino, para peor, inmutables. A diferencia de otras ocasiones, en ésta los abucheos fueron respondidos por gozosos “bravo” de la mayoría de un público que, como hacía tiempo que no sucedía –y en obras que se suponen graciosas–, acompañó la función con abundantes risas. La batalla campal –aunque limitada al campo del griterío– se repitió, obviamente, en los saludos finales.
La puesta de Landin sitúa la trama en algún momento de la década de 1950, con apuntes que llevan a los sesenta. En ese aspecto resulta de vital importancia el vestuario de Luciana Gutman: la comicidad de Figaro resultaría bien diferente sin ese aspecto de Elvis Presley irredimiblemente grasa. Tampoco Rosina tendría la frescura que tiene sin ese aire a Doris Day “antes de que fuera virgen”, como le gustaba señalar a Groucho Marx. El gag de la discordia, resuelto con inusual gracia, es el del comienzo del segundo acto, cuando el enamorado recurre a su segundo disfraz para intentar ingresar nuevamente a la casa de Rosina, venciendo las barreras impuestas por el tutor. El texto, “pace e gioia”, que originalmente corresponde a un sacerdote, aquí es entonado por el conde vestido de desopilante hippie y rodeado por una corte en la que no falta un hare krishna. Nada que rompa la lógica del relato sino, por el contrario, un detalle más en una trama disparatada que jamás, ni en la época de Rossini ni en ninguna otra, buscó otra cosa que ser divertida. Pero lo más importante de la régie de Landin, además de una escenografía levemente realista –o lo que es lo mismo, levemente irreal– y una iluminación exacta y sugerente, sobre todo en el cielo previo al amanecer de los exteriores, es una marcación actoral que no deja agujeros ni tiempos muertos. Todos los que aparecen en escena tienen, siempre, algo que hacer. Todos los personajes tienen intenciones y, tanto cuando cantan como cuando no lo hacen, aportan un tejido de acciones secundarias que permanentemente enriquecen un argumento que fluye con absoluta naturalidad.
Un buen elenco de voces más bien chicas –lo que resulta casi inevitable cuando se trata de lograr agilidad y afinación en las abundantes coloraturas–, sumamente comprometido con la propuesta teatral, logró, si no una versión musicalmente impecable, un divertimento altamente eficaz. Antonio Siragusa, con un timbre liviano y un color de tenorino, muy a la usanza del folklore napolitano, fue un conde excelente. El Bartolo de Kevin Glavin y el Figaro de Roberto de Candia, sin tropiezos vocales, fueron convincentes en lo dramático. Giovanni Furlanetto en el personaje de Basilio y Virginia Correa Dupuy como una intrigante Berta estuvieron a la altura del conjunto. La más controvertida fue Elena Belfiore, joven, chispeante y de muy buena afinación en los pasajes de coloratura, resultó inaudible en muchas de sus partes. Es cierto que su voz es pequeña pero también lo es que este repertorio fue escrito para orquestas muy distintas de las actuales, con menos cuerdas y flautas de madera y no de metal, sin ir más lejos. En ese sentido, es responsabilidad del director adecuar los medios modernos para que no se vuelvan en contra de un escritura pensadapara otra cosa. Reynolds, con buen ritmo y preciso en los detalles, no fue siempre eficaz en la definición de los planos. El coro, por su parte, bien preparado por Salvatore Caputo, fue un partenaire excelente, tanto de la música como de la acción.


8-el barbero de sevilla
Opera de Gioacchino Rossini, con libreto de Cesare Sterbini.
Dirección musical: Julian Reynolds.
Régie, escenografía e iluminación: Willy Landin.
Vestuario: Luciana Gutman.
Orquesta y Coro Estable (preparado por Salvatore Caputo).
Elenco: Antonio Siragusa, Elena Belfiore, Kevin Glavin, Roberto de Candia, Giovanni Furlanetto, Virginia Correa Dupuy, Sebastián Sorarrain, Jorge Giabbanelli y Walter Schvarz.
Teatro Colón. Viernes 5
Nuevas funciones: jueves 11, domingo 14*, martes 16 y sábado 20*.
* Con otro elenco.

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