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Martes, 17 de febrero de 2009

MUSICA › EL FESTIVAL DE BARADERO, UN FENóMENO APARTE

La fiesta de la diversidad

Sin grandilocuencias ni sobreactuaciones, el encuentro bonaerense ofrece una poderosa síntesis de estilos y posturas, que van del show del Chaqueño a las melodías de Peteco, los tangos de Omar Mollo, la cruza de Arbolito y cierta presencia del rock.

 Por Cristian Vitale

Sobra con poner el ancla en un par de detalles para que Baradero revele su esencia a través del festival. Es, por ejemplo, bajar del micro el jueves y echar un vistazo alrededor: no hay nadie. La terminal, pequeña y desértica a las once de la noche, no parece la transitablemente insoportable de Cosquín, en sus días gruesos, ni la de alguna otra plaza festivalera de las denominadas “fuertes”. No hay locura aquí. Nadie se apura por llegar rápido... y eso que es la noche del Chaqueño Palavecino. El ánimo despacioso y calmo de quienes trabajan para que el festival resulte bien impide cualquier manifestación de divismo o exposición de estrellato. Le quita vidriera. No hay urgencias televisivas –el evento lo transmite Canal 7, pero en diferido– y esa impronta indica otro tempo, otro tipo de vínculo entre músicos, periodistas, asistentes, público y organizadores. Queda descolgado, entonces, que el gaucho star se enoje porque Peteco Carabajal –rival y ganador en la pulseada folklórica del verano– se despida de su recital con un sutil “vamos a hacer dos chacareras para dejar las voces blanditas, porque ahora viene el Chaqueño”. O que Luciano Pereyra contrate un service de vigilantes para custodiar su entrada y su salida del predio. Ningún sentido.

Es la 35ª edición del Festival de Baradero y tiene en ese día su punto de arranque. Peteco, impulsado por la sustancia atemperada del festival, brinda un set cálido en melodías, rebosante en ideas y soberbio en chacareras. No olvida que se debe a La Banda, y por eso están las mejores chacareras de Aldeas, su flamante disco, más un plus: lujito para el espíritu la versión de “Mediterráneo”. Un santiagueño universal, Peteco, que contrasta con la opacidad –y recurrencia estética– de Palavecino. Estereotipo y arquetipo. Su show es una especie de disco en vivo de sus antecesores. Es el siempre lo mismo que aún conserva su inercia en la popular: la gente lleva sombreros bizarros con una cinta fucsia alrededor... ¡y una estampita del gaucho! Cosas que pasan en días así: de artistas y estrellas, que no es lo mismo y tampoco igual.

Baradero, por cuatro días, deja de ser una refinería de maíz y sus circunstancias –trabaja allí media ciudad– y se transforma en uno de los epicentros folklóricos del verano, pero sin artificios ni grandilocuencias. Acá no hay gente vestida como Santos Vega ni desfiles de caballos por la calle. No hay celosos guardianes de la tradición, sino gente dispuesta a escuchar lo que dé, agradecida. Es como un Cosquín con dos cambios menos, reducido, y cierta inocencia de tranquera adentro. Y puede ocurrir, entonces, que la gente se fume el mismo día –el viernes– las arengas recurrentes de Argentino Luna, la previsibilidad melódica de Pereyra, la enorme inspiración de José Ceña para reimplantarles a las estrellas el lado zen del legado yupanquiano –el de “Viento, viento” y “Canción para doña Guillerma”–, o la arrolladora voz de Omar Mollo, cuyo fin es acercar ambos puertos a una misma orilla. “Respetando el clima folklórico, vengo a proponer un poco de tango aquí. Un poquito, nomás”, principia el mayor de los Mollo, y su voz contundente es como un rayo de sonido que penetra directo en la tierra, la recorre y eyecta después. Apoyado en la austeridad instrumental del Cuarteto Típico Catenacho, el cantor empieza por “Los mareados”, sigue con “Barrio pobre”, “Mala suerte”, “Uno”, “Malevaje”, “Desencuentro”, y termina en “Naranjo en flor”. Irreprochable. Mil aplausos para el pelilargo de rulos y la ratificación de un tono estético: Baradero no es un festival de folklore, es un festival de música popular, que incluye al género como principal. Tampoco es lo mismo, ni es igual.

Así es lógico que en la noche de los maestros se crucen Mariano Mores y Jaime Torres, con su siempre mágico pasadizo al más allá del alma con ese charango que lo parió. O el dúo cuyano Orozco-Barrientos, que parecen rockeros viejos reinventando o alternando gatos, tonadas y cuecas (“El vampiro chupador”, “Tonada de amor”); con Raly Barrionuevo invitando al Comandante Marcos tres días a Santiago del Estero para presentarles a “los cumpas del Mocase” (“Oye Marcos”) y dando el plafón para que dos banderas flameen alto, en la popular: la mapuche y la del Che. El sábado, entonces, es una seguidilla de expresiones e impresiones que suceden, salpicadas, pero dan respiro. Una noche de amanecer transparente en el horizonte. De luces primeras y vino lindo en el paisaje. Domingo. Para la urbanidad de la zona, que no es mucha, el corte de entradas no da bajo: ocho mil alguna noche, cinco mil otra y casi siete mil ésta... suficiente. Hay gente y respeto. Las entradas son baratas y los jóvenes de los pueblos satélites (Las Palmas, San Pedro, San Nicolás) no quieren perderse la oportunidad: esta noche toca La Vela. Y entonces el rock sitia la ciudad: los bares del puerto cambian la impronta y donde antes sonaba alguna gemita de Gustavo Patiño (otro alto número del festival) en la compactera general ahora suenan Los Redondos, o Las Pelotas, o León Gieco. Rock tranqui. Rock en Baradero.

Lo dice Julio Paz cuando el Dúo Coplanacu va por la mitad y su bombo se detiene un rato (“Está bueno compartir este escenario con otras expresiones y géneros... así es aprender”, dice), y lo confirman Arbolito y La Vela Puerca, los convidados del rock. Unos, los argentinos, con su natural tendencia a la alegría que se traduce en chacareras, huaynos, carnavalitos y poderoso rock en la veta de Jethro Tull; otros, los uruguayos, que obligan por histrionismo y agite a correr las sillas a un lado. Todo el mundo está parado y salta... la fiesta es con espuma en la cara. Familiar, hormonal y emotiva. Tres generaciones se cruzan en La Vela, como tres se habían cruzado, horitas antes, con Teresa Parodi y las murgas de Ariel Prat. O con todo lo anterior. Secuencias sólo posibles cuando no hay gauchos disfrazados reivindicando entelequias.

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Omar Mollo pidió permiso para “proponer un poco de tango” y terminó magnetizando al público.
 
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