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Viernes, 2 de abril de 2010

MUSICA › EL MISIONERO JOSELO SCHUAP Y SUS “ATENTADOS CULTURALES”

El chamamé en plan combativo

Su arma es Dino, un colectivo modelo ’61 que oficia de centro cultural itinerante, “Lo que hacemos es simple: llegamos a un lugar, bajamos los bafles y atacamos con bombas de canciones”, resume este morocho de apellido alemán.

 Por Cristian Vitale

“El rock también está metido en lo nuestro, están tanto Cocomarola como Hendrix”, dice Schuap.
Imagen: Dafne Gentinetta.

El colectivo Mercedes Benz 911, modelo ’61, viejo y pequeño, tiene de todo en su interior: seis cuchetas, heladerita, un transmisor de radio, tienda “in door” para colgar ropa, grupo electrógeno, bafles, parrilla y alacenas para guardar alimentos no perecederos. Un caos ordenado, el colectivo. Y en el medio de este sinfín de cosas aparece él: Joselo Schuap, un misionero que recorre las rutas del país con sus “atentados culturales”. Para empezar, Joselo habla de su vehículo Dino: “Es un buen amigo y en un cálculo estimativo es un viejo colectivo con corazón y motor”, tararea, como un cumplido con melodía, presentando a la criatura que lleva cargados más de un millón de kilómetros por las rutas argentinas. “Dicen que el motor del Mercedes dura un millón de kilómetros, y nosotros ya le hicimos ese millón”, ratifica, mate en mano, sentado sobre la cucheta más cercana al volante.

Dino, entonces, está anclado en Cosquín, en los lindes del balneario La Toma, y despierta atención por los colores de su fachada externa, una historia en imágenes de la provincia de Misiones pintadas por el artista plástico Carlos Nieva, que arranca por los guaraníes, sigue con los jesuitas y desemboca en el aura de la provincia: sus ríos y colores; su verde profundo, la yerba y sus danzas. “Todo eso de lo que está compuesta nuestra canción”, según Joselo.

Pero, más allá del impacto visual que genera verlo andar –o varado– en cualquier punto del país, la sustancia de Dino pasa por otro lado. Es, por definición, un centro cultural con ruedas que ha cruzado el país de punta a punta. Ha recorrido todos los ejes de la Argentina profunda con acciones que sus tripulantes (Joselo, más un payaso, más Jesús el todoterreno, más los músicos) llaman “atentados culturales”. “Lo que hacemos es simple: llegamos a un lugar, bajamos los bafles y atacamos con bombas de canciones”, resume este morocho de apellido alemán. Para que la movida arrancara, tenían que pasar cosas. Que, por ejemplo, la Justicia desalojara a Joselo del centro cultural “sin ruedas”, que tenía en Posadas por carecer de autorización. “En Misiones no existe una reglamentación que autorice un lugar como centro cultural. Lo tenés que habilitar como pizzería o bar, te tenés que desdibujar para poder existir y nosotros no queríamos eso. Nos desalojaron por cabezas duras.”

También, que la vieja Cupé Fuego de Joselo le amargara un viaje entre Posadas y Corrientes a Liliana Herrero. Cuenta él: “Ella había venido a cantar al centro cultural y tenía que volver urgente a Buenos Aires. Encaré el viaje en la cupé, íbamos a mil por la ruta y murió el auto. Se fundió y Liliana nunca llegó a tomar el avión. Un garrón para ella, claro, pero para mí se abrió una gran puerta: devolví el auto que todavía estaba pagando y el de la agencia, un amigazo, me consiguió a Dino”, se ríe. El bondi, por entonces una casa rodante celeste y blanca que ya había unido Misiones con Ushuaia, tenía el motor casi fundido y un futuro incierto. El primer parte médico del mecánico fue: “Creo que se te funde en la esquina”. Joselo, con la fe intacta, optó por la vía mística y se lo llevó al cura del pueblo, para que lo bendiga. “Hacele una bendición a este bicho, necesitamos que llegue otra vez a Ushuaia”, dice que le dijo y el cura, después de algún reparo, aceptó. “Como no había agua cerca, le conseguimos un vaso de soda –soda bendita– y ahí nomás lo bendijo.”

–¿Y llegó?

–Sí. Incluso cruzamos a Chile en primera, seis horas y sin parar el motor. Una cosa de locos.

Fue la primera aventura de un periplo que nunca paró. Joselo y su gente tocaron tierra en mil lados. Ojo de Agua, en Santiago del Estero, por cuyo aire pasan los cables de alta tensión que llevan luz a La Lumbrera, pero el pueblo no tiene luz. La isla Apipé, ubicada frente a Yacyretá, que tampoco tiene luz y sólo recibe los destellos de la represa. Varios caseríos de Bolivia, donde los enormes caños de gas pasan por arriba de los ranchos, mientras los paisanos calientan el agua para el té con bosta de vaca. O los centros sojeros o mineros, donde los agrotóxicos y el glifosato están haciendo un desastre con la salud de los niños. “Todo eso vemos en los viajes”, dice Joselo.

–¿Resultan los atentados culturales? ¿Qué generan?

–Hace un tiempo organizamos un tractorazo cultural con una canción de batalla que fue como un himno para los colonos yerbateros: “Tractor Opaco”. Cuenta la historia de aquel que produce la yerba, gana migajas y se recorre 300 kilómetros para protestar por eso en la ciudad, sabiendo que se va a comer el garrote de la policía. Bueno, nosotros propusimos un nuevo modo de protesta: agarramos el colectivo, subimos un tractor viejo a un camión 1114 y recorrimos toda la provincia, tocando gratis en todas las plazas. Quince días de punta, a puro chamamé y los colonos denunciando sus problemas.

Otra patriada de Joselo fue ayudar a desterrar el mito del “foco terrorista” en la Triple Frontera, que Estados Unidos había inventado con el ojo puesto en el acuífero guaraní, una de las mayores reservas de agua del planeta. “Lanzamos la gira H2O, sabiendo que la señora que está haciendo pan en el horno, la maestra que está en el aula y el laburante no son terroristas. Los chicos guaraníes pintaron un mural que decía ‘no somos terroristas’. Fue el primer atentado cultural exitoso”, asegura el joven guitarrista de Ramón Ayala.

Las estrategias de supervivencia del micrito y sus circunstancias son varias y distintas. Por un lado, la venta de la yerba Titrayju (Tierra, trabajo y justicia); el “tráfico” regional de salamines, quesos o productos comestibles entre distintas zonas del país; la venta de discos que Joselo y su grupo editan en forma independiente (Litoralmente y la obra para niños, Mundo Azul, son los flamantes); la organización de festivales y la ayuda desinteresada de muchos músicos que se han subido al Dino: Fontova, Raúl Barboza, León Gieco, la murga Falta y Resto, Botafogo o Jorge Rojas. “La verdad es que los sueños nos sobran, estamos tan despegados del mercado que hasta nos va bien en lugares donde no teníamos pensado existir.”

La mujer de Joselo merodea el colectivo chequeando que todo esté bien. Sus hijos juegan mientras baja el sol y las luces suficientes de Cosquín hacen que el grupo electrógeno propio permanezca guardado, en busca de otro destino. Joselo tira una máxima (“Yo sólo no soy nadie, todos somos alguien”), rescata la ley suprema del pueblo guaraní para quienes la palabra es el alma y recuerda que el Che cantaba “El Mensú” de Ramón Ayala cuando estaba en la Sierra Maestra. “Nuestra vida está cruzada por todo eso ¿no? Mi patria es el Litoral, es cierto, y el chamamé es nuestro escudo, ¿cómo uno no va a defender el recurso de la tierra y el agua, si no tiene las raíces puestas en su tierra? Pero el rock también está metido en lo nuestro. Están tanto Abitbol y Cocomarola como Lennon y Hendrix. Todo está dentro de uno... y por eso nuestro chamamé se transforma en un chamamé combativo”, reflexiona mientras pone primera al Dino.

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