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Viernes, 23 de julio de 2010

MUSICA › JOHN LYDON SALIO DE GIRA CON PUBLIC IMAGE LIMITED

“No necesito que me nombren caballero”

A los 54 años, el ex cantante de los Sex Pistols sigue con su espíritu de provocador indomable, aunque reconoce que el tiempo ha atemperado algunos de sus costados más ásperos.

 Por Guy Adams *

John Joseph Lydon, el cantante más conocido como Johnny Rotten, vive en una destartalada casa de ladrillos cerca del Pier de Venice, en Los Angeles, que es donde mucha gente excéntrica tiende a juntarse y, por lo tanto, uno de los pocos lugares del mundo occidental donde él podría realmente armonizar. Así que el plan es encontrarse con él para almorzar en el restaurante cubano local antes de aventurarse afuera para que el fotógrafo pueda retratarlo haciendo su acto punk ro-cker entre los vagabundos de la playa, los dealers, los artistas callejeros y los millonarios despeinados a la moda que habitan este barrio, el más diverso de los de Los Angeles. Ese es el plan, al menos. Pero cuando el fotógrafo aparece, a las dos horas de lo que hasta allí había sido una charla perfectamente amigable acerca de la vida de John, su tiempo y su actual gira británica junto a Public Image Limited –la banda que formó tras la autodestrucción de los Sex Pistols en 1978–, el humor cambia de repente. Primero, John le dice al fotógrafo que se vaya “a cagar”. Después, eructa, prende un cigarrillo y anuncia, respecto de la sesión de fotos que habíamos planeado tan meticulosamente, que no va a prestarse. “Simplemente no tengo ganas”, son sus palabras exactas. “De hecho, no podría importarme menos.”

El problema, finalmente, es de logística. A los 54, John mantiene un estricto régimen diario, parte del cual involucra almuerzos líquidos. Hoy, ese líquido ha sido Corona, una cerveza que describe como “pis mexicano”, pero que en realidad adora, especialmente cuando es servida con una rodaja de lima que él puede masticar ferozmente, escupir entre sus manos y depositar sobre la mesa con un firulete. Después de cinco botellas del néctar ambarino –su único placer de los que alteran la mente ahora que ha dejado las drogas duras–, él quiere seguir chupando. “La única forma en que harán que abandone este lugar es si puedo dar unas vueltas con una cerveza en la mano”, se planta. “Pero en este país te arrestan por beber en la calle. Así que no voy a ninguna parte.” Y no da para discutirle. No al tipo que plantó su gruñido como marca a través de los primeros años de la revolución punk y que durante un breve período de fines de los ’70 fue el espécimen humano más escandaloso, volátil y directamente peligroso sobre el planeta. No a ese signo de exclamación andante cuya sola existencia, en varios momentos durante los últimos 35 años, ha hecho enojar a grupos religiosos, políticos, monárquicos, madres, la mitad de la industria musical y a casi todos los británicos que usen bigote sin ironía.

Puede que John siga el curso de su mediana edad con delicadeza, pero sigue siendo un joven punk enojado por dentro, con un peinado estrafalario (afeitado atrás y a los costados, más largo arriba y sin lavar), cuatro grandes aros y una permanente reputación por escupirle flemas o pegarle a la gente que lo jode. De hecho, acaba de dedicarle varios minutos a explicar que la filosofía que le aplica a su vida y a su música puede ser definida por un solo verso del viejo hit gritón de PiL “Rise”: “el enojo es energía”. Así que mejor dejarlo en paz. Pero el fotógrafo es más valiente y propone un plan astuto. Un arreglo, si se quiere: ordenar un par de botellas más de “pis mexicano” para John y (aquí está la parte ingeniosa) a servirlas en un gran envase para agua que justamente tiene en su bolso. De ese modo, nuestro ex Sex Pistol sediento podrá caminar por Venice, chupando en secreto. Los canas que pasean no tendrán idea de que él está quebrantando tranquilamente las leyes sobre beber que los norteamericanos hacen cumplir celosamente. ¿Qué tal eso como acto de rebelión? “¡Oh, qué monos pícaros son!”, sonríe John. “Creo que me convencieron”. Y con eso salimos a la calle.

Como cualquier material inflamable, a John hay que manejarlo con cuidado. Cuando está de buen humor, es delicioso: alternadamente, sobreexcitado, animado e hilarantemente contrariado. Todavía rebosa esa energía maníaca de antaño, pero la edad ha suavizado algunos costados filosos, y vestido con su traje blanco de lino y botas Doc Martens con punta de acero parece más amable que enfant terrible mugriento que creó un género musical basado en una suerte de grito enojado. Incluso la horrible dentadura que inspiró su seudónimo ha desaparecido, excepto por un gran agujero en su maxilar superior. “Me hice arreglar todos los dientes hace unos años, pero después me rompí éste con una cereza durísima”, explica. “Se me partió, lo tragué y después fui a la dentista, que me aconsejó que lo buscara entre la mierda cuando cagara. Le dije: ‘¡De ningún modo eso va a volver a mi boca, querida!’ Así que ahora tengo este agujero entre los dientes, justo en el medio.” Lo positivo es que el agujero es del tamaño exacto para sostener los cigarrillos que fuma sin parar.

John ha vivido en Venice con su esposa Nora (“lo mejor que ha producido el mundo”) desde los ’80, cuando dejó el Reino Unido porque la policía hacía una razzia tras otra en su hogar de Londres en busca de drogas. Una vez lo condenaron por posesión de sulfato de anfetamina, que le gustaba “porque era ilegal” y le “permitía hacer más cosas”. Tienen otra casa en Malibú, adonde van los fines de semana manejando un Volvo amarillo, y un yate, que mantienen guardado en la marina local. En un día normal, John se levanta al amanecer, come “dos huevos fritos para arrancar” y se entretiene escuchando música. Los contenidos de una vasta y variada colección de discos son secreto de Estado, porque odia que otros artistas sepan que a él le gustan. Pero sí revela que está compuesta enteramente de vinilos. La revolución mp3 lo pasó de largo, lo mismo que Internet, que “solía usar para bajar porno” pero que ahora también evita, absteniéndose al punto de preferir el fax. En Malibú, él pasa las tardes nadando en su pileta. En Venice va a los bares. Y también le gusta la jardinería: “Planto Santa Ritas y jazmines, principalmente, cosas que atraigan a los colibríes”.

Es una existencia idílica, algo burguesa y, por lo tanto, bastante opuesta con casi todo lo que alguna vez representó. El único problema con su modo de vida, dice él, es que su reputación hace que rutinariamente quieran revisarle “el interior del culo” en la aduana y en inmigración cada vez que vuelve a casa por avión. El culo de John está a punto de ser revisado una vez más. El lunes, PiL (como llama él a Public Image Ltd) empieza una gira de una semana por el Reino Unido. Es la segunda en los últimos doce meses y le sigue a un hueco de dieciséis años durante el cual John amplió el portfolio de su carrera reformando brevemente a los Sex Pistols y apareciendo en unos cuantos realities. Entre estos estuvo I’m a Celebrity... Get Me Out of Here!, donde dijo “concha” en vivo frente a los desconcertados conductores. También hizo documentales sobre insectos y tiburones, que le fascinan, para Discovery Channel, y protagonizó un aviso televisivo para la manteca Country Life, en el cual aparecía con ropa de tweed, en un guiño a su imagen de tesoro nacional de los últimos tiempos. ¿Dije tesoro nacional? Ups. “¿Tesoro nacional?”, responde, otra vez con tono preocupantemente combativo. “Esas palabras son sólo un logo. Se las usa para rebajarte. A veces me dicen ‘tesoro nacional’ para ver si me la creo. Y no necesito eso. Tampoco necesito que me nombren caballero, ya que estamos.” Como quiera, le respondo. Quizá debería hacer que se entere Su Majestad. Esto dispara una discusión acerca del descenso de la familia real hacia lo que John describe como “atracción de Disneylandia”. El origen de ese proceso, asegura, fueron los Sex Pistols, cuyo “God Save the Queen” fue considerado escandaloso hace treinta años, pero que hoy parece pintorescamente anticuado.

Malcolm McLaren, la persona que hizo famoso a John (ver aparte), no es el único allegado que se separó de él conflictivamente. Más de cuarenta miembros han pasado por PiL en sus tres décadas de historia. Para algunos es demasiado desafío trabajar con un tipo que puede empezar una pelea en un salón vacío. Pero ahora John dice estar más apacible. Sus actuales compañeros de banda, por ejemplo, han permanecido con él durante casi un año. Son Lu Edmonds, ex guitarrista de The Damned; Bruce Smith, quien tocaba la batería en The Slits, y Scott Firth, quien en una encarnación lejana colaboró tanto con Elvis Costello como con las Spice Girls. Es una extraña mezcla, en los papeles, y como la música de Lydon, puede ser ensayo-error, pero de algún modo funciona. “Siempre he dicho que mi cuerpo y mi mente son los Sex Pistols, pero que mi corazón y mi alma es PiL”, asegura John. “Todavía creo eso. Y, para ser honesto, disfruto genuinamente de lo que estamos haciendo ahora. Creo que es la mejor formación de PiL con la que alguna vez haya trabajado. Es la que tiene más sentido para mí. Nos entendemos completamente los unos con los otros, tanto en los ensayos como sobre el escenario, hasta un grado increíble. Cuando tocamos, se crean algunos momentos de maravilloso virtuosisimo.” Su gira de regreso, a fin del año pasado, tuvo buenas críticas. The Independent le puso cuatro estrellas y alabó “el extraño drama emocional” de John, “extraído de música y recuerdos que nunca podría simular”. El crítico agregó: “Su extremismo vocal, desde el aullido puro hasta la suave contemplación, es igualmente remarcable”.

El cantante está particularmente orgulloso de la influencia de PiL, que se extiende a través de varios géneros musicales. Aunque su catálogo ha sido irregular, no es exagerado decir que sin discos de PiL como The Metal Box y canciones como “Rise”, nunca habrían existido bandas como Massive Attack. Lo mismo sirve para The Prodigy y los Red Hot Chili Peppers, asegura él. “¡Aunque, por supuesto, nunca me dan el puto crédito!” Es la prueba de que su legado va mucho más allá del punk, un género que para él hoy está en bancarrota creativa. “Mirá en qué ha terminado el punk: Green Day”, anuncia. “¿Eso es culpa mía? ¿Estos boludos, que pueden llenar grandes estadios, pero son completamente vacuos? Músicos que no son más que perchas: manufacturados de los pies a la cabeza. Me ofende lo que hacen. Los veo como algo parecido a la artritis. Dicen que son re punks y anticorporativos mientras viajan en su propia van. Eso es una pelotudez. Sé perfectamente que son jets privados.” Nadie puede despellejar a otro como John. Y tampoco es que lo hace a espaldas de los demás. Un par de años atrás, se cruzó con los Green Day en una fiesta de moda en Nueva York, organizada por Anna Wintour. Y entonces se los dijo en la cara. “Jamie Oliver y Green Day venían caminando por el corredor al mismo tiempo”, recuerda. “Y realmente les di con todo. Primero a Oliver, por simular ser de clase trabajadora. El se enojó y me dijo que lo hacía quedar mal. Y después a Green Day, a los que les grité un rato. Unos minutos más tarde, Richard Gere se me acerca y me dice: ‘Bien hecho, John, necesitaban que los retaran’. Y le contesté: ‘¡OK, chico del hamster!’ Esa sí que fue una buena salida nocturna.”

Otras buenas salidas nocturnas en años recientes, si a uno le gusta la grosería pública, han incluido los premios Mojo en 2008, cuando John tuvo una pelea con la cantante galesa Duffy y la hizo llorar, y el festival Summercase un par de meses después, cuando Kele Okereke, líder de Bloc Party, aseguró haber tenido una pelea con él (“él estaba por sacar un álbum e inventó el incidente entero”, alega John). En los premios Q, abucheó a Damon Albarn, le di-

jo “Teletubby” al presentador Johnny Vegas, describió a todo el público como “bastardos ricos” y usó su discurso de aceptación para declarar a Kate Bush “fucking brillante”. Estas escaramuzas han extendido la carrera de John, manteniendo al viejo agitado en las noticias y haciendo que él siguiera pareciendo relevante. La gran pregunta, sin embargo, ha sido siempre si él realmente cree lo que dice o si su enojo energético es parte de un montaje. ¿Fue Johnny Rotten una persona real o una caricatura de pantomima, creada para escandalizar a la Inglaterra media y venderle discos a una juventud desencantada en una era hoy muy lejana?

Un par de horas en compañía de John no es suficiente tiempo como para estar bien seguro. Por momentos se contradice, a veces muy desvergonzadamente. Cada tanto, uno tiene la impresión de que toda su controversia es un poco forzada, que él sigue la corriente de ser grosero para provocar un efecto. Pero, al mismo tiempo, no hay nada de falso sobre el lugar del que salió. Nació el 31 de enero de 1956, en una familia trabajadora de inmigrantes irlandeses que habitaban una casa de dos habitaciones, que hoy podría ser llamada una pocilga infestada de ratas, en Finsbury Park, Londres. Cuando tenía 7 años se enfermó de meningitis espinal, lo que lo mantuvo en cama durante un año y le dejó como resultado hombros encorvados y una mirada levemente incómoda por la que se hizo famoso. Más tarde lo echaron de la escuela. El adolescente enojado que explotó en la escena a fines de los ’70 era absolutamente real. Tampoco había nada de falso en el modo en que los Sex Pistols capturaron el espíritu de su tiempo. En los papeles, no eran exactamente grandes músicos, al menos del modo tradicional. John no tocaba ningún instrumento. Aullaba y gritaba en lugar de cantar. No tenía un grupo de creencias coherente, más allá del enojo y la acritud. Pero, sin embargo, encendió a una generación. Y tampoco el desastre de la muerte de Sid puede ser desestimado como una elaborada maniobra publicitaria.

Lo que sí sé, después de estar con él durante una tarde, es que todavía anda buscando pelea todo el tiempo. Cuando estábamos por decirnos adiós, sacó un puñado de faxes de su bolsillo. Son quejas, enviadas por e-mail a su manager, John “Rambo” Stevens, quien vive en Arkansas. Son quejas porque PiL está por ir a tocar a Israel. Una, de un fan llamado Lawrence Casin, declara: “Voy a destruir todos mis álbumes y la parafernalia que coleccioné a través de los años si son tan bastardos como para ir a tocar a ese agujero infernal”. Casi ningún músico, particularmente aquellos que han estado dando vueltas durante treinta años, dejaría que los mensajes negativos lo hicieran enojar. Probablemente ni siquiera los leería. Pero la bronca de John es genuina. Quiere que lo grabe, para la posteridad. “Me molesta mucho la noción de que voy a ir ahí para tocar para los nazis judíos de derecha”, me dice. “Si el jodido Elvis Costello quiere levantar un show en Israel porque de repente tiene compasión por los palestinos, bien por él. Pero yo tengo una sola regla, ¿sí? Hasta que no vea un país árabe, un país musulmán, con democracia, no voy a entender cómo alguien puede tener un problema con el modo en que se los trata.”

Ese es nuestro Johnny Rotten. Siempre vívido. Siempre entretenido. A menudo equivocado.

Pero, sea lo que fuere que uno piense de él, nunca temeroso de sacar ese peinado estrafalario exuberantemente por fuera de la barricada.

* The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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