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Domingo, 23 de enero de 2011

MUSICA › POSTALES DE LA PRIMERA LUNA EN EL FESTIVAL DE COSQUIN

Lo trascendente y el relleno

Peteco Carabajal apostó fuerte mostrando varias canciones de un disco aún inédito, pero puso todo lo necesario para coronar esa apuesta. Los Olimareños capearon un panorama difícil a pura emoción. Y en el medio hubo mucho para el olvido.

 Por Cristian Vitale

Desde Cosquín

Sábado 5.35 AM. Casi el alba en Cosquín. Asombra: Los Olimareños, el dúo que convocó multitudes cuando se le ocurrió volver a cantar después de 20 años de silencio, tiene enfrente no más de 300 almas. Eran 40 mil cuando el regreso en el Estadio Centenario (mayo 2009); era un Luna Park repleto cuando, un mes después, la épica renació en Buenos Aires, y eran diez mil cuando –viene más al caso– Braulio López y Pepe Guerra desembarcaron en el Orfeo de Córdoba con sus milongas de alto voltaje. Ayer era nada, en cierto punto, ante aquellas epopeyas. O eran, mejor, dos músicos adorados en un concierto íntimo para un puñado de elegidos: algunos charrúas bajo ponchos coscoínos, y efectos del mate; y algunos argentinos que decidieron campear los claroscuros de una jornada dispar (la primera de la 51ª del festival) para escuchar esos clásicos inoxidables que atravesaron balas, palos y exilios; que pintaron buena parte de la historia celeste de los últimos tiempos, que dieron respiro y legitimidad –pasada la tormenta– al nuevo Uruguay del Frente Amplio. Braulio y Pepe, entonces, salieron a jugar con profesión y cierto desencanto. Pero jugaron, frentearon la realidad y, al final, generaron un concierto inolvidable para el “yo estuve ahí” de la posteridad. Hubo lágrimas, hubo coreo colectivo, hubo pedido de bises –sólo accedieron a uno– y hubo la confirmación de que no es necesario ser miles para ser. “A Simón Bolívar”, “Orejano”, “Angelitos negros” y “Milonga del fusilado” fueron algunas de las piezas que adobaron con su belleza las primeras luces del amanecer.

Bajo otro marco horario y popular –unas siete mil personas–, Peteco Carabajal se jugó entero. A las 2 AM, tras un relleno musical que hubo que sortear con estoicismo (Guitarreros, Claudia Pirán, Germán Fratarcangelli, Sarkos, etc.), el mago santiagueño, un atrevido él, dribleó con coraje su repertorio seguro y dedicó media hora a presentar canciones de un disco que aún no salió: El viajero. Formación eléctrica, un baterista versátil (su hermano Demi), un guitarrista que toca como un rockero (Daniel Patachón), un cantante de su riñón (Homero, su hijo), un bajista que toca como un jazzero (Juancho Farías Gómez) y Peteco que es todo eso junto más un plus: él. Despilfarro en musicalidad. Vuelo. Desprejuicio. Poesía. Transporte hacia lo imprevisible. Momentos introspectivos. Un ansiolítico de sonidos fructífero para aquellos que creen que Cosquín es sólo fiesta, histeria y gritos. Peteco es violín, charango, guitarra, quena... un Da Vinci musical de Santiago del Estero capaz de extirparle retumbos increíbles a su alma. Ingenio musical a millones de años luz del folklore mainstream. Lujito: como acostumbra, el bate de La Banda se apropió de “Quimey Neuquén” y la transformó en un loncomeo eléctrico que pinta de otros colores una de las mejores piezas del acervo folklórico, que parecía haberse congelado en la sublime versión de Larralde.

Difícil no padecerlo cuando, tras semejante muestra de creatividad, sube un grupo chaqueño que imita a... Los Chalchaleros. No sólo mal, sino a destiempo y con unos gritos que son ántrax para los oídos. Se llaman Los Paisanos, y les sale una evocación que no condice con el futuro. Pura nostalgia. Olvidable como la nostalgia. Claroscuro que dio otra vuelta cuando, con inmerecido menos tiempo, Tilín Orozco y Fernando Barrientos provocaron otro momento intenso de la primera luna con, por nombrar una, la bellísima versión de “Celador de sueños”. Ellos y Franco Luciani, que había subido temprano con su armónica y un dueto para el goce (Baglietto cantó “Tonada del viejo amor”), completaron lo que valió la pena en la luna inicial. Y una apertura que, pese a los fuegos artificiales y la bendición religiosa de siempre, se alineó con los tiempos de integración y apertura que corren: el Himno Nacional, esta vez, lo cantó el coro toba Chelaalapi en idioma qom y con instrumentos autóctonos como el n’vike, violín que los originarios construyen con una caja de lata y crines de caballo. Y el ballet Camin, también en clave (a)temporal, coloreó sus danzas con temas de Tonolec (el dúo de música electrotoba) y Doña María, otro grupo de folklore en proyección. “A los gauchos no les va a gustar, che”, fue la reflexión de una vieja experta en lunas cosquineras. “Ni el Himno Nacional en toba, ni Tonolec, ni Doña María”.

¿Qué importa? ¿A quién? Para ellos están Los Paisanos, el Gaucho Star, Los Nocheros y los mil caballos que, bien temprano, desfilaron por la peatonal San Martín. Cosquín, una vez más, refrendó su sino y les abrió la puerta a todos. Como tiene que ser.

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Peteco Carabajal dedicó media hora a presentar canciones de un disco que aún no salió.
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