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Miércoles, 21 de junio de 2006

MUSICA › RED HOT CHILI PEPPERS, LOS NUEVOS TIEMPOS Y LA INCONTINENCIA CREATIVA QUE LLEVO A “STADIUM ARCADIUM”

“A veces, algo tiene que ir mal para después salir bien”

Llevan más de veinte años juntos, en los que vivieron situaciones que hubieran significado el fin de cualquier banda. El regreso de John Frusciante hizo que, de Californication en adelante, el grupo volviera a las épocas de gloria que había desatado Blood Sugar Sex Magik. Su nuevo disco, lejos de diluirse en una hemorragia de canciones, los muestra en forma.

 Por Joseba Elola *

Los sótanos de un antro de Los Angeles, el Café Grand, año 1983. Cuatro pibes amantes del surf, las drogas y el punk ofrecen su segundo show. El público no para de saltar, baila en éxtasis: se están volviendo locos. Anthony Kiedis, el cantante que quería ser actor, agita una cerveza al aire mientras rapea. El tiempo se congela de repente, todo se para. El chorro de cerveza traza un perfecto círculo en el aire: un anillo mágico sobrevuela las cabezas de los Red Hot Chili Peppers. Es el momento en que Flea, el bajista, se da cuenta de que algo grande va a ocurrir. La señal del anillo. “Por un segundo, supe que Dios hablaba a través nuestro, que la energía del universo nos llegaba; no eran nuestros instrumentos, no eran las notas, no era la gente, teníamos una energía mayor que cualquier cosa, y esa energía eligió usarnos”, cuenta hoy el bajista. “Fue mágico, nunca había sentido una cosa igual haciendo música, fue puro y mágico”, dice, casi poseído. “Nunca olvidaré ese segundo de la cerveza trazando el círculo en el aire.”

Han pasado 23 años desde el momento anillo de birra, y los Peppers son uno de los megagrupos del rock. Quién les iba a decir entonces a esos cuatro músicos californianos, auténticos militantes de su tierra, que iban a terminar ocupando un lugar en el Olimpo junto a bandas como U2 o REM. Llevan vendidos, según su discográfica Warner, 50 millones de discos. Y reaparecieron con una apuesta singular: Stadium Arcadium, un disco doble, algo poco usual en los tiempos que corren, una colección de 25 canciones fruto de una etapa de incontinencia creativa. Dicen que es lo mejor que han hecho, que es lo que suelen decir los artistas cuando sacan algo nuevo. Y ellos, que han sobrevivido a tremendas experiencias con las drogas, están aquí para contarlo. Felices y maduros, papás e inspirados, amorosos y limpios. “En estos momentos somos míster Mamás”, dice el baterista Chad Smith, de 43 años, pelado a cero, botas de motoquero en ruinas, mirada de atorrante. “Es la primera vez que durante una grabación los cuatro tenemos relaciones felices y sanas, y eso influye en la música que uno hace”. Esa música comenzó a registrarse el 20 de marzo de 2005 y, seis días más tarde, Nancy, la esposa de Smith, dio a luz a su cuarto hijo. Flea también fue padre en octubre. “El disco es una instantánea muy exacta de la vida que llevamos durante el último año”, dice Chad. “El tema de las relaciones aparece mucho en estas canciones.”

La historia de los Peppers está marcada por los vaivenes de John Frusciante, guitarrista excepcional demolido por su adicción a la heroína. Tiene 34 años, dentadura postiza y los antebrazos quemados por una noche en que se quedó dormido con un cigarro en los dedos. Hombre obsesivo, de talento excesivo, cambió su adicción por la compulsión creativa, y a lo largo de 2004, antes de meterse a grabar el nuevo disco, editó ¡cinco! discos solistas. “Tomar heroína aporta cierta paz mental cuando estás puesto, pero al día siguiente te sentís como una mierda... todo el día”, dice. Su mente no tarda en abandonarse a un monólogo sobre esos años: “Ocurre lo mismo a largo plazo. Si tomás heroína todos los días durante tres años, para volver a estar sano tenés que trabajar otros tres años. Yo tuve tres de diversión y de miseria... y después de pasar por ello estaba contento de no estar atado a nada, de poder comer ensaladas, fruta, tocar con gente... Pasé de tener dinero a no tener, de ser lo que la gente llama rico a no tener dónde ir. Fue duro. En 1996 esperaba en casa a ver si alguien venía y me daba 10 dólares para una hamburguesa. Tenía que conseguir 50 dólares para no estar mal, había dealers ofreciéndome drogas... me llegaba dinero por derechos de autor cada seis meses, pero en el medio me moría de hambre, me fiaban drogas y tenía que estar pendiente de ese cheque”.

La huida de Frusciante es un capítulo clave en RHCP. Dejó el grupo en 1993, incapaz de digerir el éxito. Nueve años menor que el resto, se encontró con un inesperado triunfo planetario. Justo él, que opinaba que los buenos grupos nunca venden demasiado. “Las entrevistas, los fans y las giras dañaron mi creatividad, y la única manera de recuperarla era estar en casa, drogado todo el tiempo”, recuerda. En plena gira, en Japón, dejó tirado al grupo. Algo que el cantante tardaría cinco años en perdonarle, los que tardó en ir a visitarlo a una clínica de rehabilitación. El fin de la inspiración y las ventas coincidió con la salida de Frusciante. Se abrió una etapa anodina, con el disco One Hot Minute. Y su regreso, en 1999, es el otro gran episodio de los Peppers: una resurrección creativa y ventas multimillonarias de Californication, que despachó 15 millones de copias en el mundo.

A Frusciante se le va un poco la olla. A los cinco años empezó a oír voces en su cabeza, que le decían que iba a ser músico. No es que quisiera serlo, ni sabía lo que eso significaba, pero supo que lo acabaría siendo: “De pequeño tuve muchas experiencias así”. Aquella recopilación de rock que guardaba su padre en el salón permitió dar forma a esas imágenes. Escuchó “Louie Loiue” y supo que sería guitarrista. Se mudó a Santa Mónica, se metió en la movida skate, adoró a Kiss, Alice Cooper, Led Zeppelin... Y la llegada del punk le permitió decirse “esto lo puedo hacer yo”. Cuando lo ficharon los Peppers se subía por las paredes. Hoy tiene 34 años y la vida lo cambió. Asume que está en un grupo popular, y hasta se permite tomarse vacaciones, incluso de la música. Hoy es un tipo que busca la calma a través de la meditación y la filosofía, rodeado de una legión de gatos y una gigantesca colección de vinilos.

Dice que éste es el más experimental de los discos del grupo. Y está orgulloso de su trabajo: siguió investigando sonidos curiosos, tratando su guitarra con un sintetizador, potenciando sonidos extraños, accidentes felices, intentando enlazar con el espíritu hippie de los 60. Con eso y todo, a los Peppers se los critica por una deriva a terrenos comerciales. Flea se defiende: “Si lo que hacemos es más vendible, no es porque hagamos música que no nos gusta. Hemos refinado nuestra energía, pero mantenemos la intensidad rítmica. No perdemos lo que teníamos, solo crecemos y damos más. Nuestra música es honesta, y si no te gusta no te gusta, pero ahí está nuestro corazón”.

La biografía de Anthony Kiedis, el cantante, tampoco tiene desperdicio. Criado en el Medio Oeste, se fue a Los Angeles a los 11 años a vivir con su padre, Blackie, un dealer que surtía a la elite de Hollywood. A los 13 años asistía a bacanales con chicas y drogas en las que participaban Jimmy Page y Alice Cooper. Conoció a Flea en el instituto de Fairfax, y ahí nació el germen del grupo. Showman de cuidado, hoy es un coleccionista de arte que se recrea con su propio lenguaje. “Es bastante divertido comparar a los dos personajes. Se me olvida cómo era de vulgar y de molesto: es una suerte haber tenido una época en que me sentía tan bien por ser así. Era un tarado, pero no tenía ni la información ni las herramientas para saber que no estaba bien, no había madurado, era un auténtico hijo de puta... Es importante cambiar, y moverse hacia adelante como ser humano; si no, la vida es aburrida, estúpida. Y como músico o artista, es importante saber reinventarte y explorar territorios.” Su vida, de hecho, también está marcada por la adicción. “Hasta ahora fui bendecido con el regalo de superar situaciones muy difíciles con las drogas y aprender de ellas, crecer con ellas, beneficiarme de ellas. He sobrevivido a una experiencia maníaca y he procurado compartirlo con gente que estaba en esa misma lucha.”

–¿Quién tiene el mayor ego en esta banda?

–(risas) Si me hubieran preguntado hace tres meses hubiera dicho que el mío, pero mi ego fue golpeado por un meteorito hace un par de meses y una parte de él está quemándose en tierra desde hace un tiempo.

–¿Por qué?

–Sería largo contarlo. Se debe a una experiencia personal que fue maravillosa y dolorosa. Fue como tener en mi interior una casa que se está quemando durante un mes y medio. Sé que esto servirá para que me vaya mejor en la vida, pero mientras tanto sigo trabajando con los escombros... Lo del ego es una cosa rara: en ocasiones uno se levanta y se relaciona con humildad, que es mucho mejor que despertarse imbuido en el miedo al que te lleva tu ego... En el grupo, cualquiera de nosotros puede tener su día de ego enorme y portarse como un auténtico retrasado.

–¿Qué aprendió de sí mismo?

–Odio lo que aprendí, lo que aprendí de mí es horrible, pero lo aprendí. Estuve tantos años de mi vida, 43, sin ser consciente de mis defectos... Hay cualidades en mi personalidad que amo, y soy consciente de ellas: tengo buen corazón, amo a la gente, soy generoso; pero hay una parte de mí de la que nunca he querido saber gran cosa y es mi egoísmo, mi codicia. Esos defectos pueden crear barreras que te impiden ser auténticamente abierto e íntimo en tus relaciones con familia, amigos, con otras personas significativas. Así que vas por la vida creyendo que sos bueno y dadivoso, pero al mismo tiempo querés más, querés que la gente sea distinta a como es y eso te frena a la hora de comprometerte al ciento por ciento con otra persona. Tener un pie dentro y otro fuera de una relación es un error: me gusta esta persona, voy a darme al 80 por ciento y el otro 20 por ciento puede vagar por ahí. Eso es lo que te impide vivir la experiencia de crear más luz junto a otro individuo. Es brutal darse cuenta de esto, pero me alegro de haberme dado cuenta. La próxima vez que me encuentre en esta situación, especialmente en una relación de pareja, creo que será mejor. Y con las amistades también, hay que comprometerse incondicionalmente. Eso es lo que aprendí de mi lujuria, codicia y egoísmo.

–¿Y cómo ve el mundo de hoy?

–Intento reducirlo a un principio sencillo, porque el caos resulta cegador, confunde, distrae: hay una razón para que ocurra lo que está ocurriendo, hay veces en que algo tiene que ir mal para luego ir bien. Veo gobiernos horribles operando desde una posición de poder, como en América, donde veo guerras donde no debería haberlas, veo desastres medioambientales, destrucción de la naturaleza... Probablemente todo esto ocurre por una razón que no podemos entender, y así es como aprenderemos la lección. Hay una canción en el disco que aborda este tema, “21st. Century”. Habla del caos y de por qué se torció todo tanto... Tengo fe en que hay un motivo para todo ello.

–O sea que es optimista...

–Básicamente, fui optimista durante toda mi vida; incluso frente al desastre fui un absurdo optimista, no sé por qué. Incluso cuando me he estado muriendo, en mi lecho de muerte, fui optimista de algún modo.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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“Incluso frente al desastre fui un absurdo optimista, no sé por qué”, admite el cantante Anthony Kiedis.
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