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Domingo, 13 de diciembre de 2015

MUSICA › PARSIFAL, DE RICHARD WAGNER, CON PUESTA DE MARCELO LOMBARDERO EN EL COLON

La lectura como una operación crítica

Lombardero asume las características polémicas del texto y las presenta en un mundo de ciencia ficción distópica en el que todo está vigilado por guardianes con ametralladoras. El lucimiento de la Orquesta Estable y un elenco excepcional completan la puesta.

 Por Diego Fischerman

Toda obra de arte comienza –o debería hacerlo– en una pregunta. En aquellas que necesitan de la interpretación para existir, esa duda inicial, ese cuestionamiento, se abre a las de los intérpretes. En un plano general no puede evitarse inquirir acerca de cuál es el papel de esos traductores de un texto ya escrito, en épocas y bajo circunstancias distintas de las actuales. El teatro y la ópera son campos en los que el papel de esos intérpretes, en un abanico que va desde la pretensión de convertirse en meros medium de la letra del autor hasta las posibles reescrituras, se ha convertido en parte esencial de la propia profesión del director de escena. Nadie espera ver a Shakespeare exactamente como se lo representaba en el teatro del Globe en el siglo XVI e incluso, si tal cosa sucediera, se trataría de una elección del puestista, fuertemente cargada de ideología estética.

Nada está fijado de antemano y mucho menos cuando, como en el Parsifal de Richard Wagner, ya el hecho de presentarla en un teatro donde los palcos se miran entre sí (y donde la gente va, también, a mirar cómo es mirada) significa una cierta traición. Pensada para Bayreuth (donde todo mira al escenario y nada más que allí) y concebida como festival sacro, sus temas son, por otra parte, poco menos que insoportables para un público inteligente y actual. Ni la aparente historia de caballería ni la culpa frente a la sexualidad promiscua que subyace en la obra, ni la redención por vía de la castidad ni, mucho menos, la mácula original –y la necesidad de perdón– con que acarrean los judíos son temas que hoy puedan interesar a demasiadas personas. Tampoco el viejo tópico medieval del “tonto puro” –el Parzival de Wolfram von Eschenbach actualizado, de alguna manera, por el Kaspar Hauser de Werner Herzog–, tan caro al odio que el nazismo mostraría hacia los intelectuales liberales, podría ser hoy demasiado convocante. Una lectura es siempre una operación crítica. Un puestista podría no hacerse cargo de estas cuestiones. Podría renunciar a esa posibilidad de interacción con un texto. Marcelo Lombardero no lo hace. Se podrá o no coincidir con su mirada, pero es innegable que asume las características polémicas de ese texto. Que allí hay una lectura. Que se parte de preguntas y que lo que se ve en escena, con coherencia ejemplar, las responde.

En su visión, sostenida en el fenomenal trabajo de Diego Siliano, integrando proyecciones y objetos corpóreos con fluidez y belleza plástica pero, sobre todo, con inmenso sentido dramático, no hay caballeros medievales sino guardianes provistos de ametralladoras. Se trata de un mundo postapocalíptico. Nada queda. Y ya no hay dioses (han caído en el final de la Tetralogía, podría pensarse). La energía es el grial y el héroe será quien la entregue al mundo. Hay dos géneros donde lo delirante circula de manera verosímil: lo místico y la ciencia ficción. Lombardero y su equipo optan por la segunda. Allí, en esa distopía, poco importan al fin y al cabo los sueños de pureza racial y las fantasías de redención. Con un eficaz vestuario a cargo de Luciana Gutman, la otra pieza fundamental de este Parsifal es la extraordinaria dirección musical de Alejo Pérez. Ya en el Preludio, un oleaje de matices infinitos, envolvente, hipnótico y, a la vez, de excepcional claridad en la definición de los planos y de las relaciones temáticas, quedó claro que la música sería protagonista de la trama –teatro de sonidos, reclamaba Wagner– sin por ello resignar nada de su especificidad. La Orquesta Estable tuvo, en ese sentido, una actuación ejemplar. La calidad del fraseo de cuerdas y maderas, el compromiso y la concentración de cada una de las secciones y la belleza de los corales de los metales lograron una interpretación de gran altura en la que quizá sea una de las obras más difíciles del repertorio, empezando ya por su inusual duración de unas cuatro horas netas de música.

Un elenco de excepción, donde brillaron Stephen Milling como Gurnemanz, Christopher Ventris como Parsifal y Nadja Michael en una Kundry de graves portentosos, gran potencia vocal y notable presencia escénica, se completó con actuaciones de gran nivel de Ryan McKinny como Amfortas, los argentinos Héctor Guedes y Hernán Iturralde, excelentes como Klingsor y Titurel respectivamente, y las “niñas flor” –en este caso neoseres, a la manera de la chica mecánica de la novela de Paolo Bacigalupi–. También tuvieron actuaciones memorables el Coro Estable y el Coro de Niños y la interminable ovación –que fue particularmente efusiva con Alejo Pérez– fue la prueba de un reconocimiento. Son pocos los teatros del mundo que pueden plantearse una obra de esta magnitud y con una puesta teatral y musical de este nivel. Y ese baremo, perdido en los últimos años, es el que el Colón debería tener como medida de sus propias capacidades y, también, de la responsabilidad frente al público y, sobre todo, frente a su propia historia.

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En esta versión de Parsifal, la energía es el grial y el héroe será quien la entregue al mundo.
 
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