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Martes, 26 de septiembre de 2006

MUSICA › EL CANTOR ALBERTO PODESTA HABLA DE SU PASADO Y DE SU PRESENTE

“Siempre fui un trabajador del tango”

Presentado como “el último gran cantor de orquesta”, este fin de semana actuará en el Centro Cultural Torquato Tasso. Está viviendo, a los 82 años, una suerte de resurgimiento artístico.

 Por Karina Micheletto

Alberto Podestá cumplió con lo que algunos identifican como un sueño por cumplir, algo así como la certificación de una vida bien vivida: tiene un rincón propio, con nombre y todo, en un bar. Sobre la mesa donde todos los días toma su puntual café de las 9, y donde también recala alguna que otra tarde, y a veces por las noches, en el bar Kentucky, se lee un fileteado prolijo en un espejo: “Rincón Alberto Podestá”. Esta esquina de Santa Fe y Godoy Cruz es el punto de partida de un mundo que se adivina ancho, y que incluye mozos de ley, como Gabriel Jara, del turno mañana, recortes periodísticos del dueño del rincón enmarcados en las paredes, alguna habitué admiradora que viene a robar un beso desde la mesa vecina. En este mundo, está a la vista que Podestá juega de local, y gana.

A los 82 años, Alberto Podestá cumplió con algunos otros sueños en vida: a los 16 integró la orquesta de Miguel Caló, cuando era la “orquesta de las estrellas” y gente como Francini y Pontier, Julio Ahumada, Domingo Federico, Eduardo Rovira, Héctor Stamponi y Oscar Maderna formaban en sus filas. También estuvo en la de Carlos Di Sarli, que le costó, dice, más de un llanto por los celos del otro cantor, el popular Roberto Rufino. Y en las de Pedro Laurenz, Edgardo Donato, Francini-Pontier. Fueron sueños que ni siquiera se había puesto a soñar, dice ahora Podestá, instalado en la seductora seguridad de su mundo. Este viernes y sábado, desde el escenario del Centro Cultural Torquato Tasso, el hombre que ahora es presentado pomposamente como “el último gran cantor de orquesta” mostrará lo suyo junto al guitarrista Hugo Rivas, en una suerte de actualización de su paso por otra formación que hizo historia, la del cuarteto de Roberto Grela. Tendrá como invitados a algunos de sus compañeros de guardia: Tito Reyes, Juan Carlos Godoy, Osvaldo “Marinero” Montes, Aníbal Arias. Y a tangueros de las generaciones que le siguen como Chino Laborde, Javier “Cardenal” Domínguez y Lidia Borda.

Tras haber formado parte del proyecto Café de los maestros, hubo una suerte de resurgimiento de Podestá. Su actuación en el Colón, donde protagonizó uno de los grandes momentos del concierto con un clásico de su repertorio, “Percal”, es para Podestá uno de los hitos de su carrera. Entre otros reconocimientos recientes, un proyecto impulsado por Radio La Red busca declararlo Personalidad Destacada de la Ciudad. Lo de Alberto Podestá versión siglo XXI es algo así como un resurgimiento, de esos que hacen justicia.

–¿Le gusta que lo presenten como “el último gran cantor de orquesta”?

–Me gusta. Al fin y al cabo, es verdad: soy uno de los pocos que van quedando de la época tan linda del ’40. La mayoría de mis compañeros se han ido: murió Marino, Ledesma, todos. A Dios gracias voy quedando yo. Bueno, están Ferrari, Godoy... ¿qué otro muchacho? Vidal, que ya no canta... No queda nadie de las grandes orquestas. Lo de Café de los maestros fue un halago grandísimo. Quedaron dos tangos más grabados, “Sombras nada más” y “Pedacito de cielo”, que irán en otro CD. También hay una película... Estoy feliz.

Hay algo que salta enseguida en el relato de Podestá, que lo aleja de algunos artistas y lo acerca a otros, como por ejemplo Leopoldo Federico. Tiene que ver con cierta visión del asunto que lo hace ubicarse, ante todo, como un trabajador. Ser Personalidad Destacada está muy bien, dirá, por ejemplo, siempre y cuando implique algún tipo de pensión. “Hay muchos cantores que fueron declarados ciudadanos ilustres y viven de la cuarta al pértigo. Son cantores que hicieron mucho en el tango, pero por ahí no eran primeras figuras. Y hoy andan tirados, desprotegidos, no tienen para vivir. Esas cosas dan tristeza. Hacen pensar que el día de mañana le podrían suceder a uno”, dice Podestá, serio.

–¿Se siente reivindicado en este último tiempo?

–Sí. Una vez dije: parece que ahora me están descubriendo. Porque yo, en mis 67 años de carrera, nunca tuve esto que tengo ahora. Que me hagan notas, tener publicidad...

–¿Ni cuando estaba con Di Sarli?

–No. Porque éramos cantores de orquesta que grabábamos, hacíamos éxitos, pero éramos trabajadores, con un pequeño sueldo. El que ganaba el dinero grande era el director. Tiempo después, cuando empecé a cantar solo, en el año ’50, salí al ruedo, como se dice, me fui haciendo solo. Nunca tuve un representante, como tengo ahora, que me está dando una gran mano. Esto es nuevo para mí. Me hubiera servido mucho 25 años atrás. Son muy pocos los cantores que tuvieron repesentante: Ledesma, Castillo, Morán, no muchos más. Los demás nos las rebuscábamos como podíamos, por recomendaciones, por amistades, así he trabajado yo. Siempre dije que soy un trabajador del tango. ¿Y dicen que los que somos cantores no trabajamos? ¡Ja, macanas!

De chico, a Podestá le decían “Gardelito”: “Me sabía todo el repertorio de Gardel, era locura que tenía con él”, cuenta el cantor. Llegó a verlo, en 1933, cuando Podestá tenía 9 años y Gardel pasó de gira por San Juan. El recuerdo es nítido, cinematográfico: “Me llevó un tío que era control de la Paramount y me dejó sentado en una platea, a un costado. Me acuerdo clarito cuando lo vi entrar, medio gordito, caminando como jorobadito. Y después cuando empezó a cantar, con esas guitarras atrás... Qué locura...” Por entonces Podestá trabajaba en el cine de San Juan, vendiendo golosinas. Allí veía las películas de Gardel, se aprendía sus tangos de memoria y después los practicaba en su casa, con una escoba como guitarra. A Gardelito lo llevaban ante cuanto tanguero apareciera por San Juan, y así Hugo del Carril y el dúo Buono-Striano le dijeron que si alguna vez se animaba a ir a cantar a Buenos Aires, le darían una mano. Así fue. A los 15 años se largó a probar suerte acompañado por un hermano mayor. Podestá no lo cuenta como una hazaña, aunque es fácil reconstruir una historia de tono épico imaginándolo llegar, de pantalones cortos, a la estación de trenes de Once.

Podestá –que por entonces portaba su verdadero nombre, Alejandro Washington Alé– fue a parar a una pensión habitada por varios sanjuaninos. El dinero disponible impuso un límite: si para el 15 de diciembre no aparecía nada, pegaría la vuelta. “Dos días antes, el 13 de diciembre de 1939, me salió la prueba con Caló. Quedé con él, y ahí se fue dando todo”, cuenta el cantor. Por entonces estrenó su primer nombre artístico: Juan Carlos Morel. “Cuando me voy con Di Sarli, a los dos años de estar con Caló, me dice: ‘Ese nombre no. Conmigo sos un cantor nuevo, arrancás de cero. Te vas a llamar Alberto Podestá, y vas a tener que defender el nombre’. Como en ese tiempo no salían los nombres de los cantores en los discos, no hay ningún disco que diga Juan Carlos Morel. Solamente decían ‘tangos con estribillo cantado’”.

–¿Y cuándo empezó a ver discos con su nombre escrito?

–Del ’42 en adelante. En ese tiempo, si salía su nombre en los discos, tenían que darle porcentaje. Como siempre, los de las grabadoras se las ingeniaban para no pagar. Empezaron a aparecer los nombres gracias a una idea de Fiorentino; él nos reunió a los cantores para luchar por eso. Al final la grabadora aceptó, pero haciéndonos firmar un papel donde aceptábamos que no íbamos a cobrar el royalty que nos correspondía.

–¿Cómo fue el pase de la orquesta de Caló a la de Di Sarli?

–Di Sarli me habló para ir a su orquesta y me fui, con mucho dolor. Pero acepté porque si antes ganaba 200, pasé a ganar 1300. Y no se puede imaginar lo que eran 1300, un capital enorme... Con esa plata pude traer a mi familia de San Juan.

–¿Es cierto que no se llevaban bien con Rufino?

–Sí, Roberto fue muy mal compañero. No era malo... era muy envidioso, celoso. Yo iba para ayudarlo a cantar, porque se sabía que venía mucho trabajo. El era un cantor de éxito y yo era un pibe nuevo. Pero él se sintió amenazado. Me hizo cosas fuleras... Largarme al ruedo a cantar un tango famoso que cantaba él, con toda la gente amontonada esperando a escucharlo. Dejarme ahí solo para cantar el tango y que la gente se fuera... Fulero, fulero.

–¿De verdad?

–Sí, ahora nos reímos, pero ¡qué dolor! ¿Sabe lo que era salir a cantar así? He llorado muchas veces. Llegaba a la pensión y seguía llorando. Diga que tenía una barra de amigos que estaban siempre conmigo y me apoyaban mucho. Así como digo esto tengo que agradecerle a Rufino que después, con el tiempo, me hizo hacer socio de Sadaic, con “El bazar de los juguetes” (un tango que Podestá compuso junto a Rufino y Reynaldo Yiso). Y gracias a Sadaic hoy tengo una protección.

–Así que el tango lo ha hecho llorar.

–Sí, he sufrido y he llorado. Me he sentido dejado de lado, por colegas que no voy a nombrar.

–Siempre se dice que el ambiente del tango es difícil, que hay mucha envidia.

–Sí, pero también hay mucha gente buena. La gente de antes, Francini, Pontier, Cadícamo, Contursi, los que yo conocí, eran unos tipos que usted los veía y se enamoraba de ellos. Contursi era un tipo que siempre tenía la sonrisa en la cara, muy buen mozo, alto, pelo ondulado. Manzi era un tipo que usted iba a Sadaic, donde era presidente honorario, y lo veía siempre conversando con todo el mundo. Ahora eso no se ve más, la gente se esconde, vive encerrada. Era distinto, habían otros códigos.

–¿Y usted se adapta a los códigos actuales?

–Yo no puedo quejarme de nada, tuve más de lo que imaginé. Nunca pensé que iba a estar cantando en Nueva York. Adonde fui, siempre dije: ¡pensar que estoy acá! Lo mismo cuando llegaba a una orquesta. Yo que escuchaba a Miguel Caló y ahora estoy cantando con él; yo que le conozco todo el repertorio a Di Sarli, me habla para ir con él... Yo nunca pensé que me iba a ganar la vida cantando tangos, cantaba porque me gustaba. Soy un hombre agradecido.

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Alberto Podestá en el bar Kentucky, donde tiene su rincón exclusivo.
 
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