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Martes, 4 de diciembre de 2007

MUSICA › FESTIVAL DE JAZZ EN EL BOLSON

Sonidos de libertad

En su 7ª edición, el encuentro volvió a dar cuenta de su eclecticismo. Desde Fats Fernández hasta Nuria Martínez, los invitados supieron aliarse con la belleza del paisaje.

 Por Cristian Vitale
desde El Bolson

Amanece, y el tema pica fuerte. En una calle lateral, agazapado, acaba de inaugurarse el casino de El Bolsón. Hay varias 4x4 en la puerta, gente vestida de etiqueta y policías custodiando la puerta... pero el grueso lo resiste. Se dice que es un paso más para quitarle a este divino valle, encerrado por montañas, aquellos viejos sueños. El Colo, constructor de títeres, reclama que pasan cosas a contramano de lo que pretende, romántico, para sus hijos; Verónica, apunta duro: “Lo inauguraron entre gallos y medianoche”, y el tema se discute largamente en los bares, en FM Alas –radio ejemplo de cooperativismo en la zona– y, sobre todo, en el epicentro absoluto: la plaza Pagano. Subyace, en el ánimo de los pobladores más activos, una intención que parece ser un axioma aquí: resistir la superficialidad y el lucro por el lucro. Indiscutible: El Bolsón de los cerros ha crecido mucho en los últimos cinco años y su población roza ya los 30 mil habitantes. “Favoreció” el estado de la ruta que lo une con Bariloche y la tozudez gringa de “conquistar” encantos lejanos a sus tierras. Y entonces hay sofisticadas casas de té, hoteles caros, boliches cool para una burguesía naciente y gente que va a misa. Pero también conviven, críticos y estoicos, esos seres como el que Miguel Cantilo “descubrió” en épocas de diáspora hippie.

Y el Festival de Jazz, en su séptima edición, opera como manifestación de esta tensión. Es, claro, el evento que toda ciudad turística con aspiraciones de “alto vuelo” necesita para posicionarse entre los lugares a visitar. Pero también, a su vez, un foco de resistencia amateur... una corazonada. Lo organizan los mismos que en 2000: Alejandro Aranda, un profe de guitarra que se sube a todas las jam; Juan Merlo, baterista de Lago Puelo; Irina, infatigable; Meli, transportando músicos y periodistas con su Citroën naranja; Viviana y Daniel. Un puñado de soñadores, más que productores. De motorcitos humanos a pulmón a quienes cada auspicio, cada paso, les cuesta horas de trabajo no remuneradas. El Festival de Jazz de El Bolsón, entonces, tiene sus propias normas: es un evento a la altura de una ciudad que nació con parámetros fijados por la libertad.

Y un encanto geográfico, claro, inmutable. El Piltriquitrón (cerro colgado de las nubes) permanece intacto, como hace miles de años; el río Quemquemtreu surca incansable al lado del suburbio de chacras, las flores de mil colores –caléndulas, rosas, retamas– que renacen a esta altura del año, un constante peregrinar de mochileros trashumantes y el enorme indio tallado en madera que vigila la plaza de la feria. “Es el marco ideal para tocar... ustedes y la belleza”, sintetiza Nuria Martínez, durante su concierto al aire libre. Es el segundo número. Ella toca una gama variopinta de instrumentos de viento (desde flauta dulce hasta quenas) y la acompañan Federico Beillinson (sí, el sobrino de Skay) y Luciano Laroca. El set es, en términos estrictamente de género, el más outsider: suenan “La Pomeña”, de Leguizamón y Castilla, con una intro–hallazgo: la voz de Eulogia importada de las entrañas del NOA; la “Zamba de Lozano”, “La golondrina y el sanate” –folklore maya– y una versión muy bella de “Canto en la rama” (Santaolalla) que trueca el charango y la voz de la original por guitar slade, sikus y bombo legüero.

Son las cinco de la tarde y el sol enciende las miradas. Gente sentada como Buda, mucha bambula y familias con chiquitos... el relax colectivo es total. El mismo, transpolando la secuencia, que expresa Ezequiel Piazza, el baterista “estrella” del festival. Tiene 24 años y reemplaza, provisoriamente, a Oscar Giunta en la agrupación de Alejandro Demogli, jazzero formado en las calles de Nueva York –donde hay que formarse, claro– y que regresó al país con un fin: aportar miradas frescas al género. El repertorio, suelto, libre, intenso, es todo suyo: “11.23”, “Cholo”, “Candombe para Quique (Sinesi)” en medio de un ambiente relajado: mediodía, entre asado y árboles. El experimentado bajista Eduardo Muñoz más el tecladista Adrián Mastrocola sostienen –con tacto– un set impecable.

De noche –viernes, sábado y domingo– es cuando corre cerveza de todos los colores, artesanales y de marca. Importadas y de exportación. Aparecen, de sorpresa, planes B, como la contundente banda de rock de una leyenda de la región: Mike Cooke (La Rocka), un inglés que tocaba sitar en la Embajada de la India y terminó haciendo versiones de los Stones por estos confines. Y se confirman los A, como marca la grilla oficial. Fats Fernández ofrece dos conciertos gillespianos: uno, ameno, en el 412, cuyo pico es la bellísima visita que el músico hace de “La milonga del ángel” de Piazzolla; y otro dominado por el sonido alucinado de “Night in Tunnissia”. Alejandro Santos, después, cierra la noche del sábado con la presentación estricta de su último disco: Visión Panamericana. Con una banda improvisada, el flautista recorre a su manera el mapa musical latinoamericano con sutilezas y suavidades. Levas cruzadas, interesante ensamble de vientos, Negros de miércoles, el Pablo Bases Quinteto y su par de la Fundación Cultural Patagonia apuntalan una tríada de días enriquecedora. Ocurrió todo eso, más un plus inesperado: el lunes, cuando eran las siete de la mañana y el sol asomaba tras el cerro, la locura de un gallego terminó con una enorme paella y gin para quienes pudieron resistir el fixture. Difícilmente ocurra algo parecido más allá de las fronteras de El Bolsón, una ciudad incipiente que sigue resistiendo los vicios del sistema.

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Fats Fernández brindó una actuación notable.
 
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