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Viernes, 1 de febrero de 2008

MUSICA › HOMENAJE A ATAHUALPA YUPANQUI

Un reencuentro en el Cerro Colorado

Para celebrar los cien años de su nacimiento, por su pago querido del norte de Córdoba pasaron bailarines, cantores y guitarristas. Más de cuatro mil personas participaron de este tributo a un hombre que, curiosamente, siempre se negó a ser homenajeado con pompa.

 Por Karina Micheletto

Desde Cerro Colorado

Atahualpa Yupanqui siempre habló de su casa de Cerro Colorado como su lugar en el mundo. No sólo ensalzó este sitio en los versos de la famosa chacarera: No hay pago como mi pago, ¡viva el Cerro Colorado! En textos como El canto del viento –una suerte de autobiografía novelada–- describió largamente lo que significó para él esta tierra, donde en los últimos años de su vida se escapaba en cuanto podía, en cada regreso a la Argentina. Aquí, en este paraje del norte cordobés de una belleza singularísima, que impacta al recién llegado, se celebró a pura música el centenario de su habitante más ilustre, Atahualpa Yupanqui. Desde el miércoles pasado, y hasta ayer, día de su cumpleaños, por el Cerro Colorado pasaron músicos, cantores y guitarreros para rendir su tributo a este hombre que, curiosamente, siempre se negó a ser homenajeado con pompa y circunstancia.

El miércoles, ya desde la mañana, la tranquilidad de este pueblo de 300 habitantes se vio trastrocada por las más de 4 mil personas que terminaron reunidas por la noche, siguiendo el espectáculo en el que Jairo, Juan Falú y el bailarín Juan Saavedra retomaron la obra de Atahualpa, intercalando sus palabras e imágenes. El show fue impecable, como siempre viniendo de estos artistas, respetuoso de su origen, cuidado en sus detalles. El marco, imponente, con el cerro colorado como fondo silencioso. No fue la única nota musical de la jornada: desde las seis de la tarde, frente a la capilla del pueblo, en la calle principal ahora transformada en peatonal, se realizó una “vigilia yupanquiana” en la que numerosos artistas de la zona cantaron, tocaron y bailaron. La vigilia continuaba ayer, con artistas cono Suma Paz y José Ceña.

Hubo más: durante todo el día se expuso una muestra sobre el Cerro Colorado, mezclada con un par de libros de y sobre Yupanqui que se exhibían y se vendían. Y otra muestra de artistas plásticos de la zona dentro de la capilla del pueblo, y un paseo artesanal en el que se exhibieron artesanías en madera, cuero y piedra, y también productos típicos de la región, desde tomillo y carqueja hasta café de algarroba y mistol. Eso sí: la afluencia de público superó en tal medida las expectativas que después del mediodía se quedó sin comida el restaurante más importante del pueblo, a cargo de la señora Susana (una suerte de mandamás y guía imprescindible del lugar, capaz de habilitar una entrevista con el oficial del destacamento con una tarjeta personal de recomendación). Lo que primero voló, claro, fue el menú estrella del lugar, el infaltable cabrito.

Rumbo a
Cerro Colorado

Partiendo hacia el norte desde la capital cordobesa, por la Ruta nacional 9, el paisaje va mutando a medida que avanzan los kilómetros. Pasan los campos sembrados, las 4x4 de la soja, localidades como Colonia Caroya, con los cartelones que invitan a probar los famosos salames del lugar, Jesús María, donde cada enero se hace el Festival de Doma y Folklore. Al costado de la ruta, los cargamentos de melones, sandías y duraznos ofertados a buen precio, cada tanto algún asentamiento gitano, con carpa y todo. Los circuitos cercanos de ruinas jesuíticas, más adelante el desvío a un sitio histórico, Barranca Yaco. Se dobla al llegar a Santa Elena y finalmente aparece el cartel que anuncia: “Bienvenidos a Cerro Colorado, Reserva Cultural y Natural”. Enseguida aparecen referencias hacia las localidades que nombra la chacarera: “Caminiaga, Santa Elena, El Churqui, Rayo Cortado... No hay pago como mi pago. ¡Viva el Cerro Colorado!”. Son 160 kilómetros desde la capital cordobesa que transportan a un paisaje totalmente diferente.

En medio de esta tierra colorada, el cerro atrapa con sus colores y formas caprichosas: grutas, cavernas, aleros, oquedades creadas por miles de años de erosión, piedras rojizas, o rosadas, o grises, o verdes, ricas en ocre u óxido de hierro. De la vida aborigen entre estas tierras queda un tesoro que hoy es protegido por la reserva: más de cien aleros guardan unas 35 mil imágenes de arte rupestres, pictografías en tres colores, obtenidos a partir de minerales de la región. Además de ser una reserva cultural y natural, el Cerro Colorado fue declarado Monumento Histórico Nacional en 1961, y Parque Arqueológico Nacional en 1957. El río Los Tártagos –al que Yupanqui bautizó “Agua escondida” a partir del tramo que pasa junto a su casa– termina de dar marco a este paisaje único. Así es que no hace falta pensar mucho por qué Yupanqui, que había recorrido el país, en contacto íntimo con los paisajes y los habitantes de cada región, eligió este lugar como su lugar.

Celebrando a Yupanqui

De a poco, cantores, ballets y delegaciones de a caballo de toda la región se fueron dando cita para el homenaje yupanquiano: Quilino, Deán Funes, San José de la Dormida, Villa del Totoral, Cerro Colorado... Un escenario improvisado frente a la capilla servía de punto de reunión para la “vigilia”. Lástima el micro gigante de LV3, estacionado ahí al lado, que al intentar salir de entre la tierra colorada rompió todos los árboles y suspendió durante un rato el homenaje. A lo largo de la peatonal, mientras tanto, el norte cordobés exhibía sus virtudes culinarias: hierbas, salames, dulces de higo o cayote, arrope de miel, colaciones, licor de peperina, dulces de algarroba, dulces de leche y queso de cabra. A un costado, el Grupo de Caprineros Unidos de Quilino mostraba unos cabritos aseados para la ocasión, aclarando que tenían otros para la venta, a unos 80 pesos cada uno.

Hay que trepar largos metros por el cerro para llegar a la casa de Atahualpa, ahora transformada en museo y en biblioteca popular que lleva el nombre de Pablo del Cerro (el seudónimo de Nenette, última esposa de Yupanqui, que compuso la música de varios de sus temas). Allí el paisaje se vuelve más bello aún. La casa de Yupanqui guarda objetos personales, y un recorrido apresurado produce una molesta sensación de intromisión. Allí está la Remington del cantor, el piano Erard en el que componía Nenette, premios varios, una acuarela de Quinquela Martín autografiada: “Al amigo Atahualpa Yupanqui, por su alma de artista”; un retrato de Guayasamín, del que se conserva sólo una copia.

También hay muchas fotos, como la del Grupo Aconquija, que integraba un jovencísimo Yupanqui con un igualmente joven Eduardo Falú, o una que muestra a Atahualpa y Nenette entre las piedras del río que baja a pocos metros, junto a la casa. Se los ve felices. Está la invitación al concierto en el que Edith Piaf presentó a Yupanqui en Francia, en 1950: “Edith Piaf cantará para usted y para Atahualpa Yupanqui”, dice el poster, y propone descubrir “las maravillosas canciones de los gauchos”, “las danzas y canciones indias de América del Sur y de las Antillas”. Una mítica foto Korda del Che autografiada, regalo del padre de Guevara. Una carta de Jack Lang comunicándole su nombramiento como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Y muchos pasaportes, y cartas, y papeles personales. Afuera, al pie de un roble añoso, descansan los restos de Yupanqui, junto a los de Santiago “El Chúcaro” Ayala. No hay ninguna inscripción que los nombre, pero todos los que llegan hasta allí, a veces en actitud de peregrinación, lo saben. En cambio, otras palabras de Yupanqui, escritas en piedras, custodian el lugar: “Amigo es uno mismo en el cuero del otro”, dice una.

No faltó en el encuentro el toque oficial de rigor: Kolla Chavero, hijo del homenajeado y presidente de la Fundación Atahualpa Yupanqui, entidad promotora de la iniciativa de este homenaje, presidió la recorrida por la casa-museo de su padre para periodistas y funcionarios de la provincia de Córdoba. Más tarde llegó el mismísimo gobernador para descubrir una placa de homenaje. Tampoco faltó quien se preguntara lo que estaría pensando el viejo Yupanqui desde abajo de su roble, a pocos metros de su casa, donde está enterrado, viendo pasar a tanto funcionario de turno que llega para la foto en su nombre.

Es sabido que Don Ata les escapaba a los homenajes, que siempre, desde su sabiduría, le provocaban desconfianza. “No me siento elegido para ninguna clase de homenaje. Y Tata Dios sabe que digo la verdad, me imagino en una cabecera, y casi le diría que me causa risa verme objeto de lisonjas y amabilidades, y homenajeado por el solo hecho de haber seguido el rumbo de mi vocación. Y por ser vocación, precisamente, es tan fácil, tan grato, tan natural”, le escribía en 1964 a su amigo Pedro Iribarne, de Coronel Dorrego, rechazando un tributo. Concluía la carta sugiriendo otro tipo de homenaje: “Pialen un ternero y churrasqueen en un galpón viejo. Yo estaré con usted, con ustedes, como un amigo más. Y que no se enteren los diarios ni los fifíes, entre corte y corte de un costillar nos miraremos con el rabo de los ojos, sabiendo todos por qué y para qué estamos”.

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