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Lunes, 19 de mayo de 2008

LITERATURA › ENTREVISTA A ANGéLICA GORODISCHER, POR LA PUBLICACIóN DE TRES COLORES

“Cada vez estoy más joven”

Hace dos años, la escritora había sorprendido con su primera novela erótica, Querido amigo, y ahora propone una historia de amor a la que define como “hedonista y gozosa”.

 Por Silvina Friera

Basta de tormentos, y de sufrir como marranas. Si la vida y la literatura se nutren con las excesivas calorías que aportan las tragedias de amor, pasión y muerte, por qué no contar una historia de amor, de ésas en que los protagonistas están “metidos hasta el cuello”, pero sin espantosos desgarros existenciales, sin ribetes sombríos, ni hundirse en el pozo sin fondo de la depresión, sin esperas que se tornan insoportables para los personajes, y a veces, también, insufribles para los lectores. Expurgar el excedente lacrimógeno y fatal no implica, necesariamente, que todo sea un paraíso para los enamorados. Se puede gozar de los placeres de la vida con tropiezos, intrigas, una pizca notable de clandestinidad y mucho humor. A este menú apela la escritora Angélica Gorodischer en su nueva novela, Tres colores (Emecé), nombre que alude a las tonalidades que adquiere una de las comidas clave de la trama, el cabrito trois couleurs, amarillo brillante, punzó amaranto, azul de paraíso. “No conozco pena alguna que no se mitigue ante una buena comida; no conozco alegrías y felicidades que no se festejen con una buena comida. Quienes no la tienen, sufren y mueren por eso; nosotros que la tenemos debemos no sólo apreciarla, sino amarla y exaltarla como parte importante de nuestras vidas”, dice el voluminoso viudo Don Leonel, uno de los personajes.

En esta novela de amor, “hedonista y gozosa”, la escritora narra el romance entre una joven y bella actriz, Selene, y el divorciado y galante, Maxwell O’Shannon, un exitoso empresario que se asocia en un negocio con Don Leonel, el padre de la joven, que proyecta abrir cinco restaurantes en distintas ciudades (París, Madrid, Roma, Tokio y Londres). Don Leonel, “gordo y sonriente”, pero “astuto como un zorro, decidido como un San Bernardo y rápido como una cobra”, aunque adora a su hija, se queja por su extrema delgadez, “con esa manía de las rodajitas de zucchini y el caldito de verdura”. Objetando la moda de las mujeres esqueléticas, “sin forma, planas como estampillas en las que nada hay para descubrir”, para Don Leonel, como en el cuento Ursula, de Felisberto Hernández, las mujeres tienen que ser “un vasto territorio en el cual un hombre bueno y ardiente pueda vagar a su gusto, ahuecando la mano para no perderse nada”; las mujeres tienen que ser “grandes y mullidas, acogedoras como una nube de plumas en la que poder hundir la cabeza y aspirar ese olor a carne tan blanda”. El romance principal de la novela se cocina entre corderos de salsa de menta, macarrones a la napolitana, cabrito trois couleurs y otros manjares, condimentados, como si esto fuera poco, con otros dos relatos amorosos de fondo. Todos los personajes, a su manera, disfrutan del amor y de la buena mesa.

Aunque siempre hay historias de amor en sus novelas, qué le pasa a la autora de Tumba de jaguares y Kalpa Imperial, por mencionar dos títulos entre la veintena de novelas, cuentos y ensayos que ha publicado, que hace dos años, a los 78, escribió su primera novela erótica, Querido amigo, y ahora reincide en otro tono, claro, con el tópico del amor. “Cada vez estoy más joven. Cuando tenía veinte años era una imbécil, ¡para qué nos vamos a engañar! Creía que era sumamente inteligente y genial, y la pasaba muy mal”, dice Gorodischer. En la oficina de la editorial, donde la escritora que reside en Rosario recibe a Página/12, la escucha, atentamente, su marido, el arquitecto urbanista Sujer Gorodischer, alias Goro. “Dentro de poquito cumplo 80; todos los días voy al gimnasio y hago aparatos y pesas”, cuenta, y la posición de su cuerpo erguido, sus piernas y brazos tonificados confirman que esta mujer sabe lo que es la actividad física diaria. “Lo único que me faltaría es tener un novio”, bromea.

–Goro, ¿vos no me darías permiso para tener un novio?

–No.

–¡Qué lástima!

Es imposible no reírse con Gorodischer. Cuando las carcajadas amainan, aclara que no tuvo el propósito de escribir una novela gozosa. “Yo quería contar una historia; como el maestro Borges, creo que la verdadera literatura está en la épica. Tenía una idea de una escena: mucha gente alrededor de una fuente tomando champagne. Empecé a escribir algo sobre una muchacha que se enamora, aunque cuando se encuentra con él, piensa que el tipo es un estúpido, y él cree que ella es una idiota. Lo único que sabía con seguridad es que no quería nada demasiado dramático, ni personajes contradictorios que sufren como chanchos”, explica la escritora. “El personaje que me interesa es el padre, ese viejo gordo que se siente tan feliz y al que le gustan las mujeres gorditas. Es un enamorado de la vida, le han pasado cosas, por supuesto, tiene esa hija demasiado flaca, pero el gordo se morfa todo lo que hay alrededor. Es muy propio de mí, ¡cómo me gusta comer!”, admite Gorodischer, aunque su figura la desmienta. “Cuando voy a un país que no conozco lo primero que quiero ver es qué se come ahí para probarlo. No entiendo a esa gente que retrocede espantada cuando tiene que probar las comidas de los lugares donde está y grita: ‘¡Ay, qué asco, qué horror!’. Me acuerdo de un tipo que decía que había ido a Grecia, pero que se fue enseguida por el olor a cordero asado que hay en la calle. ¡A Grecia, escuchame, y le parecía mal el olor a cordero asado! Lo hubiera matado.”

Tres colores está dedicada a Julia Martínez de Drake, la mujer que trabajó en la casa de Gorodischer desde que ella tenía 8 años y que le enseñó los secretos de la buena comida y varias recetas. “Me gusta cocinar, pero no tirar un bife sobre la plancha así nomás; me gustan los platos elaborados. Si invito a mis amigos a comer a casa, preparo entrada, plato principal y el postre. De haber sido hombre, hubiera sido Don Leonel, pero hubiera tenido que quedar viudo primero”, subraya la escritora. Sobre la estructura de la novela y una de las confabulaciones que se resolverá hacia el final, el supuesto robo de un diamante, advierte que un poco de intriga siempre tiene que haber. “Hay veces que una plantea la intriga y dice: ‘¡Dios mío, ahora cómo salgo de acá!’”

–Dicen que no se puede escribir sobre la felicidad. ¿Qué opina?

–Estoy convencida de que se puede escribir de todo, lo importante es encontrar el tono. Un libro entero de John Banville es un monólogo, y uno dice: “A la flauta, cómo se animó”; yo ni lo encaro ni lo pienso. También dicen que no hay historia de amor sin desgracia, pero yo creo que sí, que hay amores felices, con ciertos tropiezos, pero felices.

–En esta novela se percibe un gusto por la picaresca. ¿Qué le atrae de este género?

–Me gusta el personaje que está a mitad de camino entre la honestidad y la inmoralidad, que no es ni un hijo de puta ni un asesino, que está en un borde, que es capaz de traicionar a cualquiera, pero además es seductor y encantador. Me encanta la picaresca española; me gusta mucho el hecho de que el antihéroe salga vencedor; ¿por qué lo van a meter siempre en cana? Dejalo que le vaya bien en la vida (risas). Todos los hombres que están alrededor de Don Leonel tienen algo de la picaresca. A mí el humor me sale con toda la naturalidad, también la oralidad. Vos no hablás lo mismo con tu amiga “la Chuchi” en el bar de enfrente que con un profesor de Filosofía o conmigo. Mi verdulero dice cosas maravillosas, por ejemplo: “El corazón de una madre nunca se equivoca”. A mi hija, que es psicoanalista, le digo: “Nena, si eso fuera cierto, vos no tendrías trabajo” (risas). En las grandes obras de la literatura mundial, en Shakespeare o en Cervantes, siempre está esa pareja de sinvergüenzas que te hacen cagar de risa con las cosas que hacen y que dicen. Es como un descanso que en medio de la tragedia aparezcan estos tipos y digan un montón de disparates; es un recreo en medio del desastre.

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En el libro de Gorodischer, todos los personajes, a su manera, disfrutan del amor y de la buena mesa.
Imagen: Arnaldo Pampillon
 
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