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Sábado, 13 de diciembre de 2008

LITERATURA › MARIO BELLATIN Y EL MATERIAL DE CONDICIóN DE LAS FLORES

“Soy escritor porque escribo, pero no sé por qué escribo”

Fue el encargado de cerrar el Filba con una lectura performática, aunque sostiene que en esta era de alta exposición de los escritores busca “estratagemas para poner el cuerpo sin ponerlo”: Bellatin reflexiona sobre su propio estilo a través del tiempo.

 Por Silvina Friera

Escribir para seguir escribiendo resume el impulso vital de Mario Bellatin. Quizás uno de sus mayores logros es existir solamente dentro de lo literario, aunque esas fronteras hayan perforado hace tiempo el margen de los libros, expandiendo sus límites hacia arenas mucho más movedizas. Ahora que a los escritores se les exige “poner el cuerpo” en festivales literarios y congresos –el escritor mexicano fue el encargado de cerrar el Filba con una lectura performática titulada El fantasma del masajista–, Mario está empeñado en una empresa compleja: buscar el modo de “superar” el dilema hamletiano contemporáneo de estar “sin estar”, como si sólo a través de ese gesto huidizo –el manotazo de quien escribe para no hablar a pesar de que le “exigen” todo el tiempo que hable– pudiera sortear las múltiples estandarizaciones y etiquetas que le adosaron desde que empezó a publicar. El sofisticado garfio que tiene en el brazo derecho se sobresalta al recordar que parte del embrión de Condición de las flores (lanzado recientemente por Entropía), una selección de textos rescatados en Perú, donde el autor vivió y publicó sus primeras cinco novelas, fue producto de un trueque con su psicóloga. Cada sesión la pagaba con una cuartilla. “Al comienzo no escribía como escribo ahora”, se justifica y pone distancia de esa zona de su obra. Y confiesa que no ha podido leer aún ese libro y que no sabe qué encontrará en esos textos porque un proceso recurrentemente bellatinesco es olvidar todo el tiempo lo que ha escrito.

Al escritor le gusta pensar que podrá leer Condición de las flores como si fuera un trabajo escrito por otro. Bellatin reconoce que cuando empezó a revisar las primeras páginas que le mandó Graciela Goldchluk, recopiladora del material, tuvo la tentación de corregirlo y reescribirlo, de maquillarlo, vestirlo y adaptarlo con la contemporaneidad de su escritura presente. Pero vencida la primera gran tentación, optó por aceptar que esos textos dieran cuenta de los distintos registros y momentos por los que puede transitar un escritor. “Siempre trato de mantener el vacío interno”, admite Bellatin en la entrevista con Página/12 mientras muestra entusiasmado su “chiche nuevo”: una anacrónica cámara fotográfica que parece de juguete, marca Diana, idéntica a la primera que le regalaron sus padres cuando tenía ocho años. “Lo que sí puedo reconocer a través de los años es una serie de constantes de mi escritura. No tengo absolutamente nada que decir. Yo soy el primer testigo de esa escritura, pero no me siento nunca el dueño ni por encima de ella. No tengo ninguna gana de ser escritor. Y si sigo siendo escritor es porque escribo, pero no sé por qué escribo ni quiero saberlo tampoco. La única manera de lograr seguir escribiendo es escribir, que la escritura genere nueva escritura. Lo que me interesa es transitar por el lado paralelo de la realidad”, cuenta el escritor, que dedicó parte de su estadía en Buenos Aires a sacar fotos medio fantasmales o tal vez un tanto movidas a los perros que se cruzaron con él por las calles de la ciudad.

–¿En qué etapa está de ese camino por el lado paralelo de la realidad?

–Estoy trabajando con las imágenes. Siempre tomé fotos, pero de pronto este año tuve una especie de revelación y me tomé más en serio la fotografía. Lo importante es el hecho mismo de hacer las fotos, que es similar a lo que sucede con la escritura. Me reencontré con la primera cámara que tuve cuando era niño. Esa cámara que me regalaron cuando tenía ocho años se convirtió en un icono porque duró sólo dos años. Después apareció la Kodak Instamatic y la desplazó. A partir de la experiencia de ir tomando cientos de fotos voy sacando líneas de trabajo, como lo hago con la escritura, y estoy escribiendo un decálogo que es medio infantil, como que a la cámara le gustan los fondos rojos... De mi cámara, las fotos salen como en un sueño; son fotos que aparecen fuera de tiempo. Ni siquiera es una foto antigua, sino que no se sabe de cuándo es. Como compro rollos vencidos, los colores se alteran y no sé qué va a salir. Ahora lo que estoy tratando de lograr es una relación en la cual la foto, ayudada por un epígrafe, no se entienda, que no tenga ninguna razón de ser, que sea el absurdo más absoluto, si es que no se lee el texto. Y que el texto quede incompleto si no se lee la foto.

–Cada vez más el escritor tiene que poner el cuerpo públicamente. ¿A qué estrategias apela para evitar o eludir tanta exposición?

–Muchos escritores están buscando distintas estratagemas para poner el cuerpo sin ponerlo. Acuérdese de hace veinte o treinta años, que se juntaba el señor fulano de tal a hablar del clima, de la política, de la guerra en Medio Oriente... Parecía un oráculo. O cuando hablaba de sus propios libros, pidiendo a los lectores que tuviéramos una opinión libre, una postura personal frente a ese texto. Curiosamente, yo decía: “Mientras mejor habla, peor es el libro” (risas). Con este razonamiento totalmente arbitrario, nunca me he equivocado. Lo que intento siempre es poner el cuerpo sin ponerlo, apelando a una serie de estratagemas para estar sin estar. Así fue como empezaron mis primeras intervenciones. Yo partía de una lógica muy simple: escribo porque es la única manera que tengo de expresarme. En estas invitaciones en las que tenía que hablar, cuando precisamente para no hablar escribo, y siempre he pensado que mis libros son mejores que yo, empecé a escaparme estando sin estar. Entonces inventé lo de las diapositivas y el texto grabado. Escribí un texto sobre Salón de belleza donde todo era inventado. La invención mayor estaba en la explicación de ese libro que en el libro mismo. Pero la gente tomaba al pie de la letra ese texto, como si yo estuviera explicando que tenía un amigo que era filósofo y travesti, que tenía unos peces... Cuando llegaba a Harvard o Yale, me sentaba y ponía el aparato para proyectar las diapositivas. Y ya. Era mi manera de estar sin estar. ¿Por qué ponen tanto el cuerpo los escritores? ¿De qué se trata: es teatro o es una performance? ¿Gana quien deslumbra más, el que hace más piruetas? Estas preguntas me interesan mucho porque coinciden con lo que pienso: los libros tienen que hablar por sí mismos sin la presencia del autor. Un texto del siglo XIII, escrito bajo circunstancias equis, traducido cincuenta veces, tú lo puedes seguir leyendo porque no está a remolque de una situación social o política determinada. O a remolque de un autor.

–También se podría entender que con esta actitud en los festivales usted intenta generar una realidad paralela. ¿Es así?

–Claro, todo es una realidad paralela, pero es la única realidad que vale la pena vivir. La realidad real es demasiado opaca y desteñida. Hay que sacar provecho de todas las situaciones para seguir creando.

La imagen pública que los críticos construyeron en torno de Bellatin fue girando vertiginosamente como en una calesita alocada. Al principio era el “escritor kafkiano”, pero cuando adelgazaron tanto el epíteto que se volvió casi transparente, lo afiliaron de prepo al nouveau roman. Después descubrieron huellas genéticas sospechosas, le hicieron un ADN y los resultados de la muestra arrojaron que era un “escritor del mal”. Ahora que lleva por el mundo esa cámara fotográfica que le regalaron a los ocho años, lo llaman “artista”. El que ríe último, dicen, ríe mejor. Mario se ríe como si estuviera puliendo las páginas de una biografía escrita por un puñado de farsantes. “Todas esas maneras de nombrarme eran totalmente negativas. Lo que querían era quitarme del juego. Al principio, cuando decían que era muy kafkiano, pensaba que era el elogio más grande que me podían hacer en la vida. No podía dormir por culpa del piropo. ¡Un profesor había descubierto que yo era kafkiano, que era experimental, vanguardista! Pero con el tiempo comprendí que todos eran insultos: ‘Ah, sí, kafkiano, ¿a quién coño le importa?’. Está bien, qué gracioso este muchacho, qué simpático eres, pero nunca vas a entrar a ninguna parte ni con tu obra kafkiana ni robbegrillesca ni maldita. Estas estandarizaciones son para sacarte del juego, para neutralizarte y que no molestes”, reflexiona Bellatin.

–Bueno, pero es de suponer que ya no es así, que de algún modo huye bastante bien de las etiquetas. ¿Ahora el equipaje es más liviano?

–No sé si el equipaje es más liviano (piensa). Creo que hay una responsabilidad mayor de volver a reinventarlo todo. Actualmente, si no haces un libro con las características de lo que debería ser un texto comprometido políticamente, no es considerado político. Y como sigue teniendo mucha fuerza la idea de la estandarización, si un libro no es político es construcción del lenguaje, metaliteratura, como si fuera un monumento literario que tiene meramente un valor intelectual. Veo la realidad concreta, el horror cotidiano de siempre, y no quisiera que porque mis libros no responden a una estética preestablecida, según la crítica marxista, no se consideren libros comprometidos con lo contemporáneo.

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“Soy el primer testigo de mi escritura, pero no me siento nunca el dueño ni por encima de ella.”
Imagen: Daniel Mordzinski
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