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Sábado, 6 de junio de 2009

LITERATURA › SAMANTA SCHWEBLIN Y LOS NOTABLES RELATOS DE PáJAROS EN LA BOCA

“El libro de cuentos tiene más posibilidades de aniquilar”

Sus cuentos pueden retratar a una adolescente que come pájaros vivos, un Papá Noel enredado en la historia familiar o un pintor especializado en cabezas estrelladas: pantallazos del mundo de una autora que se mueve en el cuento corto con maestría.

 Por Silvina Friera

Leer a Samanta Schweblin es deslizarse por una escalera mecánica que no se sabe hacia dónde llevará. No se puede evitar acompañar a esos personajes que la escritora planta magistralmente, abonando la intriga por lo que sucederá con esas criaturas. Quizá la única certeza lectora es que una fuerza arrastra por los carriles de la realidad hacia esas zonas extraordinarias en que la anomalía es tan mínima, apenas un detalle, una obsesión o una amenaza, que genera una sensación de engañosa naturalidad, acaso mucho más perturbadora porque mantiene a rajatabla el verosímil sin bandearse por lo fantástico o lo monstruoso. En todo caso, apenas roza ese territorio y regresa, como si no hubiera pasado nada y todo fuera tal vez un efecto óptico, un parpadeo que dura unos segundos. El lector acepta sin escandalizarse que una adolescente decida alimentarse únicamente con pájaros vivos, que trague algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas; que un hombrecito tan petiso como desorientado, que intenta seguir atendiendo su bar, no esté seguro de si su mujer está muerta en la cocina; que un pintor sensible y cotizado conjure los problemas de conducta de la infancia pintando cabezas rotas contra el asfalto; que Papá Noel entre en una casa y se vaya a dormir con la mujer de la familia; o que cientos de mariposas de todos los tamaños y colores se abalancen sobre los padres que esperan en la puerta de una escuela a sus hijos. Lo apabullante de los quince cuentos de Pájaros en la boca (Emecé), con los que ganó el premio Casa de las Américas en 2008, no es sólo que el lector los desplume de un tirón. Lo inquietante, lo que tal vez desconcierta, es que en estos universos construidos por una de las mejores cuentistas argentinas todo puede suceder, incluso allí donde lo que predomina es una inercia que parece irreversible.

La prosa de Samanta se rige por el lema “cuanto menos, más”; las oraciones cortas son la espina dorsal de estos cuentos que en buena parte pivotean por las relaciones de pareja, la familia, la maternidad, la paternidad, o que se ambientan en paradores al costado de alguna ruta. Pero más allá del “tema”, no hay adjetivaciones ampulosas ni ripios. Ella dispone cada frase de una manera meticulosa, obsesiva se diría, para que brille la precisión y la contundencia. Lo que muestra cada relato es apenas la punta del iceberg que lleva de las narices al lector. Pero es el “factor desconocido” lo que impulsa a tracción cada uno de esos imprevisibles bocadillos, de esos pájaros en la boca, con que convida la escritora. Más de uno podría preguntarse que tendrá esta joven muchacha en la cabeza para desplazarse por ese territorio de la ambigüedad y de lo anómalo como un pez en el agua. La escritora aclara que no come pájaros vivos, por las dudas que alguno piense que es una práctica que ha frecuentado durante su adolescencia. Con dos libros publicados y varios cuentos encima, lejos de querer “recibirse de escritora” con una novela, ella sigue explorando en el género que la vio nacer y crecer porque Schweblin, al menos por ahora, no concibe otra forma de escritura que no sea a través del cuento, aunque los editores le pidan una novela, aunque el boom de las antologías intenten “disfrazar” con los ropajes de cuentista a tantos novelistas. El discreto y poderoso encanto de Samanta reside en la potencia de su originalidad; en su obra más que en los debates o escándalos que lejos estaría de generar una mujer dedicada lisa y llanamente a hacer lo que mejor sabe, que es escribir cuentos (ver aparte).

Aunque se nota que la incomoda hablar de su vida, de esa que amasa a la par de sus mejores cuentos, le dice a Página/12 que con uno de los relatos de su nuevo libro, Cabezas contra el asfalto, inauguró una búsqueda nueva. “Hay un secretito –dice risueña, bajando la voz como si se autocensurara–; ese cuento es el único hasta ahora en que planteo algo un poquitín autobiográfico. Yo no solía acribillar la cabeza de la gente contra el asfalto en mi infancia, pero tenía algunos problemas de conducta en el colegio que quedaron muy bien organizados y disimulados en este cuento. Todos los cuentos son muy densos, muy contundentes, como que no hay espacios para ninguna bifurcación. En cambio, este cuento tiene más dispersión que le juega a favor. Me importa mucho la potencia, pero también necesito soltarme un poco del registro en el que me siento tan cómoda.”

–¿Cómo trabaja para que lo anómalo esté siempre como en el carril de lo real, para que el lector acepte con naturalidad que una adolescente, por ejemplo, pueda comer pájaros vivos?

–Supongo que hay mucho de intuitivo... Lo que creo es que si bien la literatura que intento hacer se acerca por momentos al fantástico, para mí el verosímil es fundamental. Me importa mucho partir de una historia casi totalmente realista, pero que lo que suceda en el medio pueda ser un poco sobrenatural. La idea es que eso se produzca por un corrimiento muy pequeño de la realidad, como un detalle. El resultado es monstruoso, pero en realidad la anomalía es mínima. Si bien me interesan los mundos fantásticos, lo que me preocupa no es el mundo fantástico en sí, no la historia de Frankestein, sino la inserción de un pequeño detalle fantástico en una historia realista. En cuanto el verosímil no funciona, queda algo lúdico en los cuentos que no me convence, por eso me cuido mucho de no pasar ese límite. Prefiero estar siempre parada en la vereda de lo real mirando hacia el mundo que uno no conoce, hacia la oscuridad.

–¿Qué cosas la inquietan cuando está mirando hacia la oscuridad?

–Lo que inquieta es la sensación de abismo, que tiene que ver con la tensión en la literatura. Cuando estás siguiendo un personaje y sabés perfectamente hacia dónde va, el texto deja de ser interesante automáticamente. Cuando hay una sensación de abismo, cuando tenés una idea de hacia dónde podría ir el cuento pero no estás convencido, y constantemente el escalón que estás por subir te lo vuelven a correr y a correr... esa sensación de abismo es lo interesante. Es la brecha entre las dos veredas lo que le da tensión al cuento, siempre y cuando finalmente puedas pisar otro escalón. Cada tanto tenés que apoyarte en la baranda y ver hacia atrás. Lo desconocido es lo que no se puede pisar, y creo que esa es mi búsqueda en lo literario.

–En el cuento de Cortázar, “Cartas a una señorita en París”, el personaje vomitaba conejos; en el cuento que da título al libro, una adolescente se mete pájaros en la boca. ¿Es un guiño lejano hacia Cortázar, a pesar de que es un autor que no tiene nada que ver con sus búsquedas?

–No, para nada, hay algo muy lúdico en ese cuento de Cortázar y yo le suelo escapar totalmente a lo lúdico.

–¿Por qué un pájaro?

–Como es una adolescente y está en ese período en que quiere decidir una vida diferente de la que supuestamente está bien para sus padres, que es un poco el tema del cuento, el pájaro tiene que ver con echarse a volar. Quizá venga por ese lado. Pero es algo que lo estoy inventando ahora. No me puse a pensar si el pájaro era lo correcto o si podría haber optado por algún otro animal. Pero si me siento a escribir un cuento es porque la idea estuvo mucho tiempo rondando por mi cabeza, nunca me puedo sentar a escribir divagando.

–¿Cuánto tiempo puede estar una idea rodando en su cabeza, teniendo en cuenta la distancia de publicación, casi siete años, entre su primer libro, El núcleo del disturbio, y el segundo?

–Ay, yo me tomo mi tiempo para escribir (risas). Cuando se publicó El núcleo del disturbio, era muy jovencita y me movilizó mucho. Durante casi dos años estuve muy asustada y tenía mucha desconfianza acerca de lo que escribía. Pero cuando se pasó el miedo, no hubo más dudas. Cuando tenía todo listo para publicar Pájaros en la boca, gané el premio Casa de las Américas y por las bases del concurso la prioridad de la edición la tenía Cuba. Y tuvimos que esperar más de un año y medio para poderlo publicar acá. Pero al margen de estos detalles, soy muy lenta para escribir. Con los cuentos tengo la sensación de que necesito escribirlos de una sola sentada, aunque a veces sea físicamente imposible. Pero cuando tengo un cuento cerrado en mi cabeza, necesito escribirlo y no puede pasar más de dos o tres días desde que lo empiezo hasta que lo termino. Después lo dejo reposar y viene la corrección.

–En muchos cuentos se explicita la violencia en el núcleo familiar como en “Papá Noel duerme en casa” o “En la estepa”, un tema que no aparecía de un modo tan evidente en su anterior libro, ¿no?

–Sí, es cierto, pero no sé qué decir... También aparece mucho el tema de la maternidad, como en “Conservas”. Son todas madres muy dictadoras, de alguna manera (risas). Hay como dos grandes miedos en muchos cuentos: el de las mujeres que no son madres a ser madres, y los miedos de los hijos hacia las madres, porque son hijos muy obedientes, muy de bajar la cabeza, muy sumisos. Obviamente hay cuestiones autobiográficas muy disfrazadas. Nunca comí pájaros, no suelo cazar niños en la estepa, pero son miedos que aparecen cuando escribo.

–¿Qué desafío implica trabajar con los miedos?

–Es parte de la gracia de escribir. Es como si tuvieses que dirigir un gran batallón que no sabés hacia dónde va, y uno manda a un soldado a hacer la avanzada. Quizá la literatura es la mejor manera de hacer esa avanzada para ver qué mierda está pasando y volver de la manera más ilesa posible. Tiene que ver con asomarse a la oscuridad y ver la posibilidad desastrosa y desopilante de esos miedos. Tiene que haber miedo o inseguridad o terror o duda hacia algo para que haya vacío.

–¿Cuáles son sus propios terrores que le sirven en parte para hacer esa avanzada?

–La muerte es uno de mis grandísimos terrores, y creo que está bastante en mis cuentos, pero no es sólo el miedo a la muerte física. La muerte muchas veces tiene que ver con dejar de hacer cosas, con la pérdida de las potencialidades propias, con la pérdida del otro, o hasta la pérdida económica, con lo que no se puede recuperar o con lo que no se puede tener, como “En la estepa”. Uno está vivo mientras tenga la posibilidad de saber hacer lo que mejor sabe hacer. Pero perder esa posibilidad es una forma de morir. Es el único tema en el que hasta ahora no se pudo hacer una avanzada y volver ileso (risas).

–Sigue escribiendo cuentos, pero hay una presión para que escriba una novela, algo un tanto imposible para alguien que funciona sólo a través del cuento. Aunque se la reconoce como una excelente cuentista, ¿por qué esa exigencia de “recibirse” de escritora con una novela?

–De alguna manera, esa exigencia de que escriba una novela es desmerecer el cuento. Siempre tuve la sensación de que hay editores que me tienen fe porque creen que en algún momento me tomaré la literatura en serio y me sentaré a escribir una novela (risas). Es como si el cuento no fuera suficiente, no alcanzara. No me importa participar de un campeonato entre novela versus cuento y decir que uno es mejor que el otro. Lo que creo es que la novela te da cierta tranquilidad. Cuando uno llega cansado a la noche y abre la página 33, sabe perfectamente quién es el personaje, hacia dónde va, cuáles son sus miedos, y tiene una idea aproximada de lo que va a pasar. Y lo peor que puede pasar es que se quede dormido, pero al día siguiente retoma la lectura. Cuando uno lee un libro de cuentos, la experiencia puede ser durísima porque es empezar veinte veces de nuevo, entender veinte veces que está pasando, es enfrentarte veinte veces con lo que cada uno de esos cuentos te puede llegar a producir. El libro de cuentos tiene más posibilidades de aniquilarte, que es lo que a mí me interesa de la literatura.

–Con esto queda claro para los editores que pueden seguir teniendo fe, pero no habrá novela...

–Es que tiene que ver con las ideas. En el momento en que tenga una idea que no sea abarcable en un cuento, iré a la novela sin ningún problema, porque no tengo nada contra las novelas, pero tengo un estímulo especial como lectora y escritora hacia el cuento. Si escribo una novela, será una excepción, porque hoy por hoy me siento una cuentista. La novela podrá ser una infidelidad ocasional de la que volveré lo más ilesa posible (risas).

–Ese tomarse su tiempo, también una rareza en estos tiempos en los que muchos escritores publican un libro por año o uno cada dos, ¿se vincula con el hecho de para usted la escritura es un espacio de disfrute, ajeno a las imposiciones del mercado editorial?

–La literatura tiene algo diferente que hay que aprovechar, más allá de esta ansia de editar “todo ya”. Ahora podés ser escritor joven hasta los 45 años, y eso es maravilloso (risas). La literatura te da permiso de hacer las cosas con el tiempo y la seriedad necesaria, editar cuando realmente estás convencido de que lo que tenés es bueno, saber que una cosa es tener la necesidad de escribir y otra decidir qué de eso que uno escribe es realmente publicable. Yo no disfruto tanto de escribir, sino de corregir. El momento de escribir es como cuando uno tiene hambre y come. Hay disfrute cuando termino un cuento y siento que es algo potable. Editar un libro o ganarme un premio está a la misma altura de terminar un buen cuento. Sinceramente me hace muy feliz. Pero todo lo que implica llegar a ese punto final me genera una ansiedad y una inseguridad que me pone muy mal. Cuando llego a ese punto final, siento una alegría muy difícil de describir.

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“Ahora podés ser escritor joven hasta los 45 años, y eso es maravilloso. La literatura te da permiso”, se ríe Schweblin.
Imagen: Sandra Cartasso
 
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