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Domingo, 13 de septiembre de 2009

LITERATURA › PABLO SPINELLA, HIJO DE UN DESAPARECIDO, Y LA IMPOSIBILIDAD DEL OLVIDO

“Fue inexorable reconocer mi historia”

La novela no es autobiográfica, pero el personaje de Lucas tiene mucho que ver con la vida de su creador. “Las heridas que nos deja el pasado nos enseñan que lo que nos pasó fue real”, asegura. El libro tiene prólogos de Ana Careaga y Estela de Carlotto.

 Por Silvina Friera

“En un país donde hablar de los desaparecidos está mal visto, ¿quién nos va a contar lo que pasó?”, se pregunta Lucas, el protagonista de La imposibilidad del olvido (Nuestra América), de Pablo Spinella, novela prologada por Ana Careaga y Estela de Carlotto, que se presentará el lunes 14 a las 19 en el Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543). Lucas evoca imágenes de su pasado para recomponer su identidad. El avión militar que sonó como un trueno en el patio de la escuela durante la guerra de Malvinas; la primavera democrática y sus comienzos difíciles en la escuela secundaria; su rechazo a escuchar las propuestas de los candidatos a dirigir el centro de estudiantes (“me habían enseñado, con la pedagogía del miedo, a no meterme en política”); la primera vez que escuchó la palabra “desaparecidos” sin poder aplicarla a la ausencia de su padre, convencido de que lo había abandonado. Lucas se hunde en una realidad enmascarada por el “mejor no preguntar”. Saber, es cierto, quizá sea peor que ignorar. Pero el “no saber” qué había pasado con Angel lo está enfermando. El primer paso lo da cuando decide visitar la casa del hermano de su padre, ese tío que murió súbitamente, con el que nunca habló sin saber por qué razón. Papeles, cartas, fotos y documentos que encuentra en una caja disparan un diálogo imaginario con su padre. Lucas no puede parar de escribir, necesita conjurar el olvido con palabras.

Spinella, escritor e investigador que trabaja en el Archivo Nacional de la Memoria, cuenta a Página/12 que decidió escribir La imposibilidad del olvido en fragmentos que recurren a imágenes separadas, como fotografías que surgen de manera espontánea. “Trabajé las elipsis, los finales abruptos, de manera deliberada, dejando situaciones de algún modo incompletas, al menos desde el plano literario, que llevan al lector a la reflexión –explica el escritor–. Intentaba contar la historia reciente de la dictadura, cuando me di cuenta de que estaba inmerso en Lucas y a partir de ese momento no pude parar de escribir.” El novelista acompañó al protagonista, tratando de ser fiel a sus vaivenes y contradicciones. “Después pasaron otras cosas; es lo inexorable de reconocer la propia historia. Las heridas que nos deja el pasado nos enseñan que lo que nos pasó fue real –advierte Spinella–. Durante mucho tiempo, los libros fueron –y son– un refugio. Hubo momentos peores que otros y para cada uno un libro, un autor diferente: Cortázar, Dostoievski, José Saramago, Osvaldo Bayer, Haroldo Conti, Arturo Jauretche. Cuando era chico, si no leía unas páginas de El Principito no me podía dormir.”

“El dolor es íntimo y personal; un dolor que encuentra una salida lenta pero esperanzada, que se inicia gracias a la literatura. El ejercicio constante de la memoria es el motivo que me llevó a escribir –señala el escritor–. Tardé mucho en hablar del tema, incluso –y me avergüenza decirlo– aún hoy me cuesta formular preguntas. Toda mi infancia estuvo signada por el silencio”, revela Spinella. Mañana se cumplirán 31 años de la desaparición de su padre, Miguel Angel Spinella, militante del Partido Comunista Revolucionario. “Nunca pregunté mucho sobre mi viejo, como Lucas. Saber es muy doloroso; a veces las certezas son peores que las incertidumbres”, afirma el novelista. En abril de este año, Spinella se contactó con el único testigo que vio a su padre ingresar en la ESMA. “Lo agarraron en Constitución; mi padre iba rumbo a Quilmes, a la casa de mis abuelos, donde vivía yo. Cumplo años el 16 de septiembre y a él lo secuestraron el 14. Le pusieron una capucha y lo llevaron en un Dodge 1500 a la ESMA. Le sacaron una foto con un chico con guardapolvo azul y un maletín, que era yo, y unos panfletos en contra de la guerra con Chile. Y parece que le dijeron: ‘Los comunistas son más divertidos que los montoneros’, porque le habían encontrado preservativos. Mi viejo aparentemente fue un tipo muy mujeriego, tuvo varias novias y estaba separado de mi mamá. Esto es lo único que sé”, dice el escritor.

–En la novela hay muchos reproches del hijo al padre, le “cuestiona” la militancia y que lo haya abandonado. ¿Son críticas imaginarias o autobiográficas?

–El orden de prioridades del papá de Lucas era la militancia, la facultad y su familia. Al principio, él creía que su padre lo había abandonado, pero cuando se da cuenta de que no fue así, en cierta forma se prolongan los reproches porque “no eligió a su hijo”. Si no hubiese militado, probablemente hoy tendría a su padre. Pero esos reproches son del personaje. Si a mí no me hubiera pasado lo que me pasó, seguramente habría ido a otra escuela, viviría en otra casa, quizá con otra familia. Sería lindo, claro, modificar el pasado, pero eso implicaría tener otra vida. Si esta historia no hubiese existido, no tendría necesidad de contarla. Lo hago porque quizá muchos hijos se sintieron abandonados.

–¿Cree que comparte parte de estos reproches con otros hijos de desaparecidos?

–No lo sé. En la época en que estuve con Hijos, gracias a Raquel Robles, una mujer a la que le tengo que agradecer infinitamente hasta la posibilidad de haber escrito, estaba en el lugar de víctima, del que me costó mucho salir porque es también un lugar muy cómodo. Mi papá era un héroe; no podía reprocharle nada porque todo lo que había hecho era perfecto. Después de elaborarlo, de mucha terapia, pude escribir esta novela.

–Hay una escena en la novela en la que Lucas se encuentra con compañeros de militancia de su padre y discute con ellos cuando intentan sumarlo al partido. ¿Está inspirada en la realidad?

–Sí, esa escena existió. En el 2002 se contactaron conmigo tres compañeros de mi padre, una ex novia, por lo que me contó, y dos más, pero nunca supe sus nombres verdaderos. Ellos se sorprendieron mucho por la similitud física con mi viejo, por mi manera de hablar y los movimientos que hago con las manos, siempre jugando con algo en la mesa. No es literal que me hayan querido sumar al partido, pero me invitaron a charlas, me contaron de una movida con los piqueteros y querían que yo fuera. Había cierta insistencia para que participara.

–Lo que sorprende de estos militantes es que siguen anclados en los ’70; sobre todo por el lenguaje y los comentarios que hacen. ¿Por qué cree que no registran el paso del tiempo?

–Son tipos que perturban, esconden su identidad y siguen usando nombres de guerra o de cobertura, viven como si estuvieran perseguidos, en clandestinidad. Cuando se celebraron los cuarenta años del PCR en el Luna Park fui como familiar de mi viejo porque hay cosas que tengo que asumir. Decían que el campo se estaba levantando; ahí me di cuenta de que estaban muy confundidos porque no se estaba levantando precisamente el campesino, y hablaban del “argentinazo de 2001”, donde el pueblo había sacado un presidente... Efectivamente, se quedaron en los ’70. Y molestan mucho, no construyen.

–¿Por qué Lucas cuestiona el uso que hacen esos militantes de sus compañeros desaparecidos?

–Eso me molestó muchísimo; ellos apelan a “nuestros desaparecidos” y a partir de ahí construyen sus causas. Cuando desaparecía un compañero, ellos se diluían, se borraban. Lucas les reprocha que ahora usen a los desaparecidos. Pero no quiero que esto se confunda con lo que dicen muchos sobre que este Gobierno usa a los desaparecidos. Al contrario, creo que este Gobierno está poniendo las cosas en su lugar, reivindicando la figura de las Madres, de las Abuelas. Por más que intentemos tapar lo que sucedió, con ese discurso de parte de la sociedad que se pregunta para qué revolver la mierda y esgrime la famosa reconciliación y demás, es imposible olvidar lo que nos duele. Lo que está guardado y no lo escribimos, no lo hablamos, no lo pensamos, es un dolor permanente.

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Pablo Spinella confiesa que debió salir del “lugar cómodo de víctima” antes de poder escribir La imposibilidad del olvido.
Imagen: Rafael Yohai
 
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