Sábado, 5 de diciembre de 2009 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR CHILENO PABLO SIMONETTI
Su nueva novela, La barrera del pudor, trata sobre “la sensación de abandono y de soledad que sentimos hoy”. La sexualidad en la pareja y la búsqueda de identidad son abordadas aquí sin convencionalismos y dan cuenta de los nuevos paradigmas familiares.
Por Silvina Friera
Desde Santiago
En el barrio Las Condes la nublada mañana arranca despacio, como si le costara desperezarse y aún estuviera bostezando y meditando si le conviene o no salir de la cama. De repente, desde un micro, un hombre de cejas tupidas, ojos claros y pelo castaño por el que asoman, con una curiosidad irreversible, algunas canas, mira a los pocos transeúntes bajo el fogonazo de un título: La barrera del pudor. Lejos de ser un actor de cine que está promocionando su última película, el señor de la publicidad es Pablo Simonetti, el autor chileno que más vende en estos tiempos –desplazó del ranking nada menos que a su compatriota Isabel Allende–, que vive a un par de cuadras, sobre la calle Hendaya. El escritor es tan alto que necesita inclinarse bastante cuando abre la puerta de su departamento, en el piso doce, y saluda a Página/12. La montaña se dibuja por cualquiera de las ventanas del living por donde el paisaje “nos mira como si fuéramos criaturas de ficción insignificantes”. Las patitas musicales del perro Beagle astillan el silencio. Max, llamado cariñosamente “maxito” por su dueño, es un veterano de casi doce años. “Lo pasa mal porque es alérgico, por eso está con esta guata enorme, porque se hincha por la cortisona que toma”, informa Simonetti los achaques de su compañero. Maxito, sin embargo, festeja a la visita como si fuera un cachorro. “Es un regalón”, dice, orgulloso, el escritor.
El té que trae Juanita, la mujer que mima y cuida al escritor, es el combustible del que se sirve para repasar su última novela, La barrera del pudor (Norma), una historia que explora el impacto que tiene la separación de Amelia, una prestigiosa paisajista que acaba de romper las amarras de su matrimonio con el crítico literario Ezequiel Barros, después de trece años de convivencia. “El sexo en una pareja me parece más importante que la maternidad. Es su Eucaristía”, dice Amelia a su hermana, en la casa cerca del mar en la que ha decidido refugiarse para barajar y dar de nuevo. Ahí le confiesa que con Ezequiel hace años que “no pasaba nada en la cama” y que hasta se animó a comprar la pastilla azul, el Viagra, para paliar la “impotencia” de su ex marido. Simonetti cuenta que empezó a escribir la novela después de haberse separado de una pareja de “largo tiempo”. No sabe por qué la punta del ovillo, el embrión de la idea, fue la voz de una mujer. “Separarse es un proceso de readecuación de la identidad muy duro, porque uno pierde seguridades pero gana libertades que no sabe manejar. La fuerza que me impulsó de entrada fue esta posibilidad de invertir ese lugar común del hombre con ganas infinitas y la mujer que le duele la cabeza”, explica el escritor.
–En la novela aparece mucho el tema de las parejas que siguen sosteniéndose muy precariamente, como por ejemplo Josefina, la hermana de Amelia. ¿Por qué cree que algunos persisten, a pesar de esa precariedad?
–Me interesó este contrapunto. Josefina se resigna a la situación; podríamos decir que está en un estadio anterior, que pertenece a ese tipo de mujeres que mantienen un matrimonio por costumbre, por pertenencia, por seguridad; gente que busca un lugar para refugiarse en la vida. Josefina es de esas personas que necesitan un hogar donde refugiarse de los peligros de la vida. Ella no tiene la iniciativa de “volver a la vida”. Josefina es la representación de mucha gente que se contenta con el lugar donde está, a pesar de la infelicidad y las frustraciones.
–Lo curioso es que en un momento Amelia tiene que interrumpir el inventario de insatisfacciones de su hermana para decirle: “estamos hablando de mi separación”.
–Siempre me llamó la atención esa gente a la que uno le cuenta un problema y lo usa de excusa para terminar hablando de lo que le está pasando. Es como si una persona te dijera: “tengo cáncer”, y la otra le responde: “Sí, yo también tengo resfríos todos los días” (risas). Hay algo en la novela que se repite: personas que se satisfacen de distintas maneras. Josefina satisface su necesidad de atención; Amelia, su necesidad de atención física; los terceros que entran en la relación, los que viven en Estados Unidos y en Buenos Aires, son personas bastantes narcisistas que están tratando de llamar la atención. Todo esto tiene que ver con la sensación de abandono y de soledad que sentimos hoy. Son cuestiones no planeadas en la novela, pero que representan el estado de la vida hoy; de cómo pareciera que las personas tienen todo muy ordenado en sus trabajos, sus casas, pero repentinamente se abren estos vórtices en el medio de sus vidas, por los cuales se dejan ir en busca de la promesa de una intimidad que no alcanzan.
–¿A qué atribuye la imposibilidad de la convivencia?
–Los que se someten a la regla de la convivencia necesitan un hogar en donde proyectar su identidad. Pero también hay algo hasta perverso de parte mía como escritor. Yo creo que Josefina tiene una gran ventaja: que su marido la desea y ese deseo los mantiene unidos. En cambio a Amelia, no. Ahí se produce un desfonde que es irreversible. El marido de Josefina es alcohólico y lo degradan en el trabajo, pero finalmente ella siempre dice que la persigue todo el día; como decimos acá: “se queja de llena” (risas). El deseo sexual tiene esa forma de contener que es muy animal...
Que el ex marido de Amelia sea un crítico literario un tanto retirado de la vida, que contempla y juzga, es una burla de Simonetti. “Los críticos son personas que tienen cierta dificultad con su vida privada –plantea el escritor–. Aquí en Chile, durante muchos años, los críticos literarios eran célibes, sacerdotes; tipos muy cascarrabias y llenos de mañas. Son personas de riesgos limitados que no salen fuera de sí mismos, que no parten a excursiones aventureras sino que juzgan las aventuras de los demás. Sentí una tentación enorme de ser sarcástico con los críticos literarios, de hacer una caricatura.” El personaje de Ezequiel también le permitió darse cuenta de que los escritores transitan por fases literarias muy productivas, en las que son inconscientes de los riesgos que asumen mientras están escribiendo. “Escribir es una aventura de alto riesgo, no tiene mucho sentido. Uno después de leer a sus padres literarios, a sus ancestros, se pregunta ‘por qué voy a escribir yo’. Escribimos porque es una actividad plena que nos hace sentir bien. Pero también pasamos por períodos en que somos críticos literarios furibundos de nosotros mismos, dudamos de todo lo que hacemos y nos autoflagelamos. Las novelas son una sucesión de momentos de gran inspiración y de autoflagelación”. Un ejemplo cercano de autoflagelación lo encuentra, precisamente, con La barrera del pudor. “Hubo un momento en que estuve a punto de tirarla a la basura –confiesa con una sonrisa incómoda–. En un viaje a Italia pensé que la tenía que reescribir entera, que tenía que cambiar la voz literaria; hasta que una amiga, la única a la que le paso mis novelas, me dijo: ‘¡Pero por favor, si esta novela está bien!’.”
El título de la novela, comenta el escritor, responde a las sucesivas etapas que hay que cruzar para llevar a cabo las fantasías. “A pesar de que Amelia no es una persona que se guarde lo que piensa respecto de la sexualidad, cuando conversa con Ezequiel de la posibilidad de que cada uno tenga amantes por su lado, se ve muy perturbada porque la propuesta la excita, pero también le da miedo. La barrera del pudor es el proceso de llevar la fantasía a la realidad. Las fantasías disparan los grados de excitación a niveles muy altos; son como curvas que pegan un curso hasta el infinito y vuelven, pero en uno de esos cursos, pueden no regresar.”
–¿Por qué en todas sus novelas los personajes están excesivamente pendientes de la mirada de los otros? ¿Está relacionado con taras o mañas de parte de la sociedad chilena?
–En mis novelas y en mis cuentos aparecen personas que se están enfrentando a sí mismas por primera vez. En esta búsqueda de una nueva identidad se sienten muy frágiles; por eso los atraviesa tanto la opinión de los demás. Lo que une a mis novelas es la búsqueda de la identidad o personas que se ven obligadas a mirarse a sí mismas. El sentido de seguridad, de pertenencia, en Chile tiene un enorme valor. El individuo posmoderno, por decirlo de alguna manera, es algo que todavía no se ha alcanzado aquí. Aún estamos saliendo de la época del clan, de la protección, que ha sido la causa de infelicidad de mucha gente que no ha sido capaz de diseñar su propia identidad, de ser verdaderos consigo mismos. Pero para esto tienes que abandonar el clan, perder sus privilegios... es algo que me pasó a mí. Tuve que perder las armas, las redes, los blasones de mi familia, tuve que renunciar a ella para poder entrar a mi nuevo mundo y definirme. Uno quisiera controlar la mirada del otro, algo que aparece mucho en mis personajes. Al menos en la sociedad chilena, pero creo que en la mayoría de las sociedades, la familia, el grupo de amigos, el mundo al que perteneces, genera una forma de control social. Vivimos dentro de una estructura en la que hay ciertas costumbres, ciertos usos que nos unen, que nos sustentan, pero cuando alguien quiere romper esos usos y costumbres, tiende a ser decapitado por este control social, que es un control no explícito, pero que aparece frente a la rebeldía de uno de los miembros del clan.
–¿Qué consecuencias tiene el cambio de paradigma en la pareja y en las familias?
–Soy bastante optimista, en el sentido de que estas instituciones serán capaces de acoger una nueva manera de diseñar la identidad. Hoy los padres y las familias son más bien lugares donde se quiere acoger como una especie de “inteligencia artificial”; los hijos van recogiendo de una serie de lugares, espacios y personas, partes de su identidad y diseñan un ser nuevo. Incluso los mismos miembros de las parejas no son inmutables; se van rediseñando a medida que pasa el tiempo. El amor, entendido desde una dimensión sexual, en el caso de las parejas, es capaz de tener las libertades y flexibilidades para que los diseños de la identidad puedan llegar a buen puerto. En el sistema anterior, en que tú tenías que responder a los valores y a la forma del lugar donde nacías, donde pertenecías, siempre había un grado de mayor o menor infelicidad. El que era más diferente era muy infeliz; mientras que acá todos pueden ser diferentes, pueden tener una individualidad firme, y al mismo tiempo estar cohesionados por el amor; que el amor no sea una convención sino un sentimiento. El amor, en el mundo anterior, era convencional. Creo que estamos dejando el lado convencional del amor, lo que va a contribuir a crear formas diferentes de familia, donde estos diseños de identidad alcanzarán otro tipo de uniones que no tienen que ver con el espacio social, con el espacio geográfico o biográfico. Hay algo en la tecnología que ha cambiado la forma de relación entre las personas y me parece valioso, porque la familia está a las puertas de un cambio tecnológico en su constitución.
–En la novela aparece sobrevolando la cuestión de la flexibilidad de la pareja, del tener cada uno sus amantes. ¿Qué opina de las “parejas abiertas”?
–No sé si son muchas las parejas que pueden ser abiertas; supongo que requiere una columna vertebral hecha de titanio, porque el instinto de posesividad es muy fuerte. Si uno conserva el deseo sexual con toda su animalidad, este paradigma de “pareja abierta” es muy difícil de llevar adelante porque sientes que hay intrusos en lo más íntimo de tu existencia. Pero cuando pierdes ese espacio de intimidad física, que es el momento de la no representación, el momento donde tú estás sin pensarte, el tercero no se está metiendo en ninguna parte porque esa parte de la relación no existe. Los celos son tremendos cuando la animalidad todavía existe. Si yo amo desesperada y físicamente a otra persona, aparece la defensa del territorio. Si uno hiciera un estudio antropológico, el celo nace como una forma de protección de la hembra o del macho para la reproducción. Si todavía existe ese vínculo animal, este nuevo paradigma de la pareja abierta sería difícil...
Simonetti se queda pensando, con las manos cruzadas, con cautela, como si intentara atrapar un pensamiento esquivo. “El gran problema que estamos enfrentando como sociedad es cómo conservar la sexualidad en la pareja”, subraya. “Siempre dicen que para conservar la sexualidad hay que mantener la distancia y no convivir, pero a mí la vida cotidiana no me quita el instinto sexual. Hay algo raro en eso, una escisión interior muy grande entre nuestro consciente y el inconsciente, como si el inconsciente no estuviera participando de nuestra cotidianidad –ensaya una aproximación al tema–. Como me psicoanalicé durante diez años, ando con el inconsciente afuera. No voy por la vida negando mi libido. Una cosa cotidiana como leer el diario el domingo a la mañana puede ser muy erótica, si las personas no tienen la dificultad de transitar de un espacio a otro de su mente”.
–Pero no convive con su pareja...
–No, cuando estoy en Santiago, él duerme aquí conmigo; pero cuando me voy a escribir, nos vemos una vez a la semana, y eso puede ayudar. Además está el tema de los hijos... quizá la historia sería otra si él no tuviera hijos.
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