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Martes, 13 de septiembre de 2011

LITERATURA › SERGIO RAMíREZ HABLA DE SU NOVELA LA FUGITIVA

“Uno siempre tiene historias,algunas nunca se escribirán”

El nicaragüense tardó casi cincuenta años en darle forma a una historia basada en la vida de Yolanda Oreamuno, una escritora “maldita” tan extraña como pionera, que huyó de su Costa Rica natal, hoy parte de un culto minúsculo.

 Por Silvina Friera

El destino puede enhebrar sus trampas pendencieras. Una escritora tan extraña como pionera, proustiana antes de tiempo, se hundió en el más ominoso de los anonimatos. Murió joven, a los 40 años, en 1956, con una sola novela publicada y una galaxia de textos desperdigados entre sus amantes y amigas. Crónicas y artículos periodísticos contra la timorata Costa Rica de los ’30 y los ’40, el país natal de donde huyó despavorida; además de cuentos, cartas y otras narraciones. Unos amigos se empeñaron en despedirla –velatorio y ataúd modestos– y la enterraron en el cementerio de México. Su nombre ni siquiera quedó inscripto en la lápida. Apenas un número. El derrotero continuó: sus restos mortales serían exhumados, repatriados y nuevamente sepultados en el lugar donde nació. Una logia minúscula de admiradores, anticuerpos contra el virus del olvido, entró en acción. Yolanda Oreamuno devino en culto de una parroquia literaria que organiza lecturas, fabrica camisetas con su efigie y otros souvenires (ver aparte).

Un entonces joven escritor nicaragüense descubrió, a mediados de la década del ’60, el precio que pagó esa mujer por ser diferente en un ambiente donde sólo se respiraba mediocridad. La semilla de una historia comenzó a germinar. “Una tumba sin quietud”, balbuceó. Sergio Ramírez, inspirado en el molde de Yolanda, imaginó un personaje, Amanda Solano, una escritora incorregible y de una belleza subversiva que quemaba. La textura narrativa se retobó durante casi cincuenta años. Como las intuiciones que martillan la cabeza y permanecen latentes, la ficción encontraría la forma. En La fugitiva (Alfaguara), la última novela de Ramírez, tres voces femeninas narran las peripecias existenciales de Amanda; tres amigas –dos enamoradas de esa autora tan vanguardista– interpeladas por un escritor nicaragüense que quiere escribir sobre la vida de esta escritora “maldita”.

La voz memorable de una especie de alter ego de Chavela Vargas, la cantante Manuela Torres, ofrece un monólogo magistral previo al fin de la novela. Hasta se la puede ver con unas tijeras en mano, empujada por el soplo del diablo, el rencor y el exceso de tequila en sangre, arruinando los vestidos que había diseñado Amanda, como se cuenta que sucedió en la vida real, cuando Chavela dejó un estropicio de trapos tijereteados ante la mirada estupefacta de la Yolanda Oreamuno de carne y hueso. Ramírez ahora sonríe al mirar la foto en blanco y negro, el perfil de esa bella mujer, Yolanda Oreamuno, la escritora de culto que ilustra la tapa de su última novela, esa que temió que nunca escribiría. Pero ayer nomás sudó la gota gorda con La fugitiva. Casi medio siglo reposando en su cabeza, esperando el momento de alumbrar desde los tiempos en que vivió en Costa Rica. Tenía 22 años cuando cambió figuritas geográficas y dejó atrás la Nicaragua tropical de los Somoza para instalarse en San José. “Algunos hablaban de Yolanda con cierta incomodidad; no era una escritora apropiada por Costa Rica sino una figura marginal”, recuerda Ramírez en la entrevista con Página/12. “Uno siempre tiene muchas historias en la cabeza y a lo mejor hay algunas que nunca va a escribir, simplemente por no encontrar cómo contarla. Creo que la literatura es un asunto de dos cosas: de palabras y de procedimientos. Una historia de una mujer que no se entiende con la sociedad de su tiempo puede repetirse en muchas partes; entonces el asunto es cómo contarla, con qué textura, cómo se va a organizar el relato.”

–Yolanda Oreamuno sigue siendo una escritora marginal, una “escritora para escritores”. ¿Cree que no le perdonan el hecho de que se hizo guatemalteca y renunció a la nacionalidad costarricense?

–No, creo que el hecho de que se haya hecho guatemalteca es consecuencia de un gran desacuerdo. A los 17 años comenzó a escribir textos contestatarios. Aunque venía de una familia muy tradicional, su padre murió cuando ella era muy niña y la madre quedó mal de fortuna y tuvo que hacerse costurera, lo cual en esa sociedad cerrada era una especie de deshonra. Además, la madre fue objeto de rumores, se dice que fue amante del ministro de Hacienda, y a eso hay que sumarle que la belleza de Yolanda y su actitud desafiante la fueron convirtiendo en un fetiche de la sociedad costarricense. Los hombres pensaban que por ser bella y pobre era una mujer fácil, un tipo intentó raptarla, y después se casó abruptamente con un hombre que estaba enfermo y la enfermó a ella de sífilis. Y luego tuvo otro matrimonio y un hijo. Toda esta desgracia fue en paralelo con la sociedad cerrada en la que le tocó vivir. Ella se rebeló y pagó un costo altísimo por su rebelión, no se acomodó dentro de la vida familiar burguesa. El personaje maldito me lleva a la reflexión del que quiere ser distinto y el precio que paga.

–Quizá aún a buena parte de la sociedad le cuesta entender qué hace una escritora o escritor, ¿no?

–Sí, todavía me imagino a los escritores hombres en los cuartos traseros y ocultos de las grandes casas coloniales, a los locos, a los tuberculosos, que no son como los demás y que hay que esconder de la mirada. A todos alguna vez nos pasó en la vida. Recuerdo que cuando le entregué a mi padre mi primer libro de cuentos, yo tenía 20 años y todavía no había sacado mi título de abogado. El me había mandado a estudiar leyes y yo estaba muy temeroso de cuál iba a ser su reacción. Al final me dijo que ya que me había metido en esto tenía que escribir una novela. El vio que las cosas había que tomarlas en serio. Mi padre pensó que el cuento era un escalón para llegar a la novela, aunque yo no lo considero así. Pero uno resulta escritor como si fuera una especie de freak o un fenómeno.

–¿Por qué eligió que una de las voces narrativas esté claramente tan próxima a la de Chavela Vargas?

–La novela está construida en base a las leyendas que se repiten alrededor de la relación de Chavela con Yolanda. Se cuenta que Chavela un día tomó las tijeras y le destruyó todos los trajes a Yolanda. Me pareció que Chavela, con otro nombre, era un personaje infaltable. Le di la voz narrativa porque cuando decidí cuál iba a ser la estructura, tres voces de mujeres muy diferentes, de tres estratos sociales muy distintos, la última narradora, Manuela, tenía que contar la inconformidad con la sociedad, pero de una manera más visceral, más verbal.

Manuela Torres, además de evocar su vínculo con Amanda, se despacha para la posteridad. “El mundo y yo nos tratamos como amantes, el único amante macho que tuve, porque mi pasión y perdición fueron toda la vida las señoras. Lo amé y me enfrenté a él, sin un solo remordimiento. Abrí los brazos y le dije: acércate sin miedo, cuate, ven y hablemos. Hablemos noche a noche, todo el tiempo es nuestro, esta cama mía es también la suya. Y el Mundo y yo platicábamos, las cabezas en la misma almohada a veces mojada de mis lágrimas. Mira cómo me estoy poniendo de sentimentalota sin necesidad de echarme un solo tequila. Años que no lo pruebo, el muy desgraciado, tanta dicha y tanta pena que me brindó”, dice esta criatura de ficción tan chaveliana que habrá que subrayar que no es una reconstrucción de un diálogo con la cantante. El escritor nicaragüense ni siquiera la conoce personalmente. “Supongo que si alguien le contó que aparece en esta novela debe estar encantada”, conjetura Ramírez. “Tengo amigos que ya le deben haber comentado, como Joaquín Sabina o Almudena Grandes. Admiro y escucho mucho a Chavela; es una cantante extraordinaria.”

–Cada una de esas voces narrativas se dirigen a un escritor-cronista. ¿Entrevistó a mujeres que conocieron a Yolanda Oreamuno?

–En realidad finjo hacer ese trabajo de encontrarme como entrevistador ante cada una de estas mujeres con mi grabadora. Edité cada una de esas supuestas entrevistas, dejando que el discurso fluya sin la intervención de las preguntas. Pero es cierto que son tres entrevistas: ése es el procedimiento. En la novela llega un periodista a investigar los hechos y después se transforma en el entrevistador, una tarea periodística en todo sentido.

–¿Por qué se sirvió de este guiño hacia el oficio periodístico?

–Parte de la solución del problema narrativo es encontrar la forma de narrar. Tenía esta historia en la cabeza hacía mucho tiempo, pero no sabía cómo narrarla. ¿La voy a narrar yo, el camino más tradicional?; ¿la va a narrar ella, como un relato autobiográfico? En determinado momento pensé que tenía que dar un salto experimental y encontrar la solución más difícil, el desafío más extremo de crear tres voces de mujeres y meterme en la piel y en la cabeza de esas mujeres. El procedimiento de entrar dentro de cada mujer fue el lenguaje; es decir elegir y realizar un lenguaje para cada una de ellas, un registro de voces completamente diferente. Y es lo que hice: fui escribiendo los relatos uno por uno. De manera que no son relatos que se comunican; las tres mujeres hablan sin escucharse, nunca saben lo que la otra dijo y, por lo tanto, son recuerdos contradictorios que no están conciliados.

–Hay un costado mítico en torno de la cantidad de textos inéditos que pueden estar circulando o no. ¿Cuánto se ha perdido de lo escrito por Yolanda Oreamuno?

–No se perdió tanto; ella contaba sus ideas y decía que iba a escribir un libro y a lo mejor cambiaba de título, pero la historia que estaba escribiendo era la misma. El hecho de que regalaba sus manuscritos, que iba dejando un reguero de obras perdidas, es un mito. Ella escribió muy poco, pero lo que escribió es muy bueno. El personaje de la vida real es una gran escritora olvidada, desconocida, como otras en América latina y sobre todo en los países pequeños. Porque ella se adelantó y escribió una literatura que entonces no existía. Claro, en un país como la Argentina, en los años ’20, ya había una literatura moderna, pero en Centroamérica no. Yolanda, a comienzos de los ’30, se conectó con Proust, con Joyce, con Virginia Woolf; conexión que recién se dará tardíamente con la llegada de la literatura del boom, a mediados de los ’50. Yolanda ya se había adelantado al presentar una literatura de exploración introspectiva, de monólogos interiores. Esto es parte del gran desajuste que ella presenta con un país tradicional, pequeño, donde no hay crítica literaria, no hay revistas, los periódicos no se ocupan de la literatura y ella está clamando sola en el desierto con una literatura completamente diferente. El visionario siempre tiene que pagar un costo en su época presente, sobre todo en Centroamérica que es una región en donde la literatura repetía lo mismo; hasta que llegó (Miguel Angel) Asturias y planteó una narrativa de vanguardia, experimentando con la cuestión indígena y el lenguaje.

El que sólo se ríe de sus picardías se acuerda, postula el refrán. Lo sabe Ramírez, que no quiere dejar afuera al lector de esta entrevista. “Cuando presenté la novela en Guatemala, alguien del público se puso de pie y se presentó como el hijo de un amante de Yolanda, de apellido Morales, un poeta guatemalteco. ‘Aquí tengo unas cartas y yo quiero que usted las lea.’ Reconocí la firma de Yolanda; serían unas 50 o 60 cartas”, repasa el escritor nicaragüense la sorpresa que se llevó. “¡Qué tarde que llegan, hubieran sido muy útiles para la novela!”, le dije. “Ella escribió seguramente muchas cartas de amor como ésas. El me prometió mandarme las cartas, pero obviamente no lo hizo.”

–¿Que sería ser una rebelde, una transgresora, en este momento?

–Es una pregunta que me hecho muchas veces... Es difícil encontrar esa rebeldía hoy porque los derechos de las mujeres están conquistados; muy recientemente, pero están conquistados. Ya nadie se asusta de ver mujeres en las sillas presidenciales, en la política, en las profesiones liberales, en las universidades; el concepto de las relaciones sexuales y de pareja cambió totalmente. ¿Pero todo esto me llevaría a concluir que desapareció la sociedad patriarcal? Creo que no. Vivimos en una cultura profundamente patriarcal donde los valores supremos masculinos siguen imperando y esto tiene muy diferentes expresiones: las violaciones, el uso del poder como elemento de sometimiento sexual, la violencia familiar, el hombre que golpea a la mujer y cree que tiene propiedad sobre la mujer. Esas cosas están ahí y las vemos reflejadas en los periódicos; siguen pendientes en pleno siglo XXI.

–¿Y en cuanto a las trasgresiones literarias? ¿Hay cuestiones pendientes?

–Es más difícil pensar hoy en transgresiones; en determinado momento se planteó como transgresión lo que Alberto Fuguet hizo con McOndo y la literatura antirrealismo mágico, pero creo que nunca hubo un conflicto generacional verdadero porque el realismo mágico dio paso muy rápido a otro tipo de literatura mucho más diversa. Lo que el realismo mágico tuvo es muchos malos imitadores comerciales. Al fin y al cabo, el realismo mágico se reduce a una persona, que es García Márquez. Nunca se hizo una escuela de realismo mágico; fue una marca de exportación de la literatura latinoamericana que hizo daño. Quizá la otra rebelión contra el canon es que la literatura latinoamericana tiene que alejarse de los temas de la vida pública; lo he oído proclamar a escritores más jóvenes, como Santiago Roncagliolo. Pero esos temas siempre regresan, porque una novela como Abril rojo, de Roncagliolo, explora el tema de la violencia política en el Perú. Uno no se puede escapar de la historia pública para contar historias privadas.

El culto a Yolanda

Yolanda Oreamuno, autora de La ruta de su evasión, única novela publicada, tiene una página en Facebook con 754 seguidores. Hay fotografías –una de El diario de Costa Rica, cuando fue electa reina de los Artistas—, caricaturas, frases y textos varios que la recuerdan. En una de las entradas del muro, Fernanda Roldán Vives escribió que “El ambiente tico y otros mitos tropicales”, un ensayo “espectacular” de Oreamuno, en muchos pasajes le produjo escalofríos “al verificar que describía con asombrosa exactitud la percepción que yo tengo de la idiosincrasia de este país en el 2011”. María Mora Barzuna, en cambio, compartió una frase de La ruta de su evasión: “Yo me niego a aceptar el sufrimiento como una necesidad humana. Trato de explicármelo y si persiste, hago por ignorarlo, suprimirlo o evitarlo. Las mujeres llenas de dolor, mansas, resignadas, me chocan. No puedo soportarlas”. La mayor parte de sus seguidores son jóvenes. “Hablan de ella con admiración, pero sigue siendo una escritora de culto para minorías, una escritora para escritores –plantea Sergio Ramírez—. Es lo que fue Borges durante mucho tiempo. Cuando comencé a leer a Borges en los años ’60, lo leíamos los escritores; después dio ese gran salto universal y se volvió un escritor masivo. Pero no creo que ocurra con Yolanda.”

La ficha

Sergio Ramírez nació en 1942, en Masatepe (Nicaragua). Graduado en Derecho por la Universidad de León, en sus años universitarios participó en movimientos estudiantiles y en el grupo literario de la revista Ventana (1960). En 1977 encabezó el Grupo de los Doce en respaldo del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), en lucha contra la dictadura de Anastasio Somoza. En 1979, con el triunfo de la revolución, integró la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional. Fue electo vicepresidente en 1984 (promovió la reforma a la Constitución Política de 1987), cargo que ocupó hasta 1990. Luego fue diputado nacional y candidato a presidente del Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), del que posteriormente también se separó. Desde 1996 está retirado definitivamente de la vida política. En su libro Adiós muchachos relata su experiencia personal y los mecanismos que, desde su punto de vista, condujeron al alejamiento del FSLN de sus auténticas raíces sandinistas. Es autor de Tiempo de fulgor (1970), De tropeles y tropelías (1972), Charles Atlas también muere (1976), ¿Te dio miedo la sangre? (1976), finalista del Premio Rómulo Gallegos; Castigo divino (1988), Un baile de máscaras (1995), Margarita, está linda la mar, Premio Alfaguara 1998; Catalina y Catalina (1999), Mentiras verdaderas (2001), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2004) y El cielo llora por mí (2008), entre otros títulos. La semana pasada ganó el Premio Iberoamericano de las Letras José Donoso, que se entrega en Chile.

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“Uno no se puede escapar de la historia pública para contar historias privadas”, admite el escritor nicaragüense
Imagen: Rafael Yohai
 
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