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Lunes, 23 de enero de 2012

LITERATURA › ENTREVISTA A LA ESCRITORA MARíA INéS KRIMER

“Cuanto menos estoy contando, más violencia estoy generando”

Con su última novela, La inauguración, ganó el año pasado el Premio Letra Sur. La autora señala que eligió un tono “seco” para narrar una historia marcada por la angustia y el encierro. “Las literaturas menores tienen la ventaja de la escasez de recursos”, señala.

 Por Silvina Friera

Una pata de palo puede ser una palabra mágica que golpea más fuerte que un puño. La sonrisa de María Inés Krimer no se desdibuja ni un instante de su cara. Ni cuando calla. La alegría de ciertos pensamientos, el recuerdo de un cuento inolvidable de Flannery O’Connor, se balancean como templadas olas que van y vienen de sus labios a sus mejillas. “Buena gente de campo”, el cuento evocado en el epígrafe de La inauguración (El Ateneo), novela con la que ganó el Premio Letra Sur 2011, cifra su pesquisa narrativa. Una joven filósofa que ha dejado la facultad vive con su madre, una mujer mayor, en el sur de Estados Unidos. “El detalle fundamental es que la chica tiene una pata de palo –explica Krimer–. A la casa llega un vendedor de Biblias que empieza a seducirla. Todo el tiempo juega con esas Biblias; pero en un momento en que la seducción va in crescendo, él le dice que si ella se saca la pata de palo le muestra las Biblias. Está tan deslumbrada por la situación que se saca la pata de palo, él se la roba y desaparece con las Biblias. Esa historia me quedó como una marca en la escritura. Siempre estoy buscando la pata de palo en lo que escribo, qué detalle elijo contar.”

Espontánea, sencilla, de pocas palabras. Krimer no habla como escribe, aunque su entonación campechana y su escritura afilada abrevan en la misma fuente: una economía de recursos certeros. En las páginas de La inauguración lleva hasta las últimas consecuencias una sentencia de Plauto: “Al sabio, una sola palabra le basta”. Una adolescente escapa de su casa. El lector no sabrá bien de qué y por qué huye la muchacha. Se dará cuenta recién hacia el final. Pero intuye que salió de un suplicio de abusos para ingresar al infierno de un prostíbulo, en una casa de campo de la provincia de Buenos Aires, cuyo propietario es un terrateniente venido a menos, Buby, el hombre de la camisa Cardón –enfundado siempre en sus botas de carpincho–, el Rolex y la infaltable camioneta Toyota. La joven, custodiada de cerca por la regenta del cabaret –Nina, una ex boxeadora–, examinará sin pausa el ambiente y las tensiones que percibe en esa “alfombra verde” de la pampa sojera. “Los patrones protestan porque el gobierno quiere meter mano en la cosecha. El precio de la soja se va por las nubes y no se van a perder la oportunidad de sacar una tajada”, escucha que dicen por ahí. Las rutas están cortadas; es difícil intentar huir. “Traté de crear un verosímil que fuera y no fuera realista. Creo que es una novela realista que está corrida de eje por las cosas que pasan”, señala la escritora en la entrevista con Página/12. “Hay un momento en que la voz narradora plantea que no puede contar con la policía ni con los jueces y dice que afuera no es mejor que adentro.”

–¿Cuál sería la pata de palo que usted siempre persigue en La inauguración?

–Si tuviera que elegir, creo que sería el personaje de la voz narradora, que no tiene nombre pero dispone de algunos recursos. Me interesaba que no fuera una historia de víctimas, que ella tuviera alguna estrategia, aunque estuviera puesta en su mundo imaginario, como creerse Valeria Mazza, o imaginar que en algún momento lo puede llegar a ser, o pensar que realmente podrá seducir a Buby. Si tuviera que elegir una pata de palo en esta situación, sería correrme del lugar de la víctima con el que generalmente estas historias se anclan, para intentar un personaje que viera un poco más allá. Me acuerdo de la película Pascualino siete bellezas en la que hay un momento en que el protagonista, que está prisionero en un campo de concentración, destruido por el hambre y las condiciones de vida, intenta seducir a una gorda capo alemana del campo. Lo único que puede hacer es guiñar el ojo, que se levanta y se baja... Este tipo de detalles me trabaja en la cabeza cuando estoy pensando una historia. Siempre estoy atenta a ver con qué detalle cuento. Me manejo mucho con la escasez de recursos; si elegí bien la palabra o el detalle, puedo narrar más.

–En situaciones de encierro, como la que vive la protagonista de su novela, ¿cómo explica que la seducción aparezca como una herramienta que podría conducir hacia la libertad?

–Esto lo he visto mucho en las adolescentes en el interior, cuando a los 12 o 13 años comienzan a desplegar un arsenal de seducción. Especialmente se ve en el campo, en época de cosecha; a veces llegan chicas que son las hijas de la mujer de un peón y enseguida se produce, en esos ambientes tan cerrados, una especie de crecimiento y transformación de un yo femenino, de su yo seductor. El comentario machista por excelencia es: “Ya va a aparecer con el bombo”. Donde se produce este comentario, hay una chica creciendo y tratando de seducir.

–¿Por qué decidió conectar el llamado “conflicto del campo” con la historia de una joven que termina en un prostíbulo?

–Empecé la escritura de la novela, una primera versión, en 2006. En 2008 estaba en una de las tantas reescrituras que fue cruzada por el conflicto del campo. No me acuerdo a quién le había dado a leer una de las versiones y cuando me la devolvió me preguntó: “Che, ¿cuándo pasa esto?”. Me pareció que ese contexto no me lo podía perder en la novela. En lo que hago me interesa trabajar tanto la historia individual como la colectiva. El conflicto con el campo aparece en el texto porque estaba sucediendo mientras yo reescribía la novela; le agregó una vuelta más de encierro por la cuestión de que estaban cortadas las rutas y no había posibilidad de escapar. Buenos Aires estaba lejos, los alimentos no llegaban; y esto también me permitió ironizar con el personaje de Buby y ciertos comentarios vinculados con el conflicto.

–El personaje de Nina aparece muy pegado al discurso de los patrones, en cambio la voz de la narradora toma más distancia de ese discurso, no se podría decir que se rebela...

–Pero no compra ese discurso porque siente las fisuras; si la historia continuara y ella consiguiera lo que fabula, quizá lo terminaría comprando. En realidad, es lo que vi en los años en que viví en el interior; comprar el discurso del patrón es algo que sucede con frecuencia. La gente de campo viene a Buenos Aires en julio para la Rural; y el imaginario está vinculado con escuchar a Soledad en la Rural. Y a Soledad la escuchan tanto los patrones como los empleados; los programas de televisión que miran son los mismos. Hay una especie de fusión de intereses de clases sociales que es muy visible para cualquiera que se ponga a observar aspectos de la realidad del interior del país. En ese sentido, creo que sería muy distinto si la historia se anclara en lo urbano. Pero en el campo es así; y yo traté de que se pudiera ver en la novela.

Cómo se traducen emocionalmente el encierro, la asfixia, la angustia. En esa casa de campo donde la voz narradora a veces apela a la complicidad o ensaya la estrategia de dar lástima porque considera que “la piedad socava, transforma en aliado al enemigo”, se despliegan escalas de poder sobre los cuerpos sometidos. “Está el poder del hombre sobre la mujer, pero también el poder de la mujer sobre la mujer, entre Nina y la joven; y el poder de la mujer sobre el hombre en ciertas escenas donde Nina tiene aspectos maternales, tanto para Buby como para la voz narradora. Me gustó cruzar estos poderes porque en las situaciones de encierro suceden”, fundamenta Krimer. “Un autor que siempre leí con admiración fue Primo Levi. Cuando Levi cuenta la vida en el campo de concentración, dice que se pasaban recetas de cocina. Por más mal que nos vaya, hay un deseo, una esperanza, de buscar en el imaginario algo de donde aferrarnos. En el universo de la chica, de la voz narradora, ése imaginario está vinculado con las revistas, con ser una modelo; ese es el futuro en el que ella se imagina. Y esto le da un contraste a la sordidez del ambiente.”

–Aparecen pinceladas de irreverencia hacia el mundo letrado cuando se lee que En busca del tiempo perdido es utilizado por Nina para hacer ejercicios, como mancuerna para fortalecer sus bíceps, o cuando las hojas del libro de Proust son arrancadas para arrojarlas a la salamandra y avivar el fuego. ¿Los dueños de la tierra son reacios a los libros o a cierto tipo de libros?

–Aunque son escenas imaginadas, es algo que también observé en el campo: el rechazo hacia los libros, que sería a lo mejor una nueva versión de “alpargatas sí, libros no”, pero ubicada en el mundo rural. Es difícil que se encuentren libros en la casa de un puestero y sí es probable que lean revistas como Pronto o miren el programa de Tinelli, que también configuran parte del imaginario del campo.

–En este sentido, por el tipo de revistas o programas de televisión que se miran, ¿el imaginario del campo, hoy por hoy, no es radicalmente diferente al urbano?

–Posiblemente, no lo había pensado... Si uno tiene la posibilidad de llegar a un campo y atravesar distintas casas, muchas veces descubrirá que están mirando los mismos programas. Al mediodía se suele ver el noticiero rural, que generalmente lo transmite el canal local; a la noche, se miran los programas que se ven en las ciudades.

–Otro detalle que sorprende es que la novela está atravesada por un camioncito que anuncia, con música de fondo de Gilda, la próxima inauguración de la Rural. ¿Por qué Gilda y no Soledad?

–Gilda se escucha mucho más en el interior que Soledad. Los camioncitos de propaganda que aparecen en la novela los escucho hasta el día de hoy en Olavarría, donde viajo seguido por trabajo. A la hora de la siesta es muy probable que uno se despierte escuchando algún anuncio importante de algún acontecimiento a través de esos camioncitos, un detalle de la novela que es muy de (Osvaldo) Soriano; en sus novelas siempre había algún camioncito que anunciaba algo. Gilda, en el interior, es como el Gauchito Gil.

–Hay una manera de contar la violencia en La inauguración que está contenida por el lenguaje pero a la vez multiplicada por la potencia de muchas de las imágenes o detalles elegidos. ¿Cómo se inscribiría, dentro de la tradición literaria argentina, este tipo de estrategia narrativa?

–La violencia es la marca de la literatura argentina desde El matadero. Hay un texto que sigo bastante, en cuanto a lenguaje y tono narrativo, que es Kafka. Por una literatura menor, de Gilles Deleuze y Félix Guattari. En este texto se plantea que cuando uno trabaja en una literatura menor –y en mi caso desde mi condición de judía, desde mi condición de mujer, creo que estoy parada ahí– hay dos opciones: o se dedica a inflar el lenguaje, como lo hizo (James) Joyce con el inglés; o se dedica a secarlo, como (Samuel) Beckett con el francés. Yo tomé la segunda opción: cuanto más seco puedo contar, más violencia puedo generar en el tono. Las literaturas menores tienen la ventaja de la escasez de recursos, incluso a veces la falta de talento beneficia al autor, si es que se puede decir así. Cuanto menos estoy contando, más violencia estoy generando; esa sería la estrategia de La inauguración.

Uno de los temas centrales de la última novela de Krimer, la trata de personas, resuena a partir de la reciente denuncia de Lorena Martins contra su padre, Raúl Martins, un ex agente de la Side y empresario de la noche, dueño de varios prostíbulos. “El problema mayor en cuanto a la condición de la mujer es la violencia doméstica –que ahora es más visible– y la trata de personas, que genera recursos y mueve muchísimo dinero y hace que sea muy difícil desmontar la complicidad del poder –plantea la escritora–. A veces parece fantasioso que estas cosas sigan pasando ahora, en 2012. Una lee estas historias y cuesta creerlas, ¿no? Pero no por las historias en sí, sino por la trama de complicidades. Tenemos una historia muy cruda con los silencios y las complicidades.”

–Uno de los personajes, el Chino, el matón de Buby, se encarga de desaparecer los cuerpos de las chicas. “Acá los tiraban los milicos”, dice. ¿Cómo explica esa alusión a la dictadura?

–Esa referencia tangencial a la dictadura en boca del Chino remite a una práctica del pasado que sigue operando en el presente. El Chino sabe que ya se hizo y que se puede volver a desaparecer un cuerpo. El cuerpo de las chicas para él no existe, no tiene ningún tipo de valor; no hay costo ni pena.

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“En el campo, comprar el discurso del patrón es algo que sucede con frecuencia.”
Imagen: Dafne Gentinetta
 
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