Sábado, 29 de junio de 2013 | Hoy
LITERATURA › DESDE MAÑANA, LA BIBLIOTECA BRIANTE CON PáGINA/12
Las tapas ilustradas por Miguel Rep son la invitación a zambullirse en la obra de un narrador extraordinario y riguroso periodista. Tras Las hamacas voladoras llegarán la novela Kincón, los relatos de Ley de juego y la antología periodística Desde este mundo.
Por Silvina Friera
El tiempo volverá a pasar sin inconvenientes –ya lo hizo, lo está haciendo en este preciso instante y continuará reanudando esta serie infinita–, para reincidir en la empecinada faena de reordenar las piezas del tablero literario argentino. La mirada puede ser tentada con pirotecnias efímeras y prestigios que se evaporarán más temprano que tarde. Pero el lector de ayer, el de hoy, el de mañana, no podrá sustraerse a la potente correntada de una narrativa que siempre gana la partida. No hay descuido, ni mezquindades ni el amasijo de omisiones y desidias confabuladas que pueda derrotarla. A lo largo de esa calle que da al río hondo y breve de la obra de Miguel Briante, “cada tanto hay que mirar dónde se pisa”, se podría repetir un infalible consejo de Arispe, uno de sus personajes más entrañables “que con los años había aprendido que para tener boliche hay que ser traductor”. Y qué apasionado “traductor de sonidos” que es –la lectura produce una vibración que desplaza al pretérito–; una oreja-esponja que escucha, traduce y cuenta lo contado en un espacio a rodear y a construir. Esa zona, ese espacio físico articulado en los márgenes geográficos o en el corazón del pueblo chico, son como esquirlas de un mundo en que la voz que narra y evoca puede reconocerse. Los textos del excepcional escritor y periodista regresan de la mano de la Biblioteca Miguel Briante, integrada por cuatro libros que Página/12 publicará cada quince días, con tapas ilustradas por Miguel Rep. Las hamacas voladoras, su primer libro de cuentos, se podrá adquirir mañana a 25 pesos. La serie se completará con la novela Kincón (domingo 14 de julio), los relatos de Ley de juego (domingo 28 de julio) y la antología periodística Desde este mundo (domingo 11 de agosto).
“No había esperanzas: lo dijo mi abuela, mientras comíamos. Mi tío se limitó a mover la cabeza, en un gesto ambiguo casi torpe”, se lee en el primer cuento de Las hamacas voladoras, publicado por Falbo Editor en 1964 y luego reeditado por Puntosur y Página/12. “El efecto de esas palabras iba a resucitar recién al rato, en un sollozo de mi tía.” El título de este relato, “Capítulo primero”, abre el juego. Briante pone las cartas sobre la mesa, despliega su estrategia, su lugar en el mundo, las obsesiones que lo poblarán, los personajes que lo habitarán, las tensiones y reyertas que se desencadenarán. El narrador, Pablo, tiene que traducir el silencio de los adultos, la presencia distante de la madre, palabras y gestos raros de quienes no se animan a nombrar la enfermedad que aqueja a su padre Vicente. Lección magistral de cómo narrar el drama doméstico del hijo –“los insultos roncos, las voces que no hubiese querido escuchar”– sin que la palabra borracho sea mencionada una sola vez. Hasta cuando llora, el narrador lo hace silenciosamente, acaso achatándose él mismo, reduciéndose a esa lógica de no pedir ni esperar explicaciones. Resignado a escuchar que “ya no había esperanzas”, “que está peor que otras veces”. Un detalle aparentemente “menor” irrumpe con la fuerza de un tsunami. Al final de cada uno de sus cuentos, Briante incluía el año de escritura. Este relato “inaugural” está fechado en 1962 –el libro lo publicó dos años después–; tenía tan sólo 18 años cuando puso en pie las coordenadas de su proyecto literario que, como ha señalado Elisa Calabrese, “privilegia un espacio de margen, el pueblo, donde puede desterritorializar la antinomia sarmientina (...) para culminar en la construcción de una saga no familiar, sino colectiva: la historia de un pueblo y sus habitantes”. Una nota más al pie de su precocidad: a los 17 años ganó con su cuento “Kincón” –incluido en Las hamacas voladoras– el Primer Premio del Segundo Concurso de Cuentistas Americanos, organizado por la revista El Escarabajo de Oro.
Vuelan las hamacas y el efecto Briante es una celebración de la posibilidad de encontrar “otra forma de decir las cosas” con un estilo acabado, una orfebrería singular, precisa y elegante que entabla un diálogo abierto con las tradiciones, además de ensanchar el campo de maniobra de la literatura argentina. El cuentista precoz –el hombre que nació en General Belgrano, en la provincia de Buenos Aires, el 19 de mayo de 1944– leyó minuciosamente a Borges; se lo apropió y produjo su pequeña gran saga escribiendo “con” Borges en vez de “contra” el autor de El Aleph, a diferencia de otros autores de la llamada “generación del ’60”. Revisa y enmienda el criollismo borgeano, invierte el punto de aproximación: del pago chico hacia lo universal. No es casual que sea en Ley de juego –cuentos publicados recién en 1983, pero que escribió mayoritariamente durante la década del ’60– donde más se perciba la filigrana borgeana. “A lo largo de esa calle que da al río”, uno de los relatos más extensos de ese libro, organizado en 27 capítulos, lejos de escamotear la “evidencia” la pone en un epígrafe que toma de Borges: “Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido”. Por el aire de las historias del pueblo deambulan los mitos y las versiones expandidas de lo que se escucha y es contado y circula de boca en boca. En esta docena exacta de cuentos de Ley de juego, que el lector tendrá en sus manos el último domingo de julio, emergen los ecos de las influencias que ejercieron Carson McCullers con La balada del café triste y El corazón es un cazador solitario, Faulkner y el mexicano Juan Rulfo, especialmente, como paradigma de escritor y de escritura.
“Larga y borroneada es la memoria de esa noche”, dice el narrador de uno de los cuentos. “Pensando, ahora, en las cosas que pasaron esa noche de fin de febrero, hacia la declinación de un Carnaval cualquiera, en la tibia luz de un corso que terminaba, se puede imaginar algo diabólico. Algo atravesado de un clima fantástico o ritual.” Briante instaura una manera de especular acerca de los vínculos entre el lenguaje y lo real. Su maquinaria aceitada funciona porque la zona que construye, el pueblo, rubrica el funcionamiento de una seguidilla de microhistorias ya referidas que pueden avanzar o retroceder, volver a ser contadas con añadidos, según quien tenga la palabra. A través de este calibrado procedimiento afianza la certeza de que Briante pertenece a la estirpe de narradores que escriben un único y formidable texto. Abundan los ejemplos, pero uno ilustra soberanamente la cuestión. “Con los años, fue fácil olvidarse del tiempo en que el loquito vivía y nos hablaba de Herrera con ese respeto extraño, nos contaba las cosas que él le había contado, del sur, y nosotros íbamos viendo cambiar al loquito, día a día. Lo habíamos visto cambiar hasta que en cada una de sus palabras encontrábamos a Herrera, conjeturábamos un Herrera distinto, un hombre que, en la casa cercana al hospital, hablaría y hablaría. Esas cosas habíamos pensado. También que, cuando esa historia que parecía agotar su propia historia –la de esa mujer, la Paraguaya, y ese hombre, allá en el sur– había sido relatada por completo, él había buscado detalles, modificaciones, pretextos para repetirla monótonamente del principio al final.” En esa repetición, en ese montaje de fragmentos, la astucia del collage consiste en la variación mínima del sentido cuando se acopla con las otras secuencias. Lo que retorna –se sabe– nunca es igual a sí mismo. Escribir-traducir es, para Briante, perforar el pasado y fundar una lengua que Guillermo Saccomanno define como “la lengua de los desposeídos apartados de la moral y las buenas costumbres burguesas”.
En Kincón, su única novela publicada originalmente en 1975 por el sello venezolano Monte Avila, reescrita y reeditada en 1993, se cumple una suerte de principio categórico “trágico”, presagio de una violencia inexorable; en un pueblo nadie puede escaparse de la sangre que trae. Kincón, Bentos Márquez Sesmeao, es un ex policía cuyo destino parece sellado desde el nacimiento por el brutal desamparo y una fealdad monstruosa de simio. No hay esperanza –se podría adoptar esta especie de estribillo de otro personaje– en una sociedad que más lo desprecia y lo excluye cada vez que él ha intentado integrarse y asimilarse. María Rosa Lojo, estudiosa de la primera hora de la narrativa de Briante, advierte que “en los locos, asesinos, suicidas, prostitutas, o seres señalados por algún menoscabo físico o intelectual que habitan sus relatos, se revela la verdad negada: la injusticia, la mezquindad, el sadismo del mundo regulado, sólo aparentemente prolijo contra el cual se recortan las existencias abruptas de los que ya no tienen nada más que perder”.
Desde este mundo reúne una parte sustantiva de su producción periodística (1968-1995), organizada en torno de cuatro items: crónicas, crítica literaria, crítica plástica y un cuento periodístico, “El embajador de la nada” sobre el secuestro de Hidalgo Solá en 1977. Briante era extremadamente riguroso en sus textos periodísticos y críticos. Jugó en la primera línea de Confirmado, Primera Plana, Panorama y La Opinión. Entre 1982 y 1984 fue jefe de redacción de El Porteño, y desde 1987 hasta su muerte –el 25 de enero de 1995– estuvo a cargo de Artes Plásticas en Página/12. El escritor, el periodista, recorre y explora el amplio territorio argentino de los márgenes –periodismo y literatura se retroalimentan; no hay divorcio o escisión, las aguas están mezcladas–, como la vida de los indios tobas, los matacos, los wichí. Hay un par de perlas, como la crónica de Sandro –qué hallazgo apodarlo “la pelvis del arrabal”–, publicada en este diario en 1988. En cuanto a la crítica literaria, hay textos sobre Arturo Jauretche, Adolfo Bioy Casares, Roberto Arlt, Borges, Juan Rulfo, Osvaldo Lamborghini, Juan Gelman, Manuel Mujica Lainez, Juan Carlos Onetti, Haroldo Conti y Héctor Oesterheld, por mencionar apenas un puñado de autores que interpelaron la escritura de Briante.
En “La cuenta, por favor”, el escritor introduce una tensión medular al repasar un cruce de perspectivas, generado a partir de la lectura de su cuento “Al mar”, un relato que según el propio autor “prolonga mis últimas tonadas sureras, mezclando la realidad y las pesadillas de un paisano viejo en un arbitrario cruce de lenguajes que permite inclusiones, irrupciones”. Un joven escritor le cuestiona las intenciones políticas de esa narración. “Ahí –me dijo– te hacés cargo de la historia, o de las Madres de Plaza de Mayo, y la literatura no tiene nada que ver con esas cosas.” Lejos de esquivar el asunto, Briante recoge el guante y reflexiona. “A veces pienso que hacerse cargo de la historia (mejor: de las historias) fue el eje, la herejía de los artistas del sesenta, años en los que, en realidad, confluyeron ideas y hombres de por lo menos dos o tres generaciones, como pasa siempre. Curiosidades del destino –continúa–: algunos de esos artistas cayeron en la tormenta (dieron su sangre, como subrayará, siempre, la memoria) y años después, no precisamente frente al pelotón de fusilamiento, alguno de los chicos que ahora, pasada la raya de sus treinta años, se van haciendo trabajosamente escritores, acuñaron el chiste posmoderno de que ‘la sangre sirve nada más para hacer morcilla’.” Resulta encomiable la manera en que litiga –hasta confiesa que le gusta participar de esta discusión– con la joven cofradía de nuevos narradores de entonces, los que surgieron hacia el final de la dictadura. “Los conocí cuando hacían crítica en algunos medios de difusión, en el lenguaje silencioso que correspondía a la época: semióticos, cultos, técnico-crípticos, llenaban páginas sin decir nada, o diciéndose cositas con la seña de un truco privado. En esa jerga iban trazando un círculo que los persigue. Parodias de parodias, novelas góticas, imitaciones –o intentos frustrados– de novelas policiales, los fueron uniendo y preservando, tal vez, de la mierda que se respiraba en el aire”, plantea en “La cuenta, por favor”. “A su modo, conservaron el espacio de la escritura con más dignidad que muchos de los que creen, todavía, que alinearse en sus puestos de la Feria del Libro detrás de la Marcha de San Lorenzo es una forma de resistencia (cultural) a la dictadura.”
Esta pieza periodística, preludio de una tentativa de polemizar con los jóvenes escritores de la década del ’90, debería ser leída junto con otros dos certeros artículos: “Borges o la deuda interna de la literatura argentina” y “Al final, parece que Arlt da lástima”. La agudeza meridiana de Briante se inclina por un tipo de ruptura que se niega a borrar las huellas del pasado. Prefiere poner el dedo en la llaga de las paradojas. En el boliche, en la zona Briante, la única política urgente y válida es la de la lengua. Prematura fue su muerte –se ha dicho y escrito– aquel pesadillesco verano de 1995, cuando se cayó de la escalera mientras arreglaba su casa de General Belgrano. Biblioteca Briante es otra oportunidad para balancearse por la compleja espesura de un universo visual y auditivo donde la palabra briantesca vence al tiempo.
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