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Lunes, 2 de junio de 2014

LITERATURA › ARNALDO CALVEYRA HABLA DE NOVELA, SU úLTIMO LIBRO PUBLICADO

“Novela presupone intriga, y yo quise romper con la intriga”

El autor entrerriano radicado en Francia da a conocer un texto escrito allá lejos y hace tiempo, entre París y La Plata. El título resulta engañoso, porque en rigor se trata de una novela “imposible”, hecha de “notas, pedazos de cuentos, de leyendas”.

 Por Silvina Friera

Vivir el presente con intensidad no es otra cosa que atesorar recuerdos futuros. Un joven poeta entrerriano, discípulo y amigo de Carlos Mastronardi, escribe en el París de fines de la década del ’50, durante su primer viaje de exploración de un largo camino, con estaciones y soledades, de austeridad y poemas exquisitos. “‘¡No quiero ser poeta!; dicen que grité. Repito la frase por miedo a que vuelva. La pongo cuidadosamente encima del papel, el quiero al lado del no. ¡Cuánto abismo...! Y ser, la palabra ser: casi un sustantivo, por poco un paisaje. Y no. No estaba en mi naturaleza ser poeta; contra una opinión difundida, nadie nace poeta, son los otros los que cierran el puño alrededor de algo que resulta ser el canto de uno, que todo lo ignoraba del tema. No, yo no creía en el destino: en un mundo construido de golpe, el destino nos habla como desde muy lejos...” Se podría ovillar la madeja poética de Arnaldo Calveyra por este fragmento que pertenece a Novela (Adriana Hidalgo) –una novela “imposible” o la novela de un poeta–, su último libro publicado, pero escrito allá lejos y hace tiempo entre París y La Plata, adonde volvió por unos meses para luego regresar a la capital francesa con una beca de estudio y la certeza de que las palabras nunca lo traicionarían. Ni mucho menos sus amigos: Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik y Laure Bataillon, la traductora al francés de varios de sus libros.

¡Qué linda la sonrisa de Arnaldo, soñador de ojos sonrientes, tan celestiales como dicharacheros! Se lo extrañaba en Buenos Aires, aunque sus libros acompañen y sean un modo de entablar con él otras conversaciones. “Visto que ha pasado mucho tiempo, sé que Novela surgió en ese primer viaje a Francia, que fue un viaje en que no tenía el boleto de vuelta, un viaje hecho con pedacitos de ganas, todo modesto. No sé cuál fue el origen, pero sale del callejear, de buscarle la puerta a París y ver por qué lado me podía introducir en ese mundo, con muchas ganas. Mastronardi pensaba que el corolario de todo ese trabajo que hice con él, un trabajo de mucha palabra, de amistad pura, de todos esos años de estar juntos, era ir a Francia, cosa que él no hizo. Pero él quería que yo fuera –recuerda Calveyra, quien reside en París desde 1961–. No puedo decir en qué momento me senté en mi pieza y empecé a escribir. Salió como notas, pedazos de cuentos, de leyendas; hay fábulas en medio de eso, según dice Daniel Samoilovich; es como un popurrí al mismo tiempo.”

–En un momento de Novela aparece la pregunta “¿Hay un reposo de ser argentino?”. ¿Qué le pasaba a usted, argentino de Mansilla, de un pueblo de Entre Ríos, en ese salir a callejear por primera vez en París?

–Tal vez quería dejar un poco ese contrapeso que llevaba para quedarme con el mundo. Había una voluntad de hacer más grande todo, de agrandar hasta llegar a lo que es el mundo, que tampoco es tan grande, que es mucho más chico de lo que uno cree cuando lo enfrenta.

–“Creo que seguiré haciendo el esfuerzo de no aprender inglés, por lo menos mientras me interese la poesía”, se afirma en otra parte. ¿Cómo explica este reparo hacia la lengua inglesa?

–No es peyorativo para con la lengua inglesa. En aquella época, y tal vez ahora, el hecho de no conocer una lengua te llevaba a tener chispazos. Siempre luché contra el inglés porque deforma, es una lengua colonizadora. Mis hijos, que nacieron en París, hablan perfecto castellano, pero no hice ningún esfuerzo especial para que fueran argentinófilos como son, más que yo todavía.

–¿Y cómo fue sumergirse en el francés?

–La radio me ayudó mucho. Tenía una radio en la pieza. Esa palabra única del comienzo fue adquiriendo comas, cesuras... pero al principio era una palabra sola. La radio decía una sola palabra discontinua y continua. Eso ya pasó, ahora entiendo.

–Mientras aprendía francés con la radio, escribía en su lengua. Nunca quiso escribir en francés, ¿no?

–Nunca tuve esa pretensión. Tengo amigos que lo han hecho, pero la vida no alcanza para conocer cómo es tu lengua, ¿para qué ponerse en gasto por nada? (Héctor) Bianciotti lo ha hecho muy bien; (Joseph) Conrad lo ha hecho muy bien, pero Conrad es un genio.

El poeta tiene muchas edades y puede vivir en una anacronía que dista de ser negativa. Todo lo contrario: ser en cierta forma anacrónico es un modo de pensar lo contemporáneo sin regatear el medirse con el pasado, el presente y el futuro. Todos los tiempos están en las palmas de las páginas de Calveyra. “Yo me creía instalado en otro tiempo, más vasto sólo por negación: tanto había creído luchar contra mi tiempo personal. Un tiempo más vasto, el de todos, ricos, pobres, felices, desdichados, como en el osario común. Y no”, se lee en otro fragmento de Novela. “Me olvidé mucho de este libro –confiesa ahora que arranca la primera ronda de mate–. Hice una relectura por encima, no es que no lo quiera. Lo terminé en La Plata, cuando volví, lo dejé dormir y quedó ‘en espera de’... Ya había escrito Cartas para que la alegría y el Diario del recluta. Novela es una cosa irónica, no es literal, porque novela presupone intriga y yo quise romper con la intriga. La palabra novela está a contrapelo. No parece una novela.”

–El joven Calveyra señala que hay que matar al “ojo asesino”. Parecería que le importaba más el oído como apertura y la mirada como algo que clausura, ¿no?

–Es un adjetivo y es bastante decorativo, no es un gran adjetivo visto desde afuera. Tenés razón, pero no sé nada más. ¿Qué es lo que sabés? ¿Por cuánto tiempo sabés algo? Micrones de micrones de segundos. Calculás que sabés, intuís que sabés. Yo busco el límite, la contención espacial de mi pieza. Eso me hace bien para calcular. Cuando voy en Metro, puedo tomar una notita para ayudarme después. Pero la pieza es para calcular. Ahí tengo los teodolitos, lápices, gomas, algún libro que llega y que quiero ver de qué se trata. Casi siempre más que menos. Yo tomo notas en castellano, el francés para mí es muy secundario. Es como si estuviera en un barrio de Buenos Aires. En el fondo, ¿qué cambió? La intención no cambió, en todo caso. (Juan) Gelman, cuando venía a cenar a casa, me decía que aprovechara y le sacara jugo a la situación de estar en París. Tenía razón. Pero no vivía pensando que me aprovecharía del confort espiritual. ¿Qué es lo que uno puede hacer si no es realmente escribir? Para eso me fui a París. No me fui a tirar manteca al techo como los jóvenes argentinos de que habla (Louis-Ferdinand) Céline en Viaje al final de la noche. Los chicos bien de esa época, de los años ’20 y ’30. No era mi caso. No era un niño bien, ¡qué lástima! (risas).

Durante esa primera exploración parisina, además de escribir en su pieza, un tópico de la poesía de Calveyra, leía a Henri Michaux y a Ezra Pound. “Habría que escribir más sobre los trovadores provenzales, habría que convertirlos en artículos de primera necesidad, así como se lee a Pound –plantea–. Lo que hay en Bertrand de Born son mundos enteros que están ahí guardados.”

–¿Cómo llegó a los trovadores provenzales? ¿Fue por Mastronardi?

–No. Creo que fue a través de una antología. Después tuve un profesor que se ocupó de mí en La Sorbona, pero ya estaba escribiendo poesía y tenía muchos problemas para tratar de encontrar una línea, una cosa que me conviniera. Y yo los dejé a ellos. Soy un traidor a la causa de los trovadores provenzales (risas).

“¿Será verdad que vi la fuente?, ¿que en la isla de la Cité hay un muro con piedra que uno puede hacer girar con la mano hasta que aparece una pequeña fuente de la que mana un hilo de agua que cabe justo en la boca? Y si es cierto, ¿por qué ahora que la busco a la luz del día, no la encuentro? Me aterra la idea de que Villon haya podido tomar agua de esa fuente, ¿deberé dar cuenta a la policía?”, se pregunta el narrador de Novela. “Entonces leía a (François) Villon, un poeta francés del Medioevo. (Julio) Cortázar me daba muchos libros para leer. El libro de Keats (Imagen de John Keats) me lo dio a leer cuando estaba lejos de la publicación. Eran lecturas casuales, no había un plan, ni rigor. Había ganas, hedonismo sobre todo. Yo contaba con el hedonismo para que me salvara de la cátedra, de la parte sabihonda de la cosa. Pese a que también andaba en eso, me resistía mucho porque sabía que era estéril, que en el fondo era otro camino con un grado muy grande de esterilidad”, advierte.

–¿Le tenía miedo a la vida académica?, ¿pensaba que iba a matar su escritura?

–Seguro, lo cual era cierto. Era un peligro real. Yo me salvé. No, por Dios, la academia no... Pero, bueno... le debemos mucho. No nos quejemos de hartos porque la academia provee muchas cosas. No será el Dios destructor en que creen los hindúes, pero es el Dios conservador. Y llega un momento en que acudís al Dios conservador y vas a una biblioteca y te saca las ganas que tenías de leer un autor. La poesía es una sonda que entra y te da una idea nueva del mundo. Que te da del mundo una cosa que no tenías y que hubieras podido pasar la vida entera sin saber que existía. Y a la vez es un misterio total que se cierra sobre sí mismo, que no quiere nada más. Que te deja mirar un poquito, si has hecho el trabajo necesario. Y si te he visto, no me acuerdo.

–Aparece ese misterio en la forma del deseo de querer saber, aunque sea también una imposibilidad...

–Seguro. Sé algunas cosas, tampoco soy un ignorante total (risas). Si me pongo a pensar, sé del castellano sin errores de ortografía que me enseñó mi madre. Eso es una certeza. Y que escribo poesía, una certeza de la que puedo ir y volver. Las cosas me dicen que siempre hay problemas. Tengo la facilidad de pasarla bien con las palabras. Estoy muy cómodo y muy bien acompañado con palabras. Las palabras no me traicionan, no se van a volver contra mí, pese a que son palabras, o sea una entidad fuera de mí y que tendría que tener más cuidado con ellas. Pero no tengo cuidado, sé que no van a traicionarme. Y tal vez por eso no me traicionan.

–¿No desconfía un poco de las palabras, al menos cuando está escribiendo?

–No es que no desconfíe cuando estoy trabajando. El problema es el adjetivo, que hace que un poema que leés cinco años después parezca que tenga ochenta años de vejez. El adjetivo es una cosa demoledora. Yo sé todo el cuidado que hay que tener. Pero sé que en el fondo las palabras son amistosas, amables. Lo que no me interesa son las malas palabras. Y ahora se usan mucho, quizá sea una cuestión de moda. Pero no sé; en todo caso no veo cómo poner malas palabras en los poemas. Tal vez sea una limitación de mi parte. No entran en la temperatura general, que para mí es un termómetro para ver si las cosas están más o menos bien hechas. En lo posible más que menos, saber un poquito más, que avanzás. Digo avanzar y es mala palabra. Mastronardi decía que en poesía no hay progreso. Que Dante es igual a Homero. Que siempre viene otro, pero que uno no hizo más que el otro.

–¿Por qué se piensa mal en sueños, como se dice en Novela?

–Los sueños deforman mucho. Yo he escrito poemas geniales en sueños, pensaba que eran geniales. Y te despertás y... están muertos.

–¿Qué mata un poema?

–Uy, tantas cosas, demasiadas cosas matan un poema. Un adjetivo mal puesto lo mata. Si no hay una intuición de base acendrada, que te dure, tampoco es buena condición para llegar al final. Yo creo que casi todo mata un poema. Después, en lo social, la falta de querer que alguien escriba un poema. Nadie quiere que alguien escriba un poema. ¿Quién quiere? La falta de ayuda social a un poeta. Yo no pido que te den plata, pido que te den las ganas de que alguien se siente a la mesa a escribir un poema. Nadie quiere eso. O sea que es una contra muy grande, porque uno tiene que sentarse a escribir contra viento y marea. Tu madre quiere que comas o que hagas los deberes o que te vistas bien, pero no quiere que escribas un poema.

–¿Su madre no quería?

–No, ella no quería. Pero a la vez pagó mi primer libro (Ha nacido un hombre), que yo mandé a destruir en la imprenta. Era un libro que escribí a los quince años; encontré en Buenos Aires la imprenta López, una gente encantadora. Entonces me mandaron las primeras pruebas y las devolví totalmente corregidas. Ya era otro libro. Te imaginás a los quince años... hay que ser imbécil, ¿no? Me enviaron las pruebas de nuevo, con una paciencia infinita, y se las devolví totalmente corregidas. La tercera vez no me mandaron las pruebas, me mandaron el libro (risas). Y al cabo de seis meses vine a Buenos Aires y les pedí que por favor lo destruyeran. Espero que no haya quedado ningún ejemplar, Dios mío... (risas).

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Calveyra se radicó en Francia en 1961. Fue amigo de Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, entre otros.
Imagen: Pablo Piovano
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