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Domingo, 21 de junio de 2015

LITERATURA › YOLANDA REYES TEORIZA SOBRE LIBROS Y NIñOS

“Lo central es pensar cómo se construye una lengua franca”

Poética, política y primera infancia no son términos que suelan ir de la mano, y es posible pensar que, si un mundo mejor es posible, en ese mundo debieran comenzar a acercarse. A eso ha dedicado sus investigaciones la escritora colombiana.

 Por Karina Micheletto

Poética, política y primera infancia. Entre esos tres términos, así unidos, transcurre la trayectoria teórica de Yolanda Reyes, destacada escritora colombiana, autora de grandes cuentos para niños, jóvenes y adultos. Poética, política y primera infancia no son términos que suelan ir de la mano, y es posible pensar que, si un mundo mejor es posible, en ese mundo debieran comenzar a acercarse. A eso ha dedicado sus investigaciones Yolanda Reyes, llevadas adelante principalmente desde Espantapájaros, un proyecto cultural que forma lectores desde la primera infancia, cuya librería elabora un ranking particular: Los más mordidos, que son, claro, los más elegidos por los chicos.

Convocada por Santillana, sello que acaba de editar en la Argentina Una cama para tres, la autora de Los agujeros negros, El terror de sexto B y Cucú, entre tantos, habló sobre estos tres conceptos, planteados como necesariamente indisolubles, en un encuentro con especialistas. Antes, estuvo en Córdoba, en una jornada del Cedilij (Centro de Investigaciòn y Difusión de Literatura Infantil y Juvenil), y en Casilda, convocada por el gremio docente Amsafe. Poética, política son, en la visión de la colombiana, términos clave en la construcción de ciudadanos críticos, en tanto poseedores de una voz propia que es a la vez única y colectiva. Y es en la primera infancia, continúa su razonamiento, donde se cimentan y se abren todas las puertas hacia el desarrollo de esa voz.

“Las cosas que me preocupaban cuando empecé a trabajar en esto, ya no me preocupan tanto: la conciencia fonológica y fonética, el lugar de las rimas y el sonido de las palabras en la lectura alfabética, todo eso que tanto he investigado me ha dejado de importar tantísimo –evalúa–. Hoy siento que lo central es pensar cómo se construye una lengua franca, que es la lengua de las emociones. Cómo hay una forma de encontrarnos en el lenguaje, cómo hay un mundo que funciona no con lenguaje sino en el lenguaje, un mundo en que las cosas de adentro se pueden poner, y mi adentro y el tuyo y el de todos se encuentran en este mundo. Eso, hoy, me parece más importante que cualquier otra cosa”.

Una cama para tres es una historia para primeros lectores, escrita con ese ritmo musical y de tierno humor que caracteriza a la obra de Yolanda Reyes, en la que seguramente esos primeros lectores podrán encontrarse identificados: los que son niños, pero también los adultos que leen junto a esos niños. De hecho, Daniel, el protagonista de esta historia, es un personaje inspirado en el hijo de la escritora, que hoy tiene 23 años y otro nombre, porque en su momento pidió: “Mamá, cámbiale el nombre, ¡o todos van a saber que yo me pasaba a tu cama!”. “Este cuento surgió de una de esas tantas noches en que uno sabe en qué cama se acuesta, pero no sabe en cuál va a despertar, porque son muchas las organizaciones que se van dando cuando tus hijos se pasan de cama de noche”, dice la escritora en diálogo con Página/12, con la sonrisa que le dibuja el recuerdo de aquel “movimiento nocturno” vivido veinte años atrás. “Son esas etapas que, mientras las vives, crees que no van a acabar nunca. Y un buen día no sólo se acaba, ¡sino que te cierran la puerta de su cuarto en la cara!”, se ríe.

Todo esa etapa tan eterna y tan fugaz aparece pintada desde la literatura: el niño que pide un cuento tras otro negándose a dormir (en la historia, Caperucita Roja lleva cada vez más cosas en la canasta), los temores y pesadillas que propicia la oscuridad (un dragón que escupe fuego), el pediatra que ordena estudios de sueño, la Señorita Morales (también basada en personajes reales) que sentencia: “¿Tres en la cama? ¡Eso está muy mal! ¡Si lo dejan una noche, ahí se les va a quedar!”. Los padres que finalmente ceden y terminan en un bordecito de la cama, mientras Daniel estira una pierna, y la otra, y después los brazos porque sueña que es un avión. Y el papá que no aguanta más patadas y se exilia en la cama de Daniel... donde se le aparece el dragón que escupe fuego.

“¿Este libro avala el colecho?”, se leyó recientemente en Facebook la reacción de alguna fundamentalista del sueño, con implícita y enfática indignación. “Sí, los padres dicen: ¡pero esto les va a dar pie a los niños a pasarse! –cuenta en su dulce acento colombiano Reyes–. Y al contrario, es bueno entender que las cosas pasan en un mundo de muchos, y hasta poder reírnos de eso. Es que está esta sensación tan rara de ser evaluado en función de lo que hacen los hijos. Hasta que uno aprende a entender a su hijo, que es distinto del otro, y del otro, y entiende que el desarrollo es un espiral, que no es un proceso en línea recta. Hay algo de control social muy cruel en esto”, razona, y es ella misma la que se ríe: “Cuando mis hijos dejaron de pasarse a la cama, y todos dejamos de dar vueltas, a mí me quedó una secuela: cuando me da insomnio, ahora me paso a la cama de ellos. ¡Me quedó la costumbre de ir circulando por toda la casa!”.

–¿Y cuál es el lugar del cuento antes de dormir, que también aparece en la historia?

–Ese pedido (un cuento más, y uno más, y uno más) es la única forma que tiene el niño de prolongar la presencia del padre o de la madre: tener su voz. El cuento es como el rito de transición, la barca que lleva del mundo de la vigilia al mundo del sueño. Para poder atravesar ese mundo de la oscuridad, se requiere de una guía. Para acompañarnos en ese miedo: miedo a la oscuridad, a la ausencia, miedo en cierta manera a no despertar, pero también miedo a entrar en ese paisaje imaginario que es el del sueño.

–¿Hay mucho de historias reales en sus historias?

–Muchas historias surgen del trabajo con los niños y con los padres, como ese que un día me dijo: es que yo soy la mascota de mi hijo. Yo pensé: es genial, tengo que hacer una historia con esto, un niño que tiene una mascota que es su papá. Y así surgió Mi mascota. En Una cama para tres, el papá dice: si yo descubro una fórmula contra las pesadillas de los niños, la patento y me vuelvo millonario. Eso también es algo que escuché. Y luego también me ocurre al revés: que la realidad se encarga de confirmar las historias. Cuando lanzamos este libro en Bogotá hicimos una cama gigante para leerlo, los niños trajeron las pijamas, fue muy lindo. En la mitad del cuento, cuando el papá está huyendo del dragón que escupe fuego, alguien entró de la calle: disculpen interrumpir, pero es que ahí afuera llegó una grúa, y se va a llevar a los carros estacionados. Todos los papás salieron corriendo, en pánico: ¡Mi autooo! ¡La grúa era el dragón, fue buenísimo!

–Si hay algo que además de ser padres es evaluado son los procesos de incorporación a la lectura. ¿Qué encontró en su trabajo en ese tema?

–¡Uf! Eso sí que es evaluado: tú no sabes, tú no puedes, tú estás por fuera de la palabra, de la escuela, de la cultura. Eso cambia cuando hacemos que niños y padres se encuentren en espacios circulares, horizontales, en eso que yo llamo el triángulo amoroso. Lo que queda claro es que no hay voz más potente para tu hijo que la tuya; no importa si sabes leer bien, es la única. Eso ya se reconoció con la leche materna, pero no lo hemos logrado extrapolar ese valor asigando a la voz y a todas las envolturas de contención de la familia, a la lectura de los ojos de tu hijo. ¡Es que no nos enseñan a leer hijos! Muchas veces esas señales están ahí y las vemos, pero hay un impedimento cultural tan grande, tantas instalaciones sociales y culturales de poder, que lo que hacen es borrar el instinto. En nuestros proyectos trabajamos a partir de la comunicación esencial, el conectarte con la emoción que no reconoces, la que tapaste, el dragón que escupe fuego el miedo que tienes. Esa es la lengua franca en la que todos podemos encontrarnos.

–¿Cuáles son los cuentos para chicos que no recomendaría?

–Los que traen una enseñanza velada. El de lavarse los dientes, por ejemplo. Puedo buscar en una cartilla qué sucede con las caries, no hace falta que me inventen un personaje llamado Carietín. Si vamos a ponernos en plan informativo, hay libros informativos que están buenísimos, si no, invéntate una historia que te interese. Lo que la literatura rescata es la particularidad: tu historia no puede ser igual a la historia del otro. Pero te voy a contar esta, donde quizás vas encontrar algo, una huella en la que te puedes reconocer. Pero no tengo pretensiones de contar una historia que sirva para todo el mundo, te cuento esta: la de este niño que se llama Andrés, con este papá. Te doy la posibilidad de reconocerte en la emoción del otro.

–¿Y qué ocurre cuando esa literatura ingresa en la escuela?

–Cuando entra la literatura en la escuela, como literatura, no como didáctica, cuando entra como posibilidad de conversar, modifica la relación con los niños. A mí la literatura para niños me cambió la percepción que yo tenía sobre qué es un niño y cómo funciona. Curiosamente los autores para niños de todas las épocas lograron encontrar eso que ahora la neuropsicología está descubriendo: la inmensa complejidad psíquica de un niño. ¡Pero si es que ya lo había dicho Sendak! O Peter Pan, ¡es de la época victoriana, y ahí está todo! O las nanas de Federico García Lorca, un señor que no tuvo hijos y que en la residencia de estudiantes de Madrid explica cuál es la esencia de la canción infantil, por qué nombra lo que no nombra nada más, cómo la madre inserta al niño en el dramatismo del mundo. Le cuenta que el mundo es un lugar lleno de cosas terribles, pero lo hace cantando, con una emoción de la melodía. Y eso hace la literatura: vuelve al mundo bello. No porque esconda lo que tiene de terrible, por el contrario. Nos da la posibilidad de asomarnos a las profundidades de lo bello y lo terrible.

–Las nuevas tecnologías se incorporan cada vez más tempranamente en la infancia. ¿Qué opina al respecto?

–Muchas de las cosas de las que hablábamos hace años, la conciencia fonología, la conciencia lingüística, pueden resolverse con la tableta. Pero nos falta la envoltura. La voz, la mirada. Eso sí que falta en la infancia y la adolescencia: lo concreto, el cuerpo, tocar al otro. A mí me parece un crimen darle al niño una tableta para que resuelva el problema de que la mamá no está. Sobre todo en la primera infancia, el libro de papel da una corporeidad sensorial necesaria. Hay sensaciones que son necesarias en esa primera infancia: la arena, el pasto, el olor, las hojas que pasan en el libro. Eso en una primera infancia es fundante, y no se puede reemplazar por la virtualidad. Siento que hay que pasar por ahí sin tantos aparatos, tocando, sintiendo, mordiendo, también los libros.

–¿Qué encontró en sus investigaciones en relación a quienes leyeron de pequeños y los que no lo hicieron?

–No es algo que hayamos documentado, con gráficos, cantidad de casos. Lo que aparecen son historias de vida que empiezan a decirnos: hay algo que yo recibí que se me quedó puesto. Cuando uno empieza a leer las historias de niños que han sido criados y reconocidos como lectores y escritores, lo que aparece es el desarrollo de una voz emocional propia encontrándose con otras voces; la literatura es la que proporciona un riel, un cauce para entrar ahí. Hace poco recibí un mensaje en facebook, de un joven de 30 y pico de años, un ingeniero industrial. Me decía: Te escribo para darte las gracias, yo estuve contigo en un taller de Espantapájaros. Hoy doy conferencias por el mundo, y siempre me acuerdo de ti porque tú me enseñaste a hablar en público. Yo pensé: nunca enseñé declamación ni retórica. Lo que él me estaba diciendo era: tú me enseñaste a creer que mi voz es importante. A poder expresar lo que tengo adentro, a creer en mi voz y a construirla. Y esa posibilidad, la da el acceso temprano a la literatura.

–¿Cómo entra la dimensión política en estas reflexiones?

–Cuando a un niño crece sabiendo que la voz se construye, que el libro es el lugar de encuentro, un lugar adonde ir, cuando crece lector, crece con un tesoro que pondrá en juego a la hora de tomar decisiones, de enunciar una voz propia y hacerla sentir. Era lo que me decía mi alumno: puedo hablar en publico, tengo mi voz. Y construir una voz es algo muy difícil, que no se logra a los 17 años para ser ciudadano a los 18. Se va haciendo, son mensajes de la infancia que explican en gran medida por qué el poder está concentrado en unos que tienen voz y otros que no. La frase de Rodari sigue teniendo toda la vigencia: “El uso de las palabras para todos, no para que todos sean artistas, sino para que nadie sea esclavo”. En nuestros países estamos a punto de resolver por completo el problema de la instrucción. Pero no parece que fuera de la mano de la construcción de lectores, ciudadanos críticos autónomos, que tengan voz y puedan hacer uso de esa voz. Por eso la poética no es un asunto menor, ni ornamental: es justamente cómo resolvemos desde otro lugar el problema de la ciudadanía deliberante, activa, crítica, que implica necesariamente reconocer la singularidad y a la vez la colectividad. Eso, que es enorme, lo hace la literatura.

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“Cuando entra la literatura en la escuela, como literatura, no como didáctica, modifica la relación con los niños”, afirma Reyes.
Imagen: Bernardino Avila
 
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